Natalio Grueso y yo
En el 2018 la Fiscalía le pide 11 años por «unos gastos ajenos» a la Fundación Niemeyer. Sus acólitos niegan la mayor
Conocí a Natalio Grueso sobre el 2005, en la sidrería Silla del Rey de Oviedo, donde cada noche abrevaba cubalibres de colores, sin la barba todavía de náufrago y a la deriva, con las gafitas en la punta de la nariz como Sánchez Dragó, sí, y el teléfono móvil entre los dedos como única compañía, la barra en forma de herradura y él siempre, según entras a la izquierda, última mesa. Poco después me enteré que vivía en el portal de al lado, y eso de un borracho que baja a beber en zapatillas tiene todavía su gracia en España. ¿Dónde vas Diógenes? A subir la basura. Ya entonces era director de algo en la Fundación Princesa de Asturias, coleccionaba famosos igual de colorines que sus vasos de sidra hasta arriba.
Este pasado 15 de febrero dictaron la orden internacional de detención contra el célebre gestor cultural del Centro Niemeyer, para el que tienen reservadas unas vacaciones en la trena de ocho años sin cubatas y calzado duro. Fue espectacular su novela La soledad (Planeta) con faldón de Vargas Llosa y aplausos con las orejas de Paulo Coelho. Corrieron por las hojas volanderas sus abrazos con Woody Allen y Brad Pitt en la inauguración de sus mandangas en el Niemeyer, siguiente apeadero tras la Fundación. Una noche, a uno de los camareros, le pregunté qué decía ese tío del extremo opuesto tras la barra, donde mejor se ve el mar, con la pared detrás para agarrarse con la uña marisquera del meñique enhiesto. «No sé, dice que Tini y Chano van a meterlo en el Niemeyer, debe ser un bar de apertura reciente». Refería aquel hombre a Vicente Álvarez Areces, presidente del Principado de Asturias, y Graciano García, director máximo de la Fundación Príncipe. Al final fue verdad el órdago, lo que pasa que el Niemeyer no era un bar sino una comida de oreja al célebre escultor brasileño para que pusiera una sucursal de lo suyo en la hermosa villa de Avilés, donde el amor palpita bajo el feo humo industrial.
Está por hacer –con muchas sidrerías asturianas por medio: La Chalana, Silla del Rey, etc- la gran historia de los conseguidores españoles: de Koldo a Grueso, de Urdanga al Bribón. Era simpática la solapa de La soledad, donde no se mencionaba un solo titulo académico, a pesar de los que muchos publicaron recientemente sobre su condición de licenciado en Derecho y grandes curros en Nueva York (ONU) y Bruselas (UE). «A Natalio le gustaban los golpes de efecto», escribió alguien. El conseguidor al uso solo precisa agenda, todo el resto va rodado, y así Woody, Brad, Spacey, Marito, quien sea, pasan por el aro sin fusta.
Aquel hombrecín era incapaz de matar una mosca. Balbuceaba solo, la mirada embarrada o perdida en alcohol hondo, todavía sin la costa crustácea tan roja del Cantábrico, bajo los ojos del besugo, los faros del mar adentro, donde los arreboles eran semáforos. «Los tengo a todos comiendo alpiste de mi mano», le oían recitar, pensando que se refería a las palomas que a veces venían a la mesa a hacerle compañía. Tras su ida del Niemeyer, sobre el 2015, fichaje estrella del ayuntamiento madrileño de Ana Botella, programación y coordinación de los teatros municipales con 25 millones de presupuesto. Toma ya, y muchos libros y películas por la tarde, tras las horas de oficina, y mucho chupo con hielos como manzanas cuando la luna es el sol de los muertos y a veces guiña el mejor ojo a escondidas.
En el 2018 la Fiscalía pide 11 años de cárcel para Natalio Grueso por «unos gastos ajenos al fin de la Fundación y por hacer otros de dudosa vinculación que cargó a la Fundación». Sus acólitos niegan la mayor: solo debe 79.000 euros y punto pelota. Detención, cuarenta días enchironado, y un libro inédito (Gorriones de cristal) que escribe casi con el móvil y sin levantarse de la piltra. Libresco, literario, letraherido, siempre el lenguaje fue su gran aliado, por encima de escuderos o secuaces, por debajo de la máscara y aquellos ojos acuosos que miraban muy fijo, acostumbrado al trato con fantasmas y el viento abrasador que agitaba la copa de los cipreses junto a la barra gigante.
El pasado mayo firmaron su petición de indulto al Ministerio de Justicia: Joan Manuel Serrat, Woody Allen, Ana Belén, Víctor Manuel, Aitana Sánchez-Gijón y el exministro de Trabajo Manuel Pimentel. El prófugo, en busca y captura, tuvo aliento para sus seres queridos: «Me voy porque si vuelvo a la cárcel, en 24 horas mi vida se acabó. Soy un marino que navega por el mundo sin rumbo». Ocho años son muchos años de prisión y una agenda con más de ochenta números da para mucho. Soy yo el que dibuja con el dedito en la mesa de Grueso los versos de Rubén con los que Juan Luis Panero tituló sus memorias (Sin rumbo cierto): «Ser y no saber nada y ser sin rumbo cierto/ y el temor de haber sido y un futuro terror». El sueño del Niemeyer, cuentan, fue entonces de diez meses. Álvarez-Cascos, entonces presidente, dijo que las pérdidas eran de dos millones de euros. En septiembre del 2014, Carlos Cuadros es nombrado nuevo director e intenta levantar a hombros el rendido dinosaurio. Natalio dijo en el juicio: «¿Cómo me van a condenar por no justificar unos gintónics y unas cenas? Eso solo puede pasar si me toca un juez loco». Maravilloso. La condena (junio, 2020): ocho años de prisión, cinco por un delito continuado de malversación de caudales públicos y tres por falsedad en documento mercantil societario. Los copazos pagados, seguro.