Cruz y delicia
«Para muchos ir al gimnasio y levantar pesas se ha vuelto un vicio, una necesidad cuya ausencia es pecado»

Hombre levantando pesas en el gimnasio. | Freepik
Los gimnasios son antiguos, sabios, respetables y un intento humano por mejorar la naturaleza. Pero su moda actual (excesiva a todas luces) conlleva no escasos peligros. «Gimnasio» es una voz de origen griego que, en el ámbito latino, podría decirse «ejercitatorio», un local destinado para la gimnasia (ejercicios atléticos) y en el mundo antiguo también para la enseñanza. Recordemos como Platón sitúa a Sócrates a la puerta del gimnasio para ver y conversar con el hermoso Cármides, que sale de ejercitarse y estudiar. Recordemos que «gymnós» significa en griego desnudo o desnudez y que el verbo «gymnazein» equivale a hacer ejercicio físico, básicamente desnudo. Esto tiene que ver no sólo con las actuales ropas gimnásticas cortas, sino con la idea de que el gimnasio mejora la belleza natural del cuerpo. Es bueno ir al gimnasio, pero ¿todos los días, no siendo un atleta profesional? Hace unos treinta años había gimnasios, claro es, pero ni la mitad de los que hay hoy en día. Para muchos y muchas, como para quienes creen en la comunión diaria, ir al gimnasio y levantar pesas, se ha vuelto un vicio, una necesidad cuya ausencia es pecado, una locura por «construir un cuerpo», que se va volviendo más bello y más definido, pero, asimismo -con el tiempo, con la suma de años en el que practica- una mole cárnica, con bíceps y femorales tremendos que (fuera de la estricta dedicación culturista) producen un cuerpo brutal, tosco y muy a menudo feo.
La práctica mesurada del gimnasio y sus artes produce belleza en los jóvenes y salud o buen tono vital en los viejos o mayores, pero el exceso de ejercicios, el afán de aumentar el número de kilos que se levantan, hasta que los músculos parece que van a estallar (esto lo fomentan muy a menudo los propios monitores de cada gimnasio, que incluso alientan el consumo de esteroides) da por resultado -a mi entender- cuerpos desproporcionados y a veces incluso grotescos, salvo para gustos comunes muy definidos. Hay jóvenes pletóricos de dicha al verse en el gimnasio con 20 años, digamos, y que apenas se reconocen en el hombre superhercúleo y un tanto bestial, con apenas 25. Convertirse en el Hermes de Praxíteles o en el David miguelangelesco (aunque no esté al alcance natural de todos) es hermoso sin duda, pero devenir en el llamado Hércules Farnesio -Museo de Nápoles- todo un perfecto ensamblaje de enormes musculaturas, es otro concepto de la belleza, para pocos, y piénsese que hoy hay quienes aún intentan superar incluso ese modelo.
Hace unos años, conocí a un chico brasileño muy guapo (acaso no muy alto, y eso cuenta) de unos veintitantos años, que trabajaba con otros similares como streaper en un lugar de «despedidas de soltera» -los chicos terminaban brevemente desnudos- práctica de la que hoy, me parece, se habla mucho menos. ¿Continúa? Por su profesión, Marco de Sâo Paulo tenía que tener un cuerpo bien definido y al punto, que se unía a su belleza. El joven necesitaba el gimnasio («gym» en el invasivo inglés) pero además se aficionó al lugar, a sus máquinas, espalderas y aparatos. Un día, algo después, lo vi en bañador, y me di cuenta de que la tetilla que corona el pectoral, en su mucha musculatura, estaba justo debajo de la axila. Se lo hice notar y me aseguró que tenía cita médica. El exceso de pesas y volúmenes, ejercitados a diario, había llegado a desplazar el pectoral de Marco. Tuvo que ser operado para recolocar el músculo (no hacer nada hubiera concluido siendo muy peligroso) y de resultas de unas cosas y otras, el doctor decretó el final de la vida gimnástica del brasileño que retornó a su país. Leves y suaves ejercicios, como mucho.
A buen seguro me he referido a un caso extremo y acaso de mala suerte. Pero en lo que no he exagerado es en el número de cuerpos (veo más masculinos) que concluyen feos y destruidos por el gimnasio. Acudieron a él buscando esplendor y terminan con músculos gigantes o caídos, pues no hay marcha atrás. Lo que comenzó como anhelo de salud, equilibrio y cuerpo de tentaciones, a causa del exceso, del querer más y más y de la propia acción mutante o destructora del Tiempo, termina en un relativo escombro con brillos de aceite. Un monje medieval escribió: «Tempus flagellum Dei», el Tiempo es el flagelo de Dios. Es decir, el Creador castiga a su criatura con el mero discurrir del Tiempo. Nos destruye a todos, pero si los gimnastas inicialmente parecen salvarse en una hermosa plenitud, algo más adelante podría decirse que su castigo es peor. Asemejan más machacados y hundidos. También se dice (y es pura verdad general) que el cuerpo humano primero crece, luego se ensancha y finalmente se derrumba, cae. Estas cosas ningún chico que comienza a ir al gym y observa en el espejo sus primeros y jóvenes esplendores las tiene en cuenta, en realidad no las cree -como no siente qué es la vejez- pero poco les importa eso a los tenaces fantasmas del gimnasio, que simplemente esperan. No, no estoy en absoluto contra el gimnasio, me gustan sus frutos, pero sí estoy contra la moda trivial de las pesas y la carrera, sí estoy contra ese afeador y voluminoso exceso. ¡Cuidado!