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Historias de la historia

El felicísimo viaje de Felipe II

La Galería de Colecciones Reales exhibirá durante un año un retrato de Felipe II prestado por el Museo de Bilbao

El felicísimo viaje de Felipe II

El futuro Felipe II retratado por Antonio Moro (Museo de Bellas Artes de Bilbao).

Con sólo 16 años Felipe II ya gobernaba España como regente de su padre, Carlos I. Carlos I era además emperador de Alemania como Carlos V, y vivía itinerante entre los dominios de las dos coronas. Jamás tuvo una corte fija, nunca hubo un monarca más viajero, hizo la guerra en Francia, Alemania, Italia y Africa, y solamente se asentó en España cuando sintiéndose viejo -aunque solo tenía 56 años- abdicó y se retiró al monasterio de Yuste, para morir enseguida.

Con esa concepción de que un soberano universal debe recorrer sin descanso su área de influencia, Carlos quiso que Felipe le acompañara en sus viajes, y en cuanto tuvo otra hija, María, dispuesta a asumir la regencia de España, ordenó a Felipe que saliera de Madrid y se reuniese con él. Así comenzó en otoño de 1548 lo que Calvete de la Estrella, profesor del príncipe, llamaría El Felicissimo Viaje del muy alto y muy poderoso Príncipe don Phelippe.

Carlos V quiso que acompañase a Felipe un cortejo fastuoso, pues no sólo pretendía que su heredero adquiriese mundo y experiencia, sino que Europa lo conociese y admirase. Al frente de la llamada Casa del Príncipe se puso como mayordomo al primer aristócrata de España, el duque de Alba, y la Casa adoptó el refinado protocolo borgoñón, mucho más esplendoroso que los recatados usos de la Corte castellana.

Acompañaba al príncipe no sólo la flor y nata de la nobleza española, sino un cortejo de humanistas, teólogos, letrados y hombres de ciencia, para evidenciar la buena educación y talla intelectual de don Felipe. Entre esos sabios iba el citado Calvete de la Estrella, historiador y poeta, que escribiría la crónica del viaje.

Don Felipe fue a embarcar a Barcelona, donde le esperaba una imponente flota de 58 galeras e innumerables naves auxiliares, bajo mando del lobo de mar más famoso de la época, el viejo almirante genovés Andrea Doria. Zarpó de Rosas el 2 de noviembre y entró en Italia por la mejor puerta, la hermosa bahía de Génova.

Ahí se produjo el primer choque del príncipe con el mundo exterior. Viniendo de la sobria y seca Castilla Felipe quedó descolocado por la sensualidad, el refinamiento y las frivolidades de Italia. Había sido educado para mantener siempre un firme control de sus emociones, lo que se llamaba «el sosiego», pero a los italianos les pareció altivez y sosería. 

Sin embargo, poco a poco se fueron limando las asperezas, y don Felipe fue entrando en el juego de aquel mundo amable especialmente por la vía del erotismo. Es decir, que tuvo amantes en todas las ciudades por las que pasó, como el marinero que tiene una novia en cada puerto, pues a las damas italianas les seducía acostarse con quien sería el rey más poderoso del mundo, que además era un joven elegante y no mal parecido.

Otra forma de conexión con el universo italiano fue la pintura, o más concretamente, la pintura de desnudos. En la pintura española no había desnudos, de modo que Felipe quedó embelesado con tantas Venus, Dianas, Ledas y ninfas. El gran Tiziano, que ya era pintor de Carlos V, para quien pintaba cuadros religiosos, se convertiría en el artista erótico de Felipe, como podemos disfrutar hoy en le Museo del Prado. Además de esas pinturas nos ha quedado una jugosa correspondencia entre ambos, en la que conversaban con libertad sobre los elementos sexuales que debían tener las obras que Felipe encargaba.

Tras recorrer el Norte de Italia con especial parada en Milán, de donde Felipe era duque soberano, pasó a tierras germánicas por el Tirol. Alemania era un mundo muy distinto a Italia, pero el príncipe había aprendido ya de sus primeras experiencias a adaptarse al entorno. Frente a los refinamientos de Italia, Alemania resultaba tosca, a los alemanes les gustaba comer hasta hartarse y beber hasta que se les saliese por los ojos, y aunque Felipe era austero por naturaleza y educación, se entregó a las comilonas y los excesos etílicos de sus anfitriones, según daría testimonio su sumiller Vicente Álvarez.

Más importante es que Felipe tuvo que tratar en Alemania numerosos protestantes. En España no existían prácticamente focos luteranos, pero la mitad de Alemania lo era. Carlos V había derrotado a los príncipes protestantes en la batalla de Mühlberg, pero tras la victoria optó por una política de reconciliación y tolerancia. El joven Felipe, que luego se convertiría en campeón militante del catolicismo, adoptó durante el Viaje esa misma actitud tolerante, recibiendo curiosamente muchas peticiones de favores de parte de luteranos.

Felices entradas

Pero el plato fuerte del Felicísimo Viaje eran los Países Bajos, donde le esperaba su padre Carlos I de España y V de Alemania. Era de nuevo un mundo distinto de los anteriores. Lo que hoy llamamos Países Bajos, Bélgica y Holanda, eran entonces las Diecisiete Provincias o Estados de Borgoña, una entidad política que habían forjado los duques de Borgoña al final de la Edad Media, y constituían la nación más rica, culta y civilizada de Europa. Ir a los Países Bajos en el siglo XV y XVI era como si hoy juntásemos París, Londres y Nueva York en una sola visita, el centro del mundo, el ombligo del universo.

Felipe había visto ya muchas cosas cuando llegó a Bruselas el 1 de abril de 1549, pero nada le gustaría más que esta etapa. Fue recibido por una multitud de 50.000 personas, algo inaudito para la época, y el mismo entusiasmo se repetiría 17 veces, pues uno de los objetivos políticos del Felicísimo Viaje es que las Diecisiete Provincias reconociesen como futuro señor a Felipe. Era necesario realizar una ceremonia en la que el príncipe juraba respetar sus derechos y libertades, y las ciudades le juraban fidelidad. Pero esto iba envuelto en lo que se llamaba una joyeuse entrée, una «feliz entrada», sin duda los festejos más fastuosos que conocía Europa.

Comenzó así una auténtica pasión amorosa entre Felipe y los Países Bajos, aunque esa pasión terminaría en odio -la «Guerra de los Ochenta Años»- como a veces ocurre entre los amantes.

Nacido en Valladolid y criado en mitad de la Meseta Castellana, Felipe no sentía ese anhelo por el sol y el calor de los europeos del Norte, de modo que una de las cosas que le enamoraron de los Países Bajos fue su paisaje, sus verduras, sus humedades, el agua por todas partes. Cuando muchos años después, ya rey de España, construyó su lugar favorito, El Escorial, quiso reproducir aquel recuerdo, por eso lo rodeó de estanques y embalses, y llenó las paredes de cuadros de Patinir, artista flamenco inventor de la pintura de paisajes, porque cada uno de esos cuadros era como una ventana a los Países Bajos.

No fue Patinir el único pintor que le atrajo, hubo otro que lo fascinó aún más: el Bosco. La pintura religiosa que existía en España era algo más bien siniestro, pero cuando Felipe se puso delante de las alegorías religiosas del Bosco fue algo así como cuando los jóvenes de los años 60 toparon con el LSD, una auténtica alucinación. Precisamente uno de los frutos de aquel Felicísimo Viaje, del que disfrutamos en exclusiva los españoles, es que entre El Escorial y el Museo del Prado tenemos las dos mejores colecciones del Bosco y de Patinir del mundo.

Y para culminar los también felicísimos frutos pictóricos de aquel periplo, el príncipe Felipe encontró al que sería su mejor retratista, Antonio Moro. No sabemos si en Bruselas o en su taller de Amberes, Antonio Moro, que ya era un cotizado retratista de las elites flamencas, pintor de Carlos V y creador del llamado «retrato de corte español», hizo una pintura maravillosa de un príncipe Felipe en todo su esplendor. Joven, guapo, con un atuendo deslumbrante, ese retrato sería como el testimonio más vivo del Felicísimo Viaje, su plasmación en una imagen.

Miguel Zugaza, anterior director del Prado y actual director del Museo de Bellas Artes de Bilbao, nos ha traído de la mano este regalo para la sensibilidad, que se podrá disfrutar durante un año en la Galería de Colecciones Reales.

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