THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

La cultura, ese viejo invento

«¿No es chocante que tenga que hacerse en un lenguaje tan obtuso e incomprensible, inventado seguro en una oficina gubernamental?»

Opinión
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La cultura, ese viejo invento

Fachada Museo Reina Sofía.

Se ha dicho que la Historia la escriben siempre los vencedores y, hoy por hoy, los deconstructivistas son los vencedores, los que llevan la batuta de la Historia y el sentido de nuestra época. El feminismo, el revisionismo, la ideología deconstructiva y la descolonización son las motivaciones en la nueva programación de museos como el Reina Sofía, con la «performance» como medio de expresión omnipresente. Desde las esferas neomarxistas se
promueve la moda de reescribir la Historia para «trascender la imagen exotizante de los territorios
descolonizados».

Si estas nuevas exposiciones se están inaugurando para involucrar a los ciudadanos en el proceso deconstructivo, ¿no es chocante que tenga que hacerse en un lenguaje tan obtuso e incomprensible, inventado seguro en una oficina gubernamental? Todo esto remite a un mito burocrático o a un programa que se festeja a sí mismo en su propio lenguaje sin llegar a tocar un milímetro del corazón primitivo de la cultura. Es una cirugía cruenta y confusa que solo conduce a ponerlo todo perdido de sangre. Algunos sienten la tentación de convertir la cultura en un colosal distribuidor de recursos en el que hoy surge una oficina de cultura que coloca una suboficina de violencia machista y ésta, a su vez, contiene una suboficina de transporte sostenible con
perspectiva de género.

«El asentimiento unánime de esto que se llama extrañamente cultura queda corroborado por los artículos entusiastas de los juntaletras».

Aflora hoy un medievalismo de valores absolutos, si es que algún valor puede tener este carácter. El asentimiento unánime de esto que se llama extrañamente cultura queda corroborado por los artículos entusiastas de los juntaletras. Un microclima protege a la cultura de toda crítica, pero en cuanto uno se aparta un poco observa una curiosa revuelta de las mejores firmas que está circunscrita a la conversación privada, se expresa por cabeceos, murmullos, encogimientos de hombros y a veces osa llegar a la pulla irónica. Algunos no ocultamos la confusión ante estas cumbres abismales de la democratización y las modas culturales por Decreto, que han analizado autores como Marc Fumaroli en El Estado cultural o Czeslaw Milosz en La mente cautiva.

Dos libros que debemos tener a mano. En efecto, El pensamiento cautivo analiza el lento proceso de ceguera y entrega de los intelectuales a las «modas» del marxismo-leninismo a través de lo que denomina el Juego (el de concesiones y declaraciones externas de lealtad, de astucias y movimientos poco limpios en defensa de una ideología). Ahora bien, ¿qué influencia han tenido las intuiciones de Milosz o de Fumaroli sobre el clima cultural de las democracias modernas?

Absolutamente ninguna. Pensadores y culturetas de toda índole han prosperado e infectado el mundo exactamente como si éstos nunca hubieran escrito una línea. Ya nos recordó Sánchez Ferlosio, o quien fuera, que los socialistas actúan como si dijeran: «En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador». Esta injerencia en la cultura es tan escandalosa que a menudo tienen la necesitad de legitimarse o celebrarse comprando un museo. Anda una fuerte depuración de la Historia y la cosa avanza a medida que
los nuevos van teniendo más práctica y saben cómo manejarse, entre susurros, en las galerías de las modas identitarias. Es un clima suave y casi indoloro, en el que los stendhalianos se mueven con mucha cautela —si bien alguno de vez en cuando resulta purgado. A los purgados les llevaremos prosa, versos y bocadillos. La cultura contestataria, que no decaiga.

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