Yo le declaro la guerra a la «guerra cultural»
«Somos una sociedad de trincheras ideológicas, encastillada en posiciones inamovibles, sorda que no quiere dialogar»
En las últimas décadas, probablemente por contagio estadounidense, hemos sido testigos del ascenso de la llamada «guerra cultural». Este fenómeno, que enfrenta a diferentes segmentos de la sociedad en debates intensos sobre valores, identidad y moralidad, ha ganado prominencia en la esfera pública, tanto en medios tradicionales como en las redes sociales, especialmente en ámbitos conservadores, como una forma de arrebatarle a la izquierda el liderazgo ideológico y enterrar de una vez por todas esa consabida y exasperante superioridad moral que siempre los acompaña. Sin embargo, es crucial abordar las implicaciones y los peligros de esta guerra cultural.
Podemos definir a la cultura como el conjunto de conocimientos, creencias, valores, costumbres, comportamientos y formas de expresión que caracterizan a una sociedad o grupo social en un momento histórico determinado. Incluye elementos tangibles, como el arte, la literatura, la música y las tradiciones culinarias, así como aspectos más intangibles, como las normas sociales, las prácticas religiosas, los idiomas, corrientes de pensamiento y formas de interacción social. La cultura se transmite de generación en generación y se adapta y evoluciona con el tiempo, influenciada por factores internos y externos, un fenómeno que se desarrolla de manera espontánea a través de millones de decisiones que van tomando los humanos todos los días. Cada elección individual contribuye a la evolución y desarrollo de la cultura, moldeándola constantemente. Las culturas a lo largo de la historia siempre han sido sincréticas y avanzan cuando los individuos integran nuevas costumbres y nuevos sistemas de valores.
Los debates son muy necesarios en las sociedades sanas, pero utilizar términos bélicos como «guerra» o «batalla» no enriquece el debate. Los debates han de ser libres, sin imposiciones ni coacciones. Por esta razón, con tanta guerrilla cultural no puedo sino vislumbrar una sociedad malhumorada, fiscalizadora y coercitiva, una sociedad de trincheras ideológicas, una sociedad encastillada en posiciones inamovibles, una sociedad sorda que no quiere dialogar… La politóloga argentina Antonella Marty defiende que «la idea de la ‘batalla cultural’ es una contradicción en términos, una gran deshonestidad intelectual y un mecanismo de creación de pureza interna que divide a la sociedad en dos: los impuros y los cruzados». Esta imposición cultural, ya sea desde la izquierda o la derecha, busca establecer una especie de control moral gregario con el objetivo de instrumentalizar la cultura con fines políticos y apartar de la comunidad a los que no se plieguen a los dogmas establecidos.
La cultura no se desarrolla —como pretenden tanto la izquierda como la derecha— combatiendo a aquellos que piensan diferente o tienen valores con los que no se comulga. La «guerra cultural» es, en esencia, incompatible con el respeto por la diversidad de pensamiento. Esta guerra lo único que consigue es fomentar la intolerancia y la fragmentación social. Al polarizar a la sociedad y alentar la división, se debilita el tejido social y se dificulta la cooperación necesaria para abordar desafíos comunes. En lugar de buscar consensos y estar abiertos a la alteridad, estas ofensivas pastoreadas desde distintas plataformas políticas incentivan a las personas a identificarse principalmente en función de sus diferencias. Puro identitarismo. Unos promueven una agenda progresista, laica, diversa, centrada en políticas sociales, de cambio climático… Los otros una agenda conservadora, patriótica, católica, antiglobalista y en contra de la inmigración. Las dos agendas son incompatibles y da la sensación de que los grises no tienen cabida entre ambas posiciones.
La guerra cultural ha transformado los debates públicos en un conflicto civil, dividiendo a la sociedad en bandos irreconciliables y convirtiendo el ejercicio de la democracia en una feroz competencia, donde solo puede haber vencedores y vencidos, sin espacio para el matiz político y sin espacio para las ideas personales. Decía el filósofo Jean-François Revel que «los socialistas, educados en la ideología, no pueden concebir otras formas de actividad intelectual. Arrojan por doquier esta sistematización abstracta y moralizadora que les habita y sostiene. Creen que todas las doctrinas que les critican copian la suya, limitándose a invertirla, y que, como la suya, prometen la perfección absoluta, pero por vías diferentes». Yo tengo ideas, pero no ideología. Las ideas pueden cambiar, mutar, evolucionar… Sin embargo, las ideologías encorsetan. Julio Llorente, cofundador de la Editorial Monóculo, afirma acertadamente que «incluso la persona a la que juzgamos contumazmente equivocada, ésa a la que le hemos declarado la batalla cultural, puede descubrirnos una verdad que para nosotros permanecía vedada».
La guerra cultural se ha convertido en turra cultural. Normalmente son los partidos políticos los que definen las consignas y dictan contra quién tienen que pelear sus fanatizados correligionarios en las redes sociales. De hecho, resulta algo ridículo. No entiendo cómo algunos se dejan arrastrar a este tipo de peleas colectivas (y colectivistas) diseñadas desde el poder. Ni siquiera es algo muy nuestro. Como dice el columnista José F. Peláez la guerra cultural es propia de protestantes. Ahí tenemos los ejemplos de Juan Calvino en Ginebra, o la Kulturkampf (lucha cultural) de Otto von Bismarck, un intento de limitar la influencia de la Iglesia católica en el recién unificado Imperio alemán… O del mismísimo Donald Trump. También se podría añadir que la guerra cultural es propia de marxistas como Antonio Gramsci que desarrolló el concepto de «hegemonía cultural» o Mao Zedong con su Revolución cultural. No en vano, Karl Marx, al igual que su colega Friedrich Engels, nació en un contexto europeo donde el protestantismo había permeado significativamente en las estructuras sociales y económicas.
Con estos antecedentes, resulta curioso ver a ciertos sectores católicos conservadores —del entorno de VOX, sin ir más lejos— obsesionados con dar la batalla cultural. No reparan en que dar la batalla cultural es jugar en el terreno de la izquierda, con sus reglas, con sus códigos, con sus marcos mentales… De hoz y coz los conservadores se han metido a jugar una partida con el campo inclinado y el árbitro comprado. Y ahí la izquierda hiperventilada y victimista les va a ganar por goleada. ¿No sería mejor cambiar de estrategia? No lo sé. Tampoco me importa demasiado. A mí estas batallitas no me pueden dar más pereza. Si los políticos quieren ir a la guerra civil es su problema, pero que no nos arrastren al resto.