Ya no disimula: Sánchez pretende deshacerse del Rey
Relación de los últimos ninguneos sufridos por el Monarca

Pedro Sánchez durante el desfile de las Fuerzas Armadas con motivo de la Fiesta Nacional en Madrid. | Chema Moya (EFE)
Había que contemplar este pasado domingo la soledad del Rey en un rincón del Palacio Real. Se dirá que era como en otras ocasiones: el Monarca por un lado, el Gobierno por otro. No es verdad: es la primera vez que a Felipe VI –¡qué decir de su padre!– se le hacen feos sucesivos en la Fiesta Nacional de la Hispanidad, que así debería llamarse en lo sucesivo por más que en Sudamérica moleste a bufones sanguinarios, tipo Maduro, o antiguos asesinos del jaez del terrorista colombiano Petro, los amigos íntimos del jefe del Gobierno español y de toda su cuadrilla marxista-leninista.
Empecemos por los prolegómenos del Desfile: contraviniendo un protocolo inexcusable, el individuo que aún okupa la Presidencia apareció por Neptuno mucho más tarde de lo que le correspondía. La estrategia ya es antigua: guarecerse bajo el paraguas de los Reyes para sufrir menos el rechazo de las gentes contra su persona. Pero la cosa no quedó ahí: minutos más tarde, con nuestro Himno Nacional tocando a todo volumen, Sánchez se colocó a duras penas en el lugar que se le tenía asignado y se dispuso a tolerar una música que no va con él; la suya es el horrendo Himno de Riego de los republicanos.
Soportó la escucha con las piernas abiertas como si fuera un jugador de fútbol de Beasáin oyendo la partitura de su pueblo, probablemente gentil con lo que representa Bildu y su reala. La imagen, poco glosada, era la representación por sí misma de una falta de respeto imponente, incompatible con la de un responsable político cualquiera. Si esa posición Sánchez la hubiera mantenido en un cuartel durante un Servicio Militar que él no hizo porque se escurrió como un fugitivo del caqui, se hubiera pasado un buen tiempo en el calabozo, la cárcel militar escasamente parecida a la civil, la que, de una forma ya nada hipotética, se presume para él si, por la gracia de Dios un día abandona la Moncloa.
Los sucesivos desprecios no terminaron ahí: se pasó buena parte del Desfile de nuestras tropas jugueteando con su teléfono, probablemente esperando que a esa hora no se desplegara públicamente ninguna otra fechoría de su señora. Salió huyendo después de la tribuna oficial, intentó de nuevo taparse bajo la sombra reducida de la ministra de Defensa (¡qué hace la magistrada Robles todavía en ese Gobierno de truhanes!) para aminorar las voces que le demostraban el desdén absoluto que destila su triste figura cada día más parecida –tal y como rezaban los antiguos tomos de Anatomía– a la de un leptosomático. O sea, un sujeto enflaquecido, que no delgado, probablemente azotado por alguna desgraciada patología.
Acabó Sánchez con el viacrucis de La Castellana y se largó como alma que lleva el diablo al Palacio Real, donde estuvo sólo los minutos precisos para saludar levemente a toda la Familia Real y marcharse con viento fresco para, dijo solemnemente el ministro de no se sabe qué, Óscar López, a «preparar su estancia en Egipto». Es decir, su papel de figurante en la firma de los acuerdos de paz trufados por su peor enemigo, el presidente norteamericano Donald Trump.
Dejó al Rey solo frente a la común tribu de meretrices que lucen normalmente sus mejores galas en el Palacio Real y que pretenden todos los años usurpar al Rey para compartir con él cualquier menudencia bobalicona. Cuando estas damas le dejaron en paz este domingo, se acercó otra facción, la de los pelotas que tienen como única misión presumir ante sus amigos de que han «estado compartiendo una conversación larga y comprometida con el Rey». Mentira.
Tras estos dos asaltos, Felipe VI tuvo la oportunidad el domingo de hacer todo lo que su jefe de Gobierno no quiso cumplimentar: departir unos minutos con los periodistas que normalmente tienen muy pocas oportunidades para charlar con el jefe del Estado. Habló el Rey con el cotilleo informativo de pequeñeces más o menos intrascendentes, por ejemplo, de la estancia de la Princesa Leonor en la Academia de San Javier, y en un momento final no tuvo otro remedio que atender la pregunta de si, por fin, iba a felicitar a la Premio Nobel de la Paz, Corina Machado. Felipe VI dudó un poco, pero los presentes pudieron entrever que tenía pendiente el trámite y que lo pensaba efectuar en las próximas horas.
Cualquiera de los periodistas que pululaban por los alrededores concluyó con que el Rey aguardaba a que algún representante de su Gobierno ofreciera a Machado su presunta felicidad por la decisión de la Academia de Oslo. Corina aún está esperando ese momento. La interpretación del incidente es clara: una vez más el Rey se ha tenido que someter a los dictados de su Gobierno republicano; como decía en esta fecha del 12 de octubre y en el Palacio Real un antiguo ministro de esta Corona: «Al Rey le tienen atado de pies y manos». Más directamente le están poniendo tan bajo, tan bajo, a pesar de su gran estatura, que un día no se le va a ver, que es el objetivo indeseable que pretende cumplir este gobernante abyecto que nos ha tocado sufrir.
Trata de ir desgastando la última institución que le queda por asaltar, para hacerla, primero, discutible y, segundo, prescindible. ¿Cómo lograr lo primero? Fácil: ensayando la jugada de que el Rey curse actividades que a gran parte del país les resultan inconvenientes. Por ejemplo, ese viaje a China para compartir amistad con el autócrata de los ojos rasgados, Xi Jinping, un socio del gran Stalin de nuestros días, el dictador ruso Putin. ¿Qué pinta el Rey en Pekín? Pues administrar más o menos los desechos que Sánchez le cede mal que bien.
Estamos ante un proceso de degradación planeado partido a partido, convirtiendo al Rey en un peón utilizable sólo como ayuda de cámara del jefe del Gobierno. El papel de Felipe VI ahora mismo no es difícil; es imposible. Nunca hasta ahora había tenido que cohabitar, no ya con un presidente que no le quiere; no, más bien con un presidente que quiere expulsar del Trono. Los sucesivos ninguneos al Monarca buscan menoscabar su prestigio, convertirlo en un personaje evitable en el proyecto que Sánchez pretende llevar al Gobierno mundial de la izquierda más rabiosa, incompatible con la Monarquía constitucional. Sánchez ya no está en desairar al Rey, que también: está en deshacerse de Él. De ahí todos sus ninguneos que en este pasado fin de semana han sido descomunales. La pregunta es. ¿Se está dando cuenta el gentío de esta realidad? Pues no: aún estamos en la fase estúpida del «No se atreverá a eso»? Pues sí, se atreverá, se atreve: es una piraña en un bidé.