El cierre del Museo del Prado
Guerra, pandemia y catástrofe han sido las causas de los tres cierres históricos. La cena de la OTAN de Pedro Sánchez no tiene precedentes
Un solitario Junkers JU52, que en realidad era un avión de transporte, sobrevoló Madrid en la noche del 27 al 28 de agosto de 1936 y lanzó unas cuantas bombas sobre el Ministerio de la Guerra. La Guerra Civil acababa de empezar y todavía se combatía con medios artesanales, aquel modesto bombardeo no tenía nada que ver con lo que vendría luego, pero el Ministerio de la Guerra, antiguo palacio de los duques de Alba, estaba en Cibeles, donde empieza el Paseo del Prado, y en el Paseo del Prado estaba también el Museo que lleva ese nombre.
De pronto saltaron las alarmas y se decidió cerrar al público el Museo del Prado, a la vez que se colocaban las obras más importantes en los lugares más seguros. Además se hicieron ciertas obras para proteger el edificio, de lo que se encargaron dos estrellas de la arquitectura madrileña, Vaamonde y Muguruza, que eran la encarnación de la paradoja de la Guerra Civil. Vaamonde, nieto de un conde, era republicano y se encargaría del famoso Pabellón de la República en la Exposición Internacional de París de 1937, para el que Picasso pintó el Guernica; terminó en el exilio. Muguruza, un artífice de la Gran Vía, era de derechas y sería «el arquitecto de Franco», el creador del Valle de los Caídos.
No obstante, según informó el director en funciones del Prado, Sánchez Cantón, «las obras de protección se proyectaron de escasa monta y de reducido coste por la esperanza de que el edificio no había de sufrir un ataque directo destructor». Se suponía que por muy malo que fuese el enemigo no iba a atentar contra el bien más preciado del Patrimonio Nacional. Esto era cierto o no, según quién cuente la historia posterior, porque el caso es que el 16 de noviembre cayeron bombas sobre el Museo.
El arquitecto Vaamonde daría la versión de la izquierda, dijo que había visto caer varias bombas incendiarias sobre los tejados del edificio, pero los celadores del Museo dijeron que «habían apagado numerosas bengalas», no bombas. Los daños fueron reducidos, se rompieron algunas vidrieras, se deterioraron persianas y reventó una subida de agua. Entre las obras de arte hubo una víctima, pero de poca importancia: un pequeño relieve de mármol atribuido a un artista renacentista casi desconocido «el Banbaia». Se había caído al suelo y se había desportillado.
Se suponía que por muy malo que fuese el enemigo no iba a atentar contra el bien más preciado del Patrimonio Nacional
De todas maneras este incidente sería un argumento a favor de la evacuación de las pinturas, una polémica que se había planteado unos días antes del bombardeo, cuando el 6 de noviembre de 1936 el Gobierno republicano presidido por el socialista Largo Caballero decidió abandonar Madrid y trasladarse a Valencia. La desbandada se debía a que los franquistas habían llegado a las puertas de Madrid y se temía que la capital cayera rápidamente en sus manos. La Historia nos dice que no fue así: la resistencia de las fuerzas republicanas, apoyadas por las Brigadas Internacionales y por columnas de milicianos venidas de otras partes, sostuvo el asedio de Madrid durante tres años, y dejó en evidencia a Largo Caballero y Azaña por su precipitada retirada de la capital, pero esa es otra historia.
La idea de sacar de Madrid las obras de arte del Prado –junto a otras de diversas instituciones- fue cosa de un joven pintor valenciano, Josep Renau, que había sido nombrado director general de Bellas Artes un mes antes. Renau era algo más que un artista de izquierdas, era un especialista en propaganda del Partido Comunista. Él fue el autor de los mejores carteles para movilizar a los partidarios de la República que se hicieron en la Guerra Civil, y posteriormente, ya exiliado, desarrollaría el arte del «fotomontaje», una especie de collages muy impactantes, que denunciaban los «crímenes del imperialismo» norteamericano. Como experto en agitprop (el término inventado por los bolcheviques para la agitación y propaganda por el arte), Renau vio la carga política que tenía convertir a las Meninas en fugitivas del terror fascista. La idea de que como era valenciano quería llevar el Museo del Prado a Valencia es anecdótica. De hecho, haría viajar las pinturas mucho más lejos, hasta Suiza, convirtiéndolas así en exiladas políticas.
La oposición del director
Frente a las razones ideológicas de Renau se alzó el criterio científico del director del Prado. Francisco Javier Sánchez Cantón tenía un perfil muy diferente al de Renau, era un académico de prestigio –sería catedrático, decano y vicerrector de la Universidad Complutense- y un «hombre del Prado». Había empezado a trabajar en el Museo en 1913, con 24 años, y seguiría haciéndolo durante 55 años, los últimos como director titular. En 1922 fue nombrado subdirector, pero desde la proclamación de la República en 1931 había ejercido de director en funciones, por la ausencia de las figuras públicas que el gobierno nombraba para ese puesto.
El último «director ausente» era Picasso, nombrado por el presidente Azaña cuando ya había empezado la Guerra Civil. El artista no estaba dispuesto a cambiar su vida en París por los sinsabores y riesgos de la guerra en España, y ni siquiera tomó posesión del puesto. Sánchez Cantón era por tanto la máxima autoridad en el Museo, pero no tenía ningún respaldo político. Contaba en cambio con el de los conservadores del Prado, que emitieron dictámenes técnicos desaconsejando que viajasen las grandes pinturas. El criterio de los expertos era que resultaba más peligroso un viaje en las condiciones en que iba a hacerse, que mantener las pinturas en Madrid bien protegidas en refugios. Así se haría con otro museo de la capital, no tan importante como el Prado pero muy valioso, el Lázaro Galdeano, que se mantuvo durante toda la guerra en su palacete sin sufrir ningún daño.
En cambio, la soberbia colección de la Casa de Alba sí estuvo en auténtico peligro. El Palacio de Liria, mansión de los Alba, había sido ocupado por la milicias del Partido Comunista, lo que impidió que fuese saqueado, pero el edificio estaba en la calle de la Princesa, muy cerca del frente, y el 17 de noviembre fue bombardeado y se incendió. Aunque todos los cuadros y el mobiliario fueron salvados por la servidumbre y los milicianos, que los sacaron al jardín, el incidente sirvió para respaldar la opinión de evacuar el Prado. De hecho la colección Alba acompañaría en su éxodo a los cuadros del Prado, la Academia de Bellas Artes o Patrimonio Nacional.
Como se temía Sánchez Cantón, la evacuación fue muy arriesgada. No había medios adecuados, ni de transporte ni de embalaje, los cuadros más grandes no cabían en los camiones, como se ve en las fotografías de la época (obsérvese la que publicamos en estas páginas). Al pasar por Benicarló esas grandes pinturas chocaron contra un balcón que se derrumbó, causando graves daños a una obra tan emblemática como la Carga de los Mamelucos en la Puerta del Sol, de Goya. Aun así se puede considerar que hubo suerte, y al terminar la Guerra Civil el nuevo gobierno español consiguió repatriar las pinturas que estaban en Ginebra, que todavía se enfrentaron al riesgo de atravesar Francia cuando ya había comenzado la Segunda Guerra Mundial.
El Prado fugitivo regresó a Madrid en octubre de 1939, y el Museo pudo volver a abrir sus puertas. Desde entonces sólo se ha cerrado por el confinamiento de la pandemia, la catástrofe atmosférica Filomena y la cena de Pedro Sánchez.