Franco, cofrades y el triunfo de un Dios particular
«Uno puede no creer en que hubo un Jesús que resucitó al tercer día, pero sí tener fe en el Cristo de tu barrio»
Escribir contra la Semana Santa es tan tradicional que ya forma parte de los usos y costumbres de estos más que siete días que atraviesan el pecho emocionado de un cofrade. Aparecen por las redes, en esta época en que los tontos pregonan orgullosamente su condición de estúpidos, personajillos que no tienen mejor momento como el de hoy para decir que lo de los cristos y vírgenes por las calles más que no gustarles, lo detestan.
Detrás de un odio, hay un trauma. Y están traumatizados algunos por hechos que jamás vivieron, relacionando a los pasos en las calles con Franco y una España oscura. Seres en cuyos días de apesadumbrada infancia, mientras apenas chupaban la teta de su madre, Franco ya estaba, senil perdido, a meses de morirse, si es que no se encontraba ya a dos metros bajo tierra.
Me apasiona la Semana Santa, cada vez más. Siempre me ha impresionado ese teatro de sentimientos que provocan en mí, un agnóstico al que le gustaría tener fe, los hermanos ocultos bajo un capirote. Esos cirios que iluminan la noche cerrada de una ciudad que encajona el bullicio al paso del soberano, o la mirada embobada de un crío que te devuelve a tu propia infancia, emborrachado de feliz inocencia.
Se lo explico a quién me lo pregunta: «¿Acaso no se trata de una contradicción el no tener fe en Dios, pero que te guste la Semana Santa?». No, porque uno puede no creer en que hubo un Jesús que resucitó al tercer día, pero sí tener fe en una deidad particular, en el Cristo de tu barrio, en la hermandad en la que salía tu padre. Es la tradición que heredan los hijos, sin más preguntas, tan solo seguir haciéndolo, tirando a un lado la estúpida razón y moviéndose por la vida con ese sentimiento que no marchita.
Hasta el hipster más tolili, que diría Florentino, de Malasaña, hasta el rojo de salón que desea una España laica siente un cosquilleo al son de una marcha de tambores rotos y cornetas desafiantes, cuando unos costaleros hacen danzar—gustándose en la revirá— una figura iluminada entre las velas ocre y ese sol que se va muriendo una tarde tonta de miércoles santo cuando, estimulado por el olor a incienso, notas la felicidad en el costado.
No hay que defender la Semana Santa de nada, ni siquiera ante los tipos talluditos que sueltan su risa cuando ven las lágrimas de un hermano que no sale por la lluvia, y no hay que defenderla porque su más que notable popularidad hace de parapeto. Es paradójico que mientras España cada vez crea menos en un Dios, las hermandades sigan sumando gente. Robusteciendo como lugares donde se vertebra un barrio, se enhebran amistades para toda la vida, se da un sentido palpable a esta era de redes sociales donde hay gente más sola que nunca, pero con muchos seguidores en Instagram.
«Los yankis tendrán Starbucks, pero nosotros tenemos a la Esperanza Macarena, y quien pueda que empate»
Que vivamos en un país que, de manera general y creciente, tiende a darle la espalda a la fe no supone que no se crea en otras cosas. Aquí hay gente que no cree en Dios, pero cree en la palabra de Pedro Sánchez, pobrecitos, gentes dignas de compasión. Ahora la política, sea del PSOE, Sumar—ya constituido como partido, aunque no le interese—Vox y ya no te digo del pseudonosequé del Mesías Puigdemont, se ha convertido en religión. Una fe con normas más laxas que la católica, puesto que solamente requiere aplaudir lo que diga el líder en cada momento, aunque sea lo contrario a lo dicho en la media hora anterior. Alabada sea su palabra, eminentísimo secretario de organización.
Aún quedan días para los que ven en la Semana Santa esa mezcla de anacronismo, oscuridad y a Franco—cuya sombra ven proyectada hasta en las torrijas— acudan a escuchar cómo un barrio se deleita con una saeta para su santo. Que agudicen los sentidos ante el escándalo, el taco gordo que han liado en la calle, siempre la calle, los nazarenos, costaleros, mantillas de esta tradición que ya quisiera para sí medio planeta.
A Dios gracias tenemos cofradías con salud de roble. Los yankis tendrán Starbucks, pero nosotros tenemos a la Esperanza Macarena, y quien pueda que empate. En los tiempos del vacío más frívolo, en esta superficialidad que mata el nervio de todo corazón, se necesita la Semana Santa que viene cargada de estímulos que se viven en la calle, de nuevo la calle, alejados de pantallas que ofrecen lo mismo, aunque maquillado día tras día. Es el triunfo de un Dios particular que anda ahora por España, este país donde hay vecinos, ufanos de su tontuna, que detestan lo que maravilla al mundo entero.