THE OBJECTIVE
Viento nuevo

Elisa y las grietas europeas

Europa se resquebraja, y como pegamento la propia Europa se inventa una señora, Elisa Ferreira, comisaria de Cohesión

Elisa y las grietas europeas

Elisa Ferreira, comisaria europea de Cohesión y Reformas desde 2019. | Alessandro Di Marco (Zuma Press)

Europa es, cada vez más, ese jarrón chino y enorme que, como los viejos ex presidentes gubernamentales, nadie sabe dónde ponerlos. Europa es esa señorona gorda, artrítica, obesa, ese monstruo de los poemas de Luis Alberto de Cuenca, por la calle Zurbano pensando en suicidarse o volver a follar sin goma. Europa se rompe, se resquebraja, y como pegamento la propia Europa se inventa una señora, Elisa Ferreira, comisaria de Cohesión, que tiene como misión esa, pegar las grietas. La luz entra por las grietas, dijo Leonard Cohen desde Hidra, donde solo comía fruta y queso de bola, mientras escuchaba la radio y leía a Lorca, porque sus derechos de autor de aquellas viejas novelas no le daban ni para papel higiénico. El arte es la brecha, dijo Duchamp, otra grieta, otro tajo, otro rapto. 

La comisaria del pegamento, decíamos, Ferreira, tiene las cosas claras: Europa se rompe desde dentro, sí, porque tras la pandemia hay un mogollón de débil mental que no sabe qué votar ni para qué. Los partidos estériles, votados por el mogollón, sensacionalistas y emocionales, viven de eso, agitar el avispero y encontrar diariamente al panoli ocasional. Elisa Ferreira (Oporto, 1955) es portuguesa y sabe de qué va  la alegría triste, la melancolía de estar feliz, la tristeza alegre, y por ahí todo recto. En los altos de Alfama, Lisboa, yo me curaba las depresiones mientras abría la boca y no hablaba con nadie. Allí, desde el mirador de los listos, uno era capaz de volar sin levantarse de la silla.

Ferreira entiende la violencia del discurso político: los enemigos de Europa desde dentro, sí, y los enemigos de Europa desde fuera, ambos con el altavoz desde las redes sociales, ambos desde una prensa sin dinero que vive del bulo. Ferreira sentencia: «El proyecto europeo no puede sobrevivir si no estamos en una posición de defender nuestros valores y poner límites a lo que es legítimo que se haga o diga». Lo más fácil ahora –hecha Europa- es mandarlo todo a tomar por el culo. El miedo es lo que obliga al personal –según Ferreira- a votar  a partidos estériles: el pobre pierde la esperanza de mejorar y el rico teme perder lo adquirido. Nadie se siente europeo. 

Europa, realmente, lo descubrimos con la venda puesta y las manos golosas, está manejada y esculpida por el miedo social. El extremismo es lo contrario de la política de cohesión, siempre quieren romper el cesto, el que sea, y el personal no se siente de ninguna parte, huérfano, olvidado, desconectado en la era de todas las conexiones. Europa, sospechamos, sigue perdiendo el tiempo a bocados, cada uno desde su terruño, mucho tema agotado: el clima, el feminismo, la salud, el envejecimiento, el precariado. Su propia destrucción es la demografía: el personal no tiene hijos porque no le da la gana. El club europeo, tan firme en los mapas y papeles de Elisa, tan guapo en los anagramas y las fotazas, cuando toca hablar por lo menudo, pasapalabra. Los ricos viejos no quieren saben nada de los pobres jóvenes y todos se pasan por el arco de triunfo cualquier regla de estricta proporcionalidad. ¿Los pobres deben recibir más? Claro, por supuesto, pero nadie paga. La perfecta burocracia europea permite todas las pausas, las demoras eternas, la bella vida lenta.

Europa reprograma. Europa reprograma constantemente, eso es muy divertido. Siempre hay alguien que pide por teléfono, alguien que no escucha, alguien que toma nota y, andando el tiempo, alguien que reprograma. Todo es muy divertido. Puntualmente, no paga ni dios, solo el ciudadano de a pie por la bolsa y de tomates y el pan candeal. ¿Le vino bien a Europa que Ucrania entrase en la jaula de las bolas navideñas? Gracias a ellos reprogramó, cuenta Ferreira, y sacó veintitrés mil millones de ala, de los que cuatro mil son ya para España. Trae cuenta esto de la reprogramación permanente, con mucho telefonazo al Fondo de Recuperación y Resiliencia, con mucho portazo, con mucho pipipi de estar comunicando, con mucha risa enlatada, con mucha carcajada ajena, con mucho chiste nacional bruto.

UE cerrará el bar cuando quede sin presupuesto, como los mejores casinos del mundo, donde todo el mundo vuelva a casa en el autobús de los canis, donde venía Raúl del Pozo silbando y Lola Flores con el espejito ocupado por lo blanco. Nadie se equivoque: nuestra salvación es y ha sido el club, con grietas y todo, porque si llegamos a unirnos a Latinoamérica o Hispanoamérica (tesis de Gustavo Bueno en España frente a Europa) seríamos un imperio, sí, pero de hambre, frío y ninguna cobertura. Milei, con insultos o sin ellos, tiene a un setenta por ciento de parias en la calle soplando las uñas mientras pega su jarrón roto, ya en el suelo y con apaños de toda índole, mientras reza.

La Europa agrietada solo puede salvarse si empieza a votar bien. Distinguir el populismo, barrer el populismo, a derecha e izquierda, y empezar a abrir los ojos drogados. Juan Manuel de Prada sostiene cómo la Europa del futuro es la de la gente que no vota: en el procés, un 47 %; en clave nacional, sobre el 30 %. Esos son los listos: a mí no me la das, a mí no me engañas, ya me sé todos los cuentos, por aquí el Mío Cid (y el dedo de la peineta erguido). El voto extremista, viene a decir Ferreira, acaba en la basura. Un club sin la unidad necesaria, una asamblea eterna de mil y uno vecinos, una asamblea horizontal «sine die» a base de riojas y birras, no sirve para nada. Elisa Ferreira, dueña del pegamento, amiga de todos los socialistas europeos, solo cree en seguir dándole vueltas al bien común. Esto no es un negocio. 

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