¡Malditos, malditos vecinos!
«Nadie te informa de los ruidos interiores, los vecinales, a mi entender más invasivos y más molestos»
Aprendí de muy joven un refrán árabe que nunca ha dejado de parecerme verdad indubitable: «El vecino antes que la casa y el caminante antes que el camino». Si te compras una casa agradable pero tu vecino monta en la suya una suerte de grosera discoteca particular, ¿qué haces? ¿han valido tus dineros? Si en un viaje tu acompañante ni habla ni se interesa por nada (o sólo por no perder de vista las cositas del móvil) ¿será, crees, un viaje placentero? Pero volvamos a la casa. Habrán notado que las agencias y aún los particulares, cuando venden un piso, se apresuran -y es normal- a hablar de los ruidos. Esta es una zona muy tranquila y, además, tiene dobles ventanas o nuevas de cristal muy grueso (más modernas), estará muy tranquilo. Todos hablan de los ruidos exteriores, que importan, pero nadie, absolutamente nadie te informa de los ruidos interiores, los vecinales, a mi entender más invasivos y más molestos. Al ruido exterior (coches, autobuses, incluso gritos sabatinos de peatones) te acostumbras, porque es un ruido pasajero e inconstante, no te gusta, pero se va. Cambia, no es la misma vaina. Pero el ruido interior -los vecinos viven a tu lado o encima, ¿cuál es peor?- es redundante, machacón, idéntico, todos los días y acaso muchas horas: Música a alto volumen, peleas de niños o de papás gritando, caminar por la casa como marcando el paso, chillidos, carreras, incluso cerrar la tapa del inodoro dejándola caer con furia, todo ello -y no soy exhaustivo- puede ser destructor.
Contaré algunos ejemplos, no necesariamente personales -voto a Zeus- pero todos muy bien constatados por amistades. Empiezo con uno histórico: el muy refinado y gran poeta Juan Ramón Jiménez, que vivió en casas buenas del madrileño barrio de Salamanca (tenía dinero) se cambió al menos una vez de casa, terrible mudanza incluida, porque tenía una vecina que tocaba mucho el piano. No se nos dice si bien o mal, pero horas. Juan Ramón -que quería concentración, silencio, soledad- ante el imposible de la señora, se marchó. No todo el mundo podría hacerlo. ¿Soluciones? Hoy existen unos audífonos que conectan el piano con tus oídos, y así puedes tocar incluso acentuando los agudos, sin que nadie lo oiga: sólo tú. Pero tal vez este delicioso aparatito no existiera en los tiempos -antes de la Guerra- de Juan Ramón. ¿Otra solución, si pensamos en personas de cierta cultura y buena crianza? Hablar. Exponer cada uno sus deseos y problemas y llegar a un acuerdo: Toque usted dos horas a mediodía -por ejemplo- y yo conforme. Todo acuerdo bien educado conlleva educada represión: Usted no puede usar el piano cuando le venga en gana (es el tema) pero cuando toque yo le prometo no hacer ruido ninguno, puesto que podría dar bastonazos contra su pared, como me contó una vez que hacía Álvaro Pombo, ante los incesantes chillidos de una niña pared por medio. ¿Por qué nadie habla de los ruidos y molestias de los vecinos? En casa de mi madre -todo buen nivel- los vecinos de arriba, se suponía que finos, pero eran muy toscos, dejaban que una niña recorriera corriendo y pisoteando el largo pasillo enmaderado. Nunca he dejado de maldecirlos. Nunca se avinieron a razones. A la postre, el problema se cerró por sí solo. Un amigo oía a las vecinas, mayores, de al lado de su casa, hablar con voz fuerte, con toda claridad. ¡Yo no quiero saber sus problemas, invaden mi intimidad! Es cierto. Quiso solucionarlo (mal) a golpes paredaños, hasta que descubrió un gran axioma: Ruido con ruido se quita. Ellas hablan como si estuviesen solas en el mundo y yo pongo -según el día- música clásica a suficiente volumen, ni más ni menos.
Existe en Alemania una sapientísima ley que obliga a los vecinos todos a ponerse zapatillas al entrar en casa. Muy bien, muy correcto. El vecino de abajo no tiene porqué oír -como una agresión- el taconeo triunfal de los tacones aguja de la de arriba, o de las botazas paramilitares de su bruto chaval. Si alguien pone la música muy alta, se debiera pedir que todos los vecinos del inmueble hicieran lo mismo otro día, y todos a la vez. Es de suponer que, ante semejante quilombo salvaje, el de la música alta primera, caería en cuenta de su barbaridad.
¿Bárbaros? Pues eso me temo, cada vez hay más y más felices de su animalidad. La convivencia (que implica mutuo respeto) sólo se consigue con concesiones, con pactos, comentados en la cordialidad. Ambos -o los tres- nos comprometemos a controlar los ruidos, y todos lo hacemos por igual. Así se puede vivir. Pero muchos españoles (excesivos) creen que viven solos con su manada en lo alto de una cumbre y que todo aullido o gruñido les está permitido… Horror. Civilización es convivencia serena, respeto, comunicación. Pero los hodiernos vecinos ya no hablan entre ellos, maldicen o rugen. Mala educación: el problema sustancial.