España, país del ruido
«Todos hablan a voces y en general, los más jóvenes (señoritas y señoritos) son más gritones»
Tuve trato hace años (está ya jubilada) con una gran hispanista francesa, Marie-Claire, no sólo muy culta y sabia sino adoradora de todo lo que fuera español, de Barcelona a Cádiz. Rendida a lo hispánico, sólo una cosa no le agradaba de nuestro país: el ruido. Según ella, nada más pasada la frontera, crecían los decibelios de las voces. No puedo sino darle razón, pero lamentablemente cada vez más. Dejo momentáneamente de lado nuestras patrias fiestas ruidosas (cuando no explosivas) desde los Sanfermines pamplonicas a las Fallas valencianas o las Hogueras alicantinas de San Juan. Y estas son muestras de otras muchas, menos nombradas, pero no menos ruidosas. La bulla anima al festejo, se dice, pero también molesta a muchos que por pudor o no agraviar la bandera, callan. Un amigo escritor de Pamplona -hace mucho que no lo veo- cuando llegaba la semana de San Fermín (ruido y vomitonas, decía él) se marchaba de su ciudad. Muchos no comulgan con ese concepto atronador de las fiestas, que el vulgar turismo masivo incrementa. Pero no se pretende abolir tradiciones, ni mucho menos, sino que alguna autoridad, con mano muy templada y benevolente, intentara moderar el conjunto. ¿Causa perdida? Ahora mismo, muy probablemente.
Pero vamos a lo cotidiano, no a una semana o semana y media anuales. Sólo en los restaurantes de lujo (en su sentido más clásico, creo que ya no existen) el silencio era una norma, porque parte importante del lujo es el confort, el sosiego, la tranquilidad. De igual manera la ausencia de niños pequeños que pueden chillar o corretear o dar la lata a otros comensales. No es culpa de los niños, obvio, sino de los papás. Detrás de niños descontrolados o maleducados siempre hay padres asilvestrados, toscos, de esos que creen -muy español- que todo les está permitido. La «gente» siempre son los demás. Me gustó el pasado verano en Fuerteventura llegar a un hotel, costa norte de la isla, donde un discreto dígito a la entrada avisaba sin alharacas: + 16. Ese hotel es sólo para mayores de 16 años, con lo que se pretende facilitar el relax y el descanso de quienes lo buscamos. Cuando yo era niño, y muy cuidado y querido, no iba a restaurantes y si alguna vez lo hice (según me contaba mamá, sorprendida por los nuevos ruidos infantiles) era con la extrema atención de los padres, incluso por si era necesario salir del local. Hay restaurantes hoy, y caros, donde es preciso rezar para que no te toque cerca una mesa de siete u ocho. El ruido y el trueno lo arrasarán todo, las voces de oso o de pájaro selvático de ellos y de ellas -las femeninas suelen ser más agudas- harán incómoda la comida de otros que (de nuevo) no se atreven a decir al maître que pida una voz más moderada.
Todos hablan a voces y en general, los más jóvenes (señoritas y señoritos) son más gritones. Iba a otro restaurante donde todos los martes comían unos excompañeros ingenieros jubilados. Gente bien y -cosa rara- con conversaciones cultas, pero ay, cuando aquellos ochentones se juntaban todos, comenzaban a gritar. Miré a uno seriamente y me pidió perdón. Pero todo siguió igual, y yo buscaba una mesa lejos de aquellos, y eran educados. Tal vez ocurría que al juntarse (antiguos compañeros de Facultad) pese a su edad ya alta, se sentían repentinamente adolescentes, y ahí comenzaba una bullanga que los superaba. Eran todos hombres. Pero si todas hubiesen sido mujeres (lo compruebo a menudo) hubiera sido igual. En la calle los que van hablando solos por el móvil, hablan alto o muy alto. Los que caminan discutiendo (ellos/ellas) pues ni se diga, acá toda discusión es sinónimo de griterío. Si la vecina recibe una visita, al abrir la puerta y hallar al familiar o a la amiga, emite un chillido jubiloso. Claro que el júbilo está muy justificado, pero el aullido no. Si en un bar, una o varias criaturitas saltan o prorrumpen en trinos de soprano-tenor (sus cuerdas vocales son filos) nadie dice nada, aunque molesten, y hasta los padres no sé si ingenuos o burdos, propenden a creer que la concurrencia del local estará maravillada de los trinos frenéticos de Adolfito o Martita. ¿Hay excepciones? Por supuesto, algunas, pero no llegan a crear escuela. Entre las generalizadas voces muy altas y muy seguras de sí, muy cerca, dos o tres personas hablan en un tono medio, que respeta…Pues el enorme grito español -y entran todas las autonomías- es ante todo egoísmo ciego y falta de respeto para con los demás. Como los coches que circulan con la música a mil…
¿Por qué no se educan en el colegio y la familia las voces? ¿Por qué no se explica que hablar con mesura, sobre ser elegante, respeta los derechos de los demás? ¿Es tan difícil cuando se chilla y se hace zambra en un lugar público y en las casas también, pedir suavemente que se baje la voz? Se puede ser feliz sin aullar. Discotecas insonorizadas, el que va ya sabe. Habrá que insonorizar los pisos -se debiera- y sobre todo educar en el respeto al próximo. Los gritos y el vocerío son principio o muestra de educación zafia.