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Opinión

La deriva autoritaria del Tribunal Constitucional

«Hemos pasado de que el Tribunal Constitucional considerase que no se pueden suspender los derechos fundamentales con el estado de alarma a que puedan suspenderse incluso sin él»

La deriva autoritaria del Tribunal Constitucional

Vista de la fachada del Tribunal Constitucional. | Europa Press

En estos días en que es posible que la Audiencia Provincial de Sevilla acuda a Europa a preguntar si nuestro TC está actuando en contra de principios elementales del Derecho europeo -en suma, del Derecho-, resulta conveniente fijar la atención en la sentencia nº 136, de 6 de diciembre de 2024, para entender hasta qué punto el TC ha acometido una labor de socavamiento de principios y garantías que nos protegen a todos.

La sentencia de 6 de diciembre de 2024, que resuelve un recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra una ley gallega de salud, afirma paladinamente que «salus populi suprema lex est». Que la salud del pueblo sea la suprema ley. Una máxima latina que, aunque de origen ciceroniano, es actualmente utilizada, por ejemplo, por el partido flamenco de ultraderecha Vlaams Belang y fue empleada por Thomas Hobbes en su Leviatán para justificar la necesidad de un Estado fuerte y absoluto que garantizara el orden y la seguridad de la sociedad. Viniendo de un Tribunal que tiene como una de sus funciones esenciales el amparo de los derechos individuales, el uso de este brocardo resulta no solo paradójico, sino inquietante. Y no nos consolemos con el hecho de que la máxima también hizo carrera entre algunos autores liberales, porque los tiros de la resolución del TC no van precisamente por ahí.

Esta sentencia, para empezar, presenta interesantes novedades de tipo procesal. Por ejemplo, siendo una sentencia que establece doctrina sobre los estados de alarma, resulta que está redactada por un ministro del Gobierno que decretó el estado de alarma. Una deformidad típica de los altos niveles de contaminación que afectan a nuestro ecosistema institucional. Además, siendo, como digo, una sentencia que establece doctrina sobre los estados de alarma, resulta que responde a una demanda en la que no se discutía nada relativo a ningún estado de alarma. El TC aplica aquí otra máxima clásica, en este caso la de que por Valladolid pasa el Pisuerga, cosa ciertamente innegable. Por último, siendo, insisto, una sentencia que establece doctrina sobre los estados de alarma y que enmienda lo dicho al respecto en una sentencia anterior, parece que se dictó sin la debida deliberación, o, al menos, uno de los votos particulares dice que «Si ha de revisarse la doctrina de la STC 148/2021, esa revisión deberá hacerse tras una deliberación en que se pongan de manifiesto todos los puntos de vista». Y es que dos no discuten si uno no quiere.

Pero dejemos de lado estas minucias. La lectura de la sentencia depara sorpresas mucho más sabrosas, y avanzar por su texto equivale a avanzar por un pasadizo oscuro con la antorcha a punto de extinguirse por falta de oxígeno.

Nos descubre el TC que un derecho puede ser limitado absolutamente en su contenido (por ejemplo, prohibiendo a los ciudadanos salir a la calle durante más de un mes) sin que ello equivalga a una suspensión del derecho. Aunque la medida incluya «restricciones de altísima intensidad», solo será una suspensión cuando el poder que la decreta así lo diga. Estos vistosos juegos de manos ontológicos liberan al poder político, en suma, del engorro de decretar los estados de excepción o sitio para suspender derechos, que es lo que reclama la Constitución. Eso sí, dice el TC, la medida deberá respetar el contenido esencial del derecho. Pero no se nos aclara cómo es posible semejante magia, a saber, que respete el contenido esencial del derecho una medida que lo limita radicalmente. Para entenderlo sería preciso entrar en el mareante juego de espejos verbales marca de la casa, cosa que no recomiendo a quien quiera mantener un mínimo equilibrio intelectual.

«El TC considera que los derechos fundamentales se pueden suspender por mero estado de alarma»

No terminan aquí las sorpresas. Una de las razones por las que el TC considera que deben tolerarse, sin necesidad del estado de excepción o sitio, limitaciones de derechos materialmente indistinguibles de la suspensión, es la siguiente: «La realidad práctica, que este tribunal no puede ignorar sin incurrir en una abstracta e inservible jurisprudencia de conceptos, muestra que son posibles restricciones de altísima intensidad, por razones de salud pública, en los derechos fundamentales, sean estos susceptibles o no de ser suspendidos al amparo del art. 55.1 CE». Pocas veces nos ha sido posible contemplar el espectáculo de un tribunal expresando de manera tan cruda que el «ser» -la realidad práctica- debe llevarse por delante sin contemplaciones el «deber ser», relegado a la ridícula categoría de «abstracta e inservible jurisprudencia de conceptos», cualquier cosa que eso sea exactamente. Ya Carl Schmitt, jurista señero de Tercer Reich, nos enseñó que la situación de estado de excepción es un fenómeno irreductible a normas jurídicas -¿para qué las queremos, teniendo «realidades prácticas»?-, y que no es simplemente uno de los estados de emergencia previstos en las constituciones, sino un concepto general que atribuye al soberano una ilimitada capacidad para decretar la suspensión del orden vigente.

El TC, ciertamente emborrachado de realidades prácticas, considera, pues, que los derechos fundamentales se pueden suspender -o, en fin, o, en fin, según la especiosa terminología del TC, ser constreñidos por «restricciones de altísima intensidad»- por mero estado de alarma. Pero también sin él. Una simple Ley Orgánica puede también hacerlo, siempre, desde luego, que no utilice el término «suspensión». Y no se ve muy bien por qué, llegados a este punto, vaya a haber interés alguno utilizar dicho término. Hemos pasado, pues, de que el TC considerase que no se pueden suspender derechos con el estado de alarma, a que puedan suspenderse incluso sin él.

Es importante recordar que todo esto no se declara por el TC para ser aplicado solo al supuesto de «enfermos contagiosos y personas que hayan estado en contacto con ellos», como ya es posible con la vigente regulación, sino para la población en general. Que es la que de verdad interesa a cualquier gobernante para el que la democracia haya empezado a pasar de moda.

Ya en estas lides, el TC se permite también dejar caer que la ley puede establecer la vacunación obligatoria, y, de paso, aclara que el concepto de vacuna puede incluir «preparados de contenido variable». No podrá decirse que el TC no deje las cosas atadas y bien atadas.

«El TC ha engordado tanto artículo 43 CE que resulta ahora capaz de aplastar con su peso los derechos fundamentales»

Todo este amplio catálogo de posibilidades que el TC ofrece al gobernante español para poner en solfa los derechos fundamentales dimana, a su juicio, del texto del artículo 43 CE, que encomienda al poder público la tutela de la salud pública mediante medidas preventivas. Este precepto recoge un simple «principio rector de la política social y económica», pero en manos del TC ha engordado tanto que resulta ahora capaz de aplastar con su peso a los derechos fundamentales y las libertades públicas incluso en el régimen ordinario de las leyes.

Ahora bien, como señala agudamente Vicente Álvarez García, el concepto romano de «salus populi» no se limita al aspecto sanitario, sino que se refiere más bien a la salvación del Estado. De modo que, aplicando la doctrina de esta sentencia a cualquier fin de interés general constitucionalmente legítimo – sin ir más lejos, por ejemplo, la seguridad pública- podría darse lugar a idéntica limitación de derechos.

No cabe duda de que ha empezado la época de rebajas para los derechos fundamentales de los españoles.

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