THE OBJECTIVE
EL BLOG DE LUCÍA ETXEBARRIA

La poesía no da para vivir, sirve para vivir. Apuntes sobre el duelo y el consuelo

«José Óscar López era un inmenso escritor, exquisito y metaliterario, y un impresionante poeta. También era dibujante»

La poesía no da para vivir, sirve para vivir. Apuntes sobre el duelo y el consuelo

José Óscar López, escritor, poeta y dibujante.

El pasado 13 de marzo murió en Murcia José Óscar López, escritor, poeta y dibujante. Esta noticia apenas ha tenido repercusión, pese a que se trataba de uno de los mejores poetas de su generación. Yo no le conocí jamás en persona y sin embargo la noticia me impactó mucho. Esto me hace reflexionar sobre cómo y por qué puede dolernos la muerte de alguien que en realidad nunca hemos conocido.

Hace casi 20 años, cuando yo era un escritora famosa y todavía me invitaban a dar charlas por la península y por el extranjero, recalé en Murcia para presentar un libro, y recuerdo que me invitaron a comer a un restaurante maravilloso de cuyo nombre no me acuerdo, en el que probé las mejores verduras a la plancha que he probado en la vida

Hablando de literatura con mis comensales me atreví a decir que yo leía mucha ciencia ficción, y que uno de mis autores favoritos era y es Philip K. Dick. Escribo que «me atreví a decir» porque entonces estaba muy mal visto decir que te gustaba la ciencia ficción o que te gustaban los tebeos de superhéroes. No se esperaba de un escritor serio que lo dijera. (Ejem, tampoco es que nadie me haya considerado nunca una escritora seria). 

Entonces alguien me explicó que había un poeta murciano que tenía una inmensa colección de libros de Philip K. Dick. Tengan en cuenta que entonces no había Amazon y que no era tan fácil comprarse un libro por internet. Los libros de Philip K. Dick no estaban apenas publicados en español y yo los conseguía en mis viajes a Nueva York o a Canadá. En aquel momento sentí por aquel escritor desconocido una afinidad inmediata.

No sé por qué recordé su nombre al llegar a casa, porque no suelo recordar ni caras ni nombres, aunque luego soy capaz de recuperar de la memoria datos absurdos con la precisión de una máquina. Poemas de Góngora que me sé de carrerilla o los números de teléfono de personas a las que hace años que no llamo.

«El de José Óscar López no era un blog de aspirante a escritor, el suyo era un blog de escritor»

Por curiosidad, tecleé en el buscador de Internet el nombre de aquel autor. Resultó que tenía un blog. Los blogs entonces estaban muy de moda y todo aspirante a escritor tenía que tener uno. Fueron famosísimos entonces los blogs de la Mujer Gorda, el del Ejjcritor, el de La Caminante, el de la Chica con falda roja, el de La Petite Claudine, el de Ceciliedades. He leído que alguien habla de «la década posteada», para referirse a aquel momento previo a Facebook a Instagram y a Twitter en el que hubo una efervescencia de blogs. La blogosfera, lo llamábamos.

Cuando un blog me gustaba, yo le incorporaba a una alerta que me avisaba de cuando alguien había publicado una nueva entrada. De forma que durante mucho tiempo seguí el blog de José Óscar López. No a diario y no en exclusiva. No a diario porque él no posteaba cada día y tampoco en exclusiva porque, como digo, seguía muchos otros blogs. En particular recuerdo que me obsesioné con el de una mujer que había tenido dos hijos por inseminación in vitro y que contaba un día a día en el que la lectora que era yo casi sospechaba que hubiera preferido no tenerlos, y otro en el que la escritora era alguien que había adoptado a dos hijos. Yo leía muchos blogs más pero normalmente los iba dejando porque al cabo del tiempo me aburrían. El de José Óscar López no me aburrió nunca. Porque el de José Óscar López no era un blog de aspirante a escritor, el suyo era un blog de escritor. Y es que su calidad estaba a años luz de la gran mayoría de bloggers de la época.

José Óscar López era un inmenso escritor, exquisito y metaliterario, y un impresionante poeta. También era dibujante. Pero no voy a mentir y decir que era un gran dibujante, porque no lo era. Era un gran poeta y un gran escritor de microcuentos. Publicó en pequeñas editoriales de minúscula tirada. Yo nunca compré un libro suyo. No porque no quisiera, pues estoy segura que habría comprado un libro suyo si lo hubiera encontrado en una librería. No compré sus libros porque, como he dicho, estaban publicados en minúsculas editoriales de distribución y tiradas también minúsculas. Yo leí sus poemas y sus relatos a través de sus redes.

Pero he de decir que sinceramente considero que los poemas de José Óscar López eran mejores que los de nombres conocidos que han ganado premios Loewe o premios Hiperión. Ya se sabe que en España si quieres aspirar a ser alguien en el mundo de la poesía te tienes que meter en camarillas, y a poder ser trasladarte a la capital y empezar a hacer relaciones públicas. Y José Óscar López vivía en Murcia y, por las trazas, y por lo que contaba, era alguien muy encerrado en sí mismo. Sí, se deducía de lo que escribía que tenía una novia o una mujer, y se notaba que tenía amigos porque hablaba mucho de ello. Pero también podía yo reconocer a alguien parecido a mí, al que le gustaba más quedarse en casa escribiendo o leyendo que moverse por conventículos literarios.

Empecé a sentir algo por él, sin conocerle de nada. Me empezó a gustar cada vez más lo que leía. Y no, no estaba enamorada ni nada por el estilo. También he sentido lo mismo cuando he leído a muchos otros escritores a los que nunca he conocido. Flaubert, Alejandra Pizarnik, Cirlot, D Annunzio, Margaret Atwood… Podría nombrar cientos. Ni les conocí personalmente a los que estaban muertos ni tuve nunca interés especial en conocer a los que estaban vivos. De hecho, cuando vivía en Canadá se me presentó la ocasión de conocer a Margaret Atwood, que había vivido en Alliston, ciudad en la que también había vivido mi entonces pareja. Sé que hay gente que hubiera removido Roma con Santiago por conocer a uno de sus escritoras favoritas pero yo no quise. Me bastaba con leerla.

Cualquier seguidor de este blog que me lee todos los días quizá me entienda. Cuando vas leyendo día a día a una persona sientes que conoces a esa persona mucho mejor, a través de sus palabras, de lo que conoces a otras que te rodean y con las que interactúas en carne y hueso, y que normalmente no se abren tanto contigo como se abre la persona cuando escribe. Lo digo sin lo más mínima ironía: yo sentía que conocía a José Óscar López o a Alejandra Pizarnik mucho mejor de lo que conozco a mis primos por ejemplo.

No parece haber mucha explicación disponible sobre el proceso de apegarse emocionalmente a alguien que nunca has conocido. El psicólogo Mark D. White habla de personas que comienzan a enamorarse de alguien que nunca han conocido y a quien solo conocen a través de la comunicación en línea. Él concluye que, si bien los datos cruciales sobre otra persona solo pueden provenir de un encuentro físico con ella, todavía es posible, e incluso deseable bajo ciertas circunstancias, comenzar el proceso sabiendo solo lo que se puede obtener a través de chats, mensajes de texto y correos electrónicos; y ese proceso incluye el afecto, incluso los comienzos del amor.

Sin embargo han existido a lo largo de la historia muchas relaciones puramente epistolares. Laura Riding y Robert Graves se conocieron por carta. Ella había leído los poemas de Robert y le escribió. Luego ella se presentó en su vida y la cambió de arriba a abajo. Años después ella leería a otro poeta, Schuyler Jackson, y también le escribiría. Mientras Laura aún vivía con Robert, Laura y Schuyler iniciaron una relación con por carta, y ella dejó a Robert y se fue a vivir con él a Estados Unidos. Curiosamente yo también estuve años obsesionada con Laura Riding, y también sentía que la conocía. Incluso si no la había visto en la vida. Incluso si ya había muerto antes de que yo tuviera acceso a sus poemas y los leyera.

Ciertamente, la imaginación humana es lo suficientemente poderosa como para sentir afecto por las personas que construimos únicamente a partir de los diversos datos que tenemos en nuestra cabeza. Las novelas, después de todo, se basan en este principio: ¿quién no ha leído un libro con un personaje tan atractivo como para que nos obsesionemos con él y pensemos que es real?  Recuerdo cuando leí, siendo prácticamente una niña, a los diecinueve años, Anna Karenina, de Tolstói. Yo no sabía que el personaje iba a morir al final de la novela ( porque no había visto ninguna película sobre el libro, porque nadie me había contado el argumento, aunque a ojos modernos esto ahora resulta raro, en tiempos de Internet) Y cuando Anna se tiró a las vías del tren se me cayó el libro de las manos y me puse a llorar.

El duelo también se basa en este proceso. Parte del impacto del dolor puro radica en nuestra convicción emocional de que la persona que acaba de morir no está muerta en absoluto, sino que sigue viva en nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, en cada hora de nuestra vida diaria. A veces la convicción puede ser tan poderosa que confundimos a un extraño con la persona que se ha ido, o escuchamos su voz en el tono de la conversación de otra persona, o sentimos una certeza absoluta, aunque fugaz, de que la persona muerta está en la habitación de al lado.

La aplastante contradicción entre nuestros sentimientos por alguien a quien racionalmente sabemos que nunca volveremos a ver, y nuestra conciencia perfectamente racional de que la persona que se ha ido físicamente todavía está viva y presente en nuestro cerebro, es algo con lo que una psique equilibrada aprende a vivir con el tiempo. Y aprende finalmente a aceptarlo como uno de los regalos que confieren la vida y la imaginación humana. Yo no sé si el sentimiento de que mi madre sigue conmigo es algo que me he inventado o si realmente existe otra vida, y ella está intentando comunicarse conmigo, pero en cualquier caso agradezco esa emoción.

Creemos que las las emociones de un duelo tienden a ser mucho más poderosas cuando conocíamos a la persona íntimamente, en un nivel inmediato y tangible, y tenemos un conjunto casi infinito de recuerdos, muchos de ellos basados ​​en los sentidos, a los que recurrir para recordarlo. Obviamente yo no voy a escuchar de pronto la voz de José Óscar López, que nunca escuché en vida, y sí que a veces escucho la voz de mi madre. Pero el hecho de no haber conocido a un fallecido no implica que no sientas un duelo.
No hace falta haber conocido en persona a alguien que ya no están para llorar su muerte. Muchas personas se han sentido destrozadas cuando ha muerto alguien que no ha conocido. Basta con ir al cementerio de Pere Lachaise y ver cuántos chicos y chicas hay llorando cada día frente a la tumba de Jim Morrison.

Pero en todos los casos vivimos con esta realidad: incluso cuando veíamos a la persona a menudo, incluso cuando vivíamos con ella o él, pasábamos al menos tanto tiempo con la construcción que edificamos en nuestra imaginación como con la persona en carne y hueso. Por ejemplo, cuando estás viviendo en pareja con alguien, normalmente pasas un tercio de tu semana durmiendo y otro tercio trabajando fuera de casa, de modo que esa persona que cada noche duerme a tu lado termina siendo, estadísticamente hablando, alguien que imaginas, más que alguien con quien interactúas físicamente. Y esto es aún más cierto en el caso de las personas con las que no vives. En este caso, la parte abrumadoramente mayor de nuestra vida como amigo, como hermano, como miembro de la familia, como compañero de trabajo, consiste en una relación con alguien presente sobre todo en nuestro cerebro más que en nuestra vida real.

Cuando alguien que conocemos ha muerto, ya no podemos actualizar la información en nuestros bancos de memoria imaginativos. Ya no podemos agregar nuevos datos. Pero contamos con una infinidad de datos sensoriales almacenados. Recordamos el tono de su voz, el brillo de su pelo, el tacto de su mano, su olor. Pero cuando muere una persona a la que nunca conocimos en carne y hueso, y a la que simplemente leíamos, las cantidades de información obtenidas de nuestras percepciones sensoriales de una persona determinada faltan y las reemplazan las palabras.

 Yo soy obsesiva, ningún escritor puede sobrevivir si no lo es. José Óscar López no fue el único blog que yo seguía obsesivamente. Pero, obsesión aparte, hay un aspecto curiosamente reconfortante en la constatación de que alguien que se ha ido permanece, en un sentido completamente real, todavía presente, porque esta constatación da una significado nuevo y científicamente convincente a la idea de una vida futura.

José Óscar López, como cualquier otro escritor, no sólo permanecerá en la cabeza y los recuerdos de la gente que le conoció en vida. Su pensamiento, el edificio conceptual que construyó, también seguirá presente en la cabeza de todos los que le leímos, incluso si nunca le conocimos.

Es entonces cuando cobran sentido las palabras de José Óscar López:
¿Para qué sirve la poesía?
Sirve para vivir.
No da para vivir. Sirve para vivir

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