La minoría más perseguida de España
«La misma presencia de las grandes empresas es demonizada desde el propio Gobierno»
Son menos de 6.000. Sin embargo, dan empleo a casi 7 millones de personas, crearon 2 de cada 3 nuevos puestos de trabajo privados durante los últimos cinco años, realizan el 90% de las exportaciones de mercancías, pagan el 85% de todo el Impuesto sobre Sociedades (más de € 30.000 millones anuales), ingresan más de € 80.000 millones anuales por cotizaciones sociales, invierten casi la totalidad del gasto privado en I+D, pagan los salarios más altos y tienen normalmente las mejores condiciones de trabajo. Además, mejoran la vida de toda la sociedad, ofreciendo cada día decenas de miles de artículos (alimentos, ropa, medicamentos, coches, libros, etc.) y servicios de todo tipo.
Esos menos de 6.000 son las grandes empresas que hay en España. La minoría más perseguida del país.
Perseguidas porque su misma presencia es demonizada desde el propio Gobierno («se están forrando con la inflación», «se hacen de oro a cuenta de la crisis»), que lejos de reconocer su contribución evidente al bienestar general, las considera, en el mejor de los casos, como vacas a ordeñar y, en el peor, como simples explotadores («capitalistas despiadados», «usureros, codiciosos»). «Vacas a ordeñar», como demuestran, por ejemplo, los impuestos «con nombre y apellido» a empresas energéticas y banca, la «tasa Google», el pago mínimo del 15% sobre beneficios o la cuota de «solidaridad» para los salarios más altos.
Perseguidas y coaccionadas, como cuando el Gobierno envió una carta a Ferrovial para intentar «disuadir» a la empresa del traslado de su sede social a Holanda y la acusó públicamente de «no estar comprometida» con España, cuando presiona a plataformas como Vinted o Wallapop para que le den información sobre usuarios, o cuando se acusa a Ouigo de hacer «dumping» por tener precios más bajos.
Perseguidas y puestas bajo sospecha, por caso, cuando se les exige un extemporáneo «informe de sostenibilidad» o cada vez que se plantea una gran operación empresarial, porque se parte de la base de la intención de las grandes empresas de querer fastidiar a los consumidores (como la frustrada fusión entre Iberia y Air Europa, o las condiciones impuestas a la fusión entre Orange y MásMóvil), o de que no atienden al interés general de España (como la compra del 9,9% de Telefónica por parte de inversores saudíes o cuando el Gobierno bloqueó la compra de Talgo por parte de inversores húngaros, o la de Abertis por parte de la italiana Atlantia).
El extraño caso de esta evidente persecución es que, con contadísimas excepciones, las grandes empresas parecen aceptarla con resignación. En lugar de responder a su persecución convirtiéndose en la vanguardia de la defensa de la libertad, la posición general parece ser la pasividad, esperando a que la cosa amaine por sí sola.
Pero eso no ocurre y la libertad sigue asediada. Porque cuando una parte de la libertad está amenazada, toda ella se resiente. No hay libertad de expresión por un lado, libertad de movimientos por otro y libertad empresarial por otro más. Hay una única libertad, perceptible bajo diferentes ángulos.
Esa renuncia a la batalla por defender la libertad implica una interpretación limitada de lo que en verdad significa la «responsabilidad social» corporativa. Algo que va mucho más allá de hacer obras de caridad, contribuir con la acción de alguna ONG o favorecer de diversos modos a grupos desfavorecidos. Todo eso solo tiene sentido en un entorno de libertad amplia y creciente.
Que no queden dudas. Pese a ese trágico y autodestructivo error estratégico y conceptual, no tengo la más mínima duda en posicionarme del lado de los perseguidos: las grandes empresas. Mucho más porque, en este 2025 que recién empieza, tendrán una nueva oportunidad de retomar ese liderazgo, en beneficio de toda la sociedad, no solo en cuestiones tecnológicas, laborales u organizativas, como ya hacen, sino también en la madre de todas ellas: la defensa de la libertad.