Las ovejas negras de las familias reales forman rebaño en Oriente
«Gracias a su amistad con el rey de Baréin, Andrés de York emprenderá un exilio dorado siguiendo la estela del emérito»

El príncipe Andrés, duque de York. | Andrew Mccaren (Zuma Press)
Isabel II tenía muy buen ojo para calar a los líderes políticos con los que le tocó lidiar durante su largo reinado, pero su intuición falló estrepitosamente en lo referente a su propia familia. Su graciosa majestad siempre mostró debilidad por Andrés, su ojito derecho, al que mimó mientras sacrificó a su heredero, ahora coronado como Carlos III, dejándolo en manos de un padre estricto que no mostró hacia su hijo ninguna prueba de amor, por mucho que lo necesitara aquel muchacho que pasó su adolescencia en internados militares, sometido a una férrea disciplina que solo Camila ha sabido reconducir hacia algo parecido a la felicidad. Así, cuanta mayor era la contención que padecía el primogénito, más libertad y caprichos se le concedían al benjamín de los Windsor. Y al final, mientras uno lleva el peso de, el otro carga ahora con las espinas de una vida trufada de escándalos que van de mal en peor.
Esta semana nos hemos topado con uno de esos titulares sensacionalistas que, la verdad sea dicha, vender, vende: «La mujer que denunció al príncipe Andrés por abusos sexuales asegura que le quedan cuatro días de vida tras ser atropellada». Si es que la historia lo tiene todo para ser pasto de un guionista turco: poder, corrupción, sexo y asesinatos. Virginia Roberts (antes Giuffre) es la protagonista de este terrible suceso que vuelve a colocar al hermano del rey de Inglaterra en el ojo del huracán. Y como en estos tiempos nada existe si no hay documento gráfico en redes sociales, la mujer que aseguró haber sido víctima de una red de trata sexual liderada por Jeffrey Epstein y violada por el príncipe Andrés en tres ocasiones, ha colgado una foto de su rostro magullado y su cuerpo tendido en la cama del hospital a la espera de una muerte segura.
Al parecer, fue atropellada por un autobús: «he entrado en insuficiencia renal, me han dado cuatro días de vida, me han trasladado a un centro especializado en urología. Estoy lista para marcharme». Como comprenderán, saltaron todas las alarmas y los conspiranoicos iniciaron el pertinente trámite para atar cabos entre el percance y alguna mano negra de Buckingham Palace. Como si no bastara con la que se montó con el accidente que costó la vida a Lady Di en París, se sumaba otro fatídico percance que quitaba de en medio a una molesta testigo (léase víctima) de un suceso que no llegó a los tribunales gracias a un millonario acuerdo entre las partes. Al parecer, la friolera de 15 millones costó un silencio que, ahora sí, sería definitivo.
Sin embargo, ni la prensa ni la policía australiana tienen pruebas de que dicho accidente ocurriera. Tampoco hay parte médico que certifique la veracidad del diagnóstico: ¿habrá muerto ya cuando se publique esta columna o aparecerá un milagroso curandero que desdiga el infeliz final? Que sea un intento de añadir otra muesca al dilatado currículo siniestro del príncipe Andrés o solo una manera de llamar la atención (al parecer, la susodicha está en pleno conflicto familiar con sus hijas, a las que no ve desde hace tiempo), lo cierto es que la noticia confirma que los Windsor, por mucho que hayan intentado esconder la mierda debajo de una alfombra de millones de euros, tienen que asumir que al final deja escapar su olor, porque la mierda sigue ahí aunque no podamos verla.
El fantasma de los delitos cometidos por el duque de York sobrevuela cualquier aparición que haga en público, cualquier intento de iniciar una nueva será cuestionado. El 13 de enero de 2022, obligada por los acontecimientos, su madre le despojó del tratamiento de «alteza real» y se le retiraron todos los títulos militares y patrocinios reales. Lo hizo a unos meses de fallecer y fue una decisión dolorosa para ella. El gesto permitió a la Casa Real esquivar el golpe mortal, dejándolo en herida supurante.
Por si fuera poco, en un intento de amasar una fortuna con la que mantener un tren de vida al que no llega ni de coña con su pensión de 24.000 euros, el príncipe Andrés acabó asociándose con un espía chino que vino a confirmar que el círculo de conocidos del personaje no podía resultar más tóxico. Sin ingresos, con la seguridad privada recortada por orden de su hermano, no le queda otra que buscarse las lentejas allí donde sobran, en Oriente Medio. Gracias a su amistad con el rey de Baréin, Hamad bin Isa Al Khalifa, emprenderá un exilio dorado siguiendo la estela del emérito en Abu Dabi, al que visitan sus hijas las infantas y sus nietos cuando, como Froilán, han hecho una trastada y conviene ocultarlo de la prensa del corazón. Sin derechos humanos, pero con muchos petrodólares para comprar la paz interior en mansiones monumentales, así es el refugio dorado de las ovejas negras de la realeza.