No hay amnistía para Luis Enrique
«No, Luis Enrique no cambia, ‘pasa’ de todo. Es como es, un buen entrenador, incapaz de distinguir donde acaba la linde»
Se puede cambiar de mujer o de hombre, de esposa o esposo, y de partido político. Es posible empezar en la derecha más derechona y terminar hecho un rojazo como Verstringe, el padre, no la niña, que desde los Guerrilleros de Cristo Rey viajó hasta Podemos con Iglesias y Monedero, haciendo escalas en la Alianza Popular de Fraga y en el Partido Comunista de Frutos. La política lo aguanta todo, virar del blanco al negro en horas 24, cambiar de opinión en menos que canta un gallo, mentir sin pudor, pactar con el diablo, incumplir promesas, ciscarse en el programa electoral, levantar falso testimonio y dormir, pese a todo, con la conciencia tranquila porque hay sectores de conciencia indetectable. Supone uno, en su inocencia, que para roncar plácidamente ciertos sujetos y otras tantas «sujetas» necesitan un cóctel de pastillas antes de empiltrarse. Horas después, por la mañana, vistazo al correo electrónico, o al chat del grupo, donde los fontaneros y el jefe vuelcan puntualmente las consignas que luego las marionetas recitan a coro como una sola voz, la de su amo, en cuanto asoma un micrófono. Hay quien asegura que los eslóganes llegan también a determinadas redacciones y se distribuyen como las noticias en tiempos del teletipo.
Pero el fútbol es diferente. Lo habitual es abjurar del ídolo, silbar al «9» que te ganó una Copa de Europa cuando falla dos goles seguidos, abuchear al entrenador que te elevó a los altares – «¡Cúper, vete ya!» gritaban en Valencia a uno de sus redentores–, volverse al palco y escupir al presidente, esperar a los futbolistas a la salida para llamarlos mercenarios y aporrear sus coches… Todo eso es el fútbol, un radical y secular cambio de temperatura; pero que no concibe una mudanza de equipo a equipo. Los colores son sagrados, perennes e indestructibles. También entre los profesionales del sector los hay que no cambian. O porque no pueden (Vinicius) o porque no quieren (Luis Enrique).
Vinicius ha vuelto a meter la pata hasta el corvejón y sólo la benevolencia de un árbitro italiano, un palomo de cuidado –halcones son los que no distinguen si pitan fuera o en casa–, ha evitado, posiblemente, que el Leipzig ocupara el puesto del Madrid en el bombo de la Champions. Vinicius ha recibido más avisos que Cagancho en Almagro. En el club reconocen su calidad, su espectacularidad, pero también pesan sus atolondramientos. Ha bastado que Haaland se deje querer para que la maquinaria blanca haga planes: qué tal una delantera con Mbappé, Haaland y Rodrygo o Brahim, con Bellingham de escudero. Y Endrick en la recámara, ¡ojo! No, no está el horno para los desbarajustes mentales de Vinicius, de quien no se olvida que con la mascletá de hace un año en Mestalla su oficina vertió toneladas de mierda para provocar su salida del Madrid. Sólo se trataba de dinero. De qué si no. Incluso Lula se dejó llevar por la corriente: «El racismo es normal en LaLiga. El campeonato que alguna vez fue de Ronaldo, Ronaldinho, Cristiano y Messi hoy es de los racistas». No consta que el presidente Sánchez le haya reprendido por aquellas desafortunadas palabras en su reciente visita a Brasil. Más líos, no. Con el «Koldogate», la amnistía de «Puchi» y el engorde de esta nueva especie de santa compaña tiene más que suficiente. Otros dan la cara, como cuando Luis Enrique se sienta frente a la Prensa. Tampoco disimula. Dijo de él Karra Elejalde que tiene somatizado el cabreo, que ahora adorna con el mejor estilo de Luis Zahera. «Acepto las preguntas de los periodistas y contesto lo que me da la gana», y acompaña la respuesta con una de sus características carcajadas. No, Luis Enrique no cambia, «pasa» de todo, por eso para él, en este país que sí es para viejos, no hay amnistía que valga. Es como es, un buen entrenador, a veces incapaz de distinguir donde acaba la linde.
«Lucho» habita en las antípodas de Ancelotti, que se equivocó todo lo posible en el partido contra el Leipzig, acaso influido por la descarga que recibió por la mañana de la fiscalía: cuatro años y nueve meses de cárcel por una cuestión de impuestos. Tras el empate que pudo ser derrota y drama, compareció ante los medios, entonó el mea culpa y dejó esta frase para la escuela de entrenadores: «Si tengo que cambiar a los que no han estado bien, también tenía que cambiar al entrenador».
Cuando vienen mal dadas, Xavi echa la culpa al empedrado, al césped, al horario, al sol, al árbitro, a la Prensa, al sistema que adultera el campeonato, a todo quisque antes que confesar sus errores. No, Ancelotti asume sus equivocaciones, las reconoce y sigue adelante. Sabía que los pitos también eran para él, por su erróneo planteamiento y su equivocada alineación, porque no supo mentalizar a los jugadores, más perdidos que los enemigos de Roberto Alcázar y Pedrín. Ancelotti ni se esconde ni busca excusas, tampoco es condescendiente, como Simeone cuando el Atleti tropieza, ni se hace la víctima como Xavi, ni es un gruñón cachondo como Luis Enrique, aunque, a veces, maldita la gracia.