THE OBJECTIVE
Opinión

«Me asomo a la ventana, eres la checa de ayer»: una visita a la taberna de Pablo Iglesias

Nuestro Espartaco de Galapagar abandona por fin la toma del Palacio de Invierno para convertirse en emprendedor

«Me asomo a la ventana, eres la checa de ayer»: una visita a la taberna de Pablo Iglesias

Exterior de la Taberna Garibaldi de Pablo Iglesias.

Estamos en 2024: Manu Chao lleva sin sacar un disco desde hace dos décadas. Noam Chomsky solo es ya una imagen borrosa de webcam que delira mientras acusa a EEUU de la guerra de Ucrania. Incluso, el ínclito Paco Ignacio Taibo II es funcionario oficioso de un estado mexicano que le ha hecho un burgués de provecho (eso sí, sus puros son habanos, que como decía el embajador soviético en Teléfono Rojo… comprarlos a Jamaica sería «contribuir al colonialismo»).

Los grandes ídolos perroflautas, falsos ilustrados para tanto universitario con escasitas lecturas y muchos más cursos repetidos, han hecho su agosto con el capitalismo. El sistema funciona y no se otean en la Galia global pequeñas aldeas que resistan al invasor: Cuba vive del turismo sicalíptico tercerón y cuarentón de decadentes ministrables socialdemócratas, Venezuela vende su petróleo a un EEUU que lo convertirá en Barbies transgénero y el libro rojo de Mao es solo un producto manufacturado más en un oriente que ha hecho de Ali Express un SEPU posmoderno.

Los discursos de Lenin, en efecto, no solo están mal traducidos, sino que ya solo sirven para asaltar los cielos de la clase media a cualquier perillán recién licenciado en políticas. Sus maestros dieron ejemplo antes: 300 euros cobra por conferencia ese pontevedrés global (oxímoron) que es Ignacio Ramonet, mientras que no se conoce que Chomsky rechazara el abochornante premio que le otorgó el BBVA en 2019 (una de las entidades más citadas en los desahucios).

La resistencia civil es ya prácticamente nula. Sobrevive aquí apenas Santiago Armesilla como Ozzy Osbourne del leninismo. Y quedaba solo una última traición: Pablo Iglesias Turrión, nuestro Espartaco de Galapagar, abandona por fin la toma del Palacio de Invierno para convertirse en emprendedor.

¿Hablamos de Canal Red? ¿De La Tuerka como encaje al tornillo? No, Iglesias Turrión es ahora el dueño del negocio rancio por antonomasia: un bar. Atrás quedaron el pelo engominado, los bigotes preconstitucionales y las páginas pegadas de algún diario deportivo como paisaje común del franquismo hostelero. 

Ahora las tabernas van a convertirse en lugares de asueto para estos jóvenes turcos que quieren construir el nuevo estado marxista vía vermú bolivariano. Como decía Irene Montero en el acto de inauguración: «Ya ves, tengo un empresario en casa». No miente Montero, aunque le falta un apelativo más preciso: un gentrificador. Y en un barrio con tradición popular.

De Malasaña a Lavapiés, el protagonismo de los inquilinos

Según la escritora Lucía Etxebarria, ella «bajó a vivir a Lavapiés ya que Malasaña se hizo muy cara». Lavapiés era, entonces, un barrio obrero que acogía más bien a trabajadores y estudiantes. Etxebarria vivió en diversos emplazamientos del barrio multicultural y finalmente tras haber tenido una hija decidió que no merecía la pena correr riesgos. Subió, así, a la parte más noble de la zona: la zona de Santa Isabel.

Recuerda que «Lavapiés en 1987 estaba lleno de tabernas y existía una enorme diferencia entre cantina y bar». Arcadi Espada rememora, también, en sus memorias las tascas rojas de Antón Martín y sus militantes de tabaco negro y humor todavía más oscuro. Eran, así, establecimientos pensados para comer o cenar barato con mesas grandes que buscaban acomodar el servicio de cena o almuerzo. «No iban a poner jamás un buen mantel, como mucho un mantel de papel», juzga Lucía.

Se hedía a fritanga y raro era el azulejo sin grasa; color picante y acre a aceite recalentado. Incluso, según los testimonios, «pocos» se acercaban a los cuartos de baño si apreciaban un poco su vida: podían regresar con un circo de pulgas propio. Estas tabernas tradicionales madrileñas provenían casi todas del siglo XIX y se decía que, entonces, la mayoría de los dueños eran manchegos. Dominaba el vino de Valdepeñas, esos chatos de tinto barato y peleón, y se indicaba su venta con un cuarterón de madera roja.

Casi siempre, sobre la cornisa del local venía el nombre de la taberna y el número de la calle. Solían tener el apodo del propietario: Casa Alberto, Casa Paco, Bar Morales, Taberna de Eulogio, Bodegas Alfaro o Taberna Ángel Sierra. Eran más bien pequeñas, con suelo de baldosa o hidráulico y estaban pensadas para aguantar mucha clientela. La barra siempre fue de madera y zinc, ya que el último era lo más fácil de limpiar. En alguna ocasión con mostrador de mármol, aunque suponía un lujo.

Al igual que se afirma en las memorias de Baroja, en esos tugurios se iba a comer y ya con la llegada de la televisión ver los toros o el fútbol, pero no había ningún ambiente intelectual. Quedaban décadas para que los hípster pudieran perder la virginidad recitando a Pessoa (algo que sonaba a jugador del Benfica en aquellos 80). El ambiente del bar, en cambio, estaba más orientado a la fiesta, al ligoteo, a la cogorza y a la droga (si conseguías pillarla). Los bares de copas y de ‘moderneo’ estaban en Malasaña, a pesar de tabernas míticas como la Ardosa, el Palentino o el Camacho. Ni cacahuetes daban: allí se iba a beber. Etxebarria, de hecho, «fue camarera» en la Vía Láctea y en el King Creole entre otros bares. Se desconocían las mesas y, de haberlas, eran pequeñas y de baja estatura. El rapero César Strawberry reconstruye también con precisión ese Madrid de los 80 a los 90 en sus memorias con Def Con Dos como ciudad ebria y nocturna.

Puede que el alcohol fuera lo único que unía esas dos zonas de la capital, Malasaña y Lavapiés, tan opuestas como quizá complementarias. En aquellos tiempos, según varias fuentes, era común el bebedor de coñac o brandy en las tabernas y estos solían ser hombres y mujeres mayores. De hecho, en los noventa a la gente que vivía en Lavapiés se la juzgaba con una mueca rara. Mario Vaquerizo todavía llegó a decir en una entrevista reciente que «nunca bajaría a Lavapiés porque era un barrio de perroflautas». Y lo era: los bares de modernos, como hemos visto, estaban en Malasaña. 

Eso fue hace pocos años y ahora Lavapiés se está convirtiendo en una Malasaña bis en proceso de gentrificación. Abundan los bares de diseño, algunos de duración efímera, y que compiten fieramente por el turista capitolino. Un cambio que ha quitado la costra al barrio a costa de perder parte de su alma.

La nula escala de la realidad

En efecto, Lavapiés ya no es lo que era. El gin-tonic reina, y estos han pasado de valer cuatro euros a casi diez en el Garibaldi: «Don’t follow leaders. Watch the parkin’ meters», cantaba con razón Bob Dylan muchos años atrás. Por esos precios, por la finura del local, hay algo de ficción, de metaverso de redes sociales, en ese simulacro que es la Taberna Garibaldi.

La propia Lucía Etxebarria se lamenta que Pablo Iglesias haya abierto una cantina «cerca» de su casa, aunque ve bastante ironía en que viva Íñigo Errejón «casi al lado». Esta, de hecho, apenas puede verse como una taberna, sino que tiene mucho de bar Cayetano: cuenta apenas con una cocina eléctrica, todavía con un funcionamiento rudimentario, y carece de terraza puesto que la acera es muy pequeña. 

Sin embargo, montar un bar -si uno sabe llevarlo- es un negocio rentable. Hay, además, un sobrentendido, una picaresca que todo hostelero conoce: el blanqueo de dinero. Hacienda permite pagar una cantidad fija al año de impuestos que depende del número de metros cuadrados o empleados (la famosa tributación por módulos). En efecto: Koldo y Ábalos debieron abrir un bar en un lugar de vender mascarillas.

El bar barato, así, ha hecho desaparecer los negocios locales: todos fueron convirtiéndose en sitios de bebida: donde había una frutería, una tienda de ropa para niños o un almacén de textiles, surge de la noche a la mañana un garito. Tanto Santa Isabel como su paralela Ave María han visto hundirse todos sus negocios tradicionales frente la dictadura del gin-tonic y el plato cuadrado; ese dúo fatal que ha asesinado al viejo comercio matritense.

Quizá la gran metáfora de todo es el muestrario de bebidas del Garibaldi -el encantador bajorrelieve neobarroco de todo bar celtíbero- y que domina no el añorado brandy Soberano sino el pijísimo licor Aperol Spritz. La bebida feliz de la guiri beoda, del «jo tía, que pedo más tonto», del vómito con olor a vainilla y la expresión más pura de la falsa bohemia del podemismo. A falta de la vespa de Nani Moretti, nuestros progres importan Aperol: la nostalgia es una marca industrial de Milán en perfecta ironía para los lectores de Naomi Klein

Más aún, el único cuadro que cuelga en las paredes es una cabeza en estilo geométrico, realismo socialista de una supuesta revolucionaria que no sabemos identificar. Lo demás, es un garito desangelado que mantiene el suelo hidráulico del anterior local. Ondea una bandera palestina, pero no una bandera trans. Aunque, eso sí, hay dos baños sin indicación de género. Por si la vejiga decide ser binaria o no: la revolución será genital o no será. El obrero de mono azul con dentadura testimonial, aliento de silicosis y hollín en el alma habría gritado arrodillado en el portal del Garibaldi un «no es esto, no es esto»; Charlton Heston proletariado ante un planeta/taberna desconocido.

Pero sí, lo es: es el comunismo «cuqui»; aquel de los tercios de cerveza y las barbas desaliñadas, el de novias resentidas y revenidas en ministras y, por supuesto, el de las batucadas sin final en manifestaciones. Una falsa revolución de sonrisas esmaltadas en una clínica dental cara.

La gentrificación y nosotros que la quisimos tanto

La dictadura del proletariado es, a la altura de 2024, dos o tres chicas de pelo verde con amigo baboso muy concienciado intentando tocar lomo mientras se gastan la paga semanal de los papis en vodka. Emolumentos con los cuales una familia de rumanos vive en Pan Bendito dos meses. O tres.  

Qué lejanos quedan aquellos conspiradores políglotas que tenían en su cráneo un estado en San Petersburgo. Más aún los abnegados barbudos de Sierra Maestra y todavía más allá los Casacas Rojas que deambulan en las novelitas de Malraux. La «larga marcha» de Mao ha acabado en un chiste subterráneo sobre un menú vegano que se titula «no me llame ternera».  Imposible no recordar al gran José Sazatornil en el pastiche El hijo del cura de inicios de los años 80: «¿Usted es tonto porque es comunista o es comunista porque es tonto?».

Uno de los co-propietarios, mucho más honesto que Pablo Iglesias, nos resumió bien que el objeto de este bar es que «vaya todo el mundo». Es una declaración loable, pero quizá la fama del garito luego de la inauguración va a tener a decenas, cientos incluso, de visitantes con el colmillo afilado. Por el momento, ha tenido que cerrar por una avería en la tubería de agua, como se ve en la hoja de la puerta: Marx tenía razón y la infraestructura condiciona otra vez la superestructura.

Pronto, parece, «Garibaldi…» no será más que un bar temático del 15-M. Todo un Hard Rock alter mundialista que a falta de iconografía rock colgará en un futuro la coleta incorrupta de Iglesias Turrión, las obras completas de Toni Negri dedicadas a cualquier becaria cubana jaquetona e incluso la letra original de «Papá cuéntame otra vez…» de Ismael Serrano con las manchas del infame café torrefacto de la complutense.

Serían iconos que darían carácter de cripta a esta taberna de una fe que se extingue. Quizá deberían pedir prestada la momia de Lenin: esta comenzaría a llorar sangre nada más ser expuesta por evidente pecado burgués. Toda una virgen milagrera con barbas de chivo que sollozaría como justo final a la religión laica que dominó el siglo XX.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D