El trastorno afectivo estacional, la tristeza que pasa a ser un problema psicológico
En la mayoría de los casos, la tristeza invernal no supone un problema, pero un porcentaje no desdeñable de la población sufre este trastorno,
Seguramente conoce a alguien que, año tras año, en cuanto llega el otoño y los días se hacen más cortos, comienza a desanimarse. O quizás le suceda a usted. Esto es algo totalmente normal, ya que el cambio estacional implica también alteraciones en nuestro organismo.
En la mayoría de los casos no supone un problema, pero un porcentaje no desdeñable de la población sufre el llamado trastorno afectivo estacional (TAE). Esto ya son palabras mayores, ya que implica un diagnóstico clínico. En los casos más leves también se conoce como winter blues, que podía traducirse como «tristeza invernal» y se considera un subsíndrome.
Pero ¿qué es exactamente el TAE? ¿Tiene tratamiento? ¿Se puede prevenir? Veamos qué dice la ciencia sobre esto.
Cuándo podemos saber si padecemos TAE
El TAE implica alteraciones en el estado de ánimo que aparecen en un periodo determinado del año (generalmente durante el otoño-invierno), y que remiten también en un momento específico, que suele ser la primavera.
Aunque los episodios afectivos estacionales se pueden dar también en otro tipo de trastornos, sus síntomas más frecuentes son similares a los de una depresión. Los afectados suelen experimentar estado de ánimo bajo, hipersomnia –exceso de somnolencia– y un incremento del apetito.
Se estima que este problema puede afectar hasta al 10% de la población, si bien las tasas varían entre estudios, países (parece que la incidencia es sensiblemente mayor en EE UU que en Europa) y en función de los criterios diagnósticos empleados. Lo que sí está claro es que las mujeres tienen más papeletas para sufrirlo.
¿Por qué se produce?
Todavía no tenemos una respuesta única a esta pregunta, pero una de las principales hipótesis nace precisamente en la estacionalidad del trastorno. El TAE sigue un patrón rítmico, ya que aparece a intervalos regulares marcados por el cambio de estación.
Dado que dicha estacionalidad es tanto un criterio imprescindible para el diagnóstico como un desencadenante del problema, detengámonos un momento a examinar la influencia que tienen los cambios que se producen en nuestro entorno sobre nuestra salud.
La importancia de los ritmos biológicos
Los ritmos biológicos están muy presentes en la naturaleza y, por tanto, también en el ser humano. Si nos paramos a pensar encontraremos varios ejemplos de fenómenos rítmicos a nuestro alrededor (el cambio entre el día y la noche o las mareas) y en nosotros mismos (la frecuencia cardíaca, la menstruación de las mujeres o el ritmo de sueño-vigilia).
Para mantener estas cadencias y estar sincronizados con nuestro entorno, contamos con sistemas que miden el paso del tiempo y se calibran mediante señales ambientales. La señal más importante para nosotros es el ciclo de luz-oscuridad, que sigue un ritmo circadiano (es decir, un ciclo de 24 horas). Dichas pautas influyen en multitud de procesos, desde los momentos en que nos alimentamos o la hora idónea para tomar una medicación hasta, por supuesto, nuestra salud mental.
La falta de luz, la serotonina y otros posibles desencadenantes
En lo que se refiere al TAE, la evidencia apunta a la implicación de múltiples factores, tanto biológicos como psicológicos.
Como hemos dicho, el ciclo de luz-oscuridad es fundamental para nuestra especie y el mantenimiento de nuestra salud, incluyendo la mental. Por eso, una de las principales hipótesis sobre el TAE tiene que ver con la exposición a la luminosidad.
Los cambios que se producen con la llegada del otoño generan modificaciones en nuestros ritmos circadianos (incluyendo el ritmo de secreción de melatonina) que, en personas con predisposición, provocarían a su vez cambios conductuales y en el estado de ánimo. De este modo, la desincronización entre los ritmos circadianos internos y los del entorno aumentarían el riesgo de padecer TAE.
El hecho de que este trastorno sea más frecuente en lugares con menos luz y que comience típicamente en otoño, cuando la luz solar disminuye, apoyaría claramente esta hipótesis.
Otra teoría apunta a la disminución en la secreción de algunos neurotransmisores, las sustancias implicadas en la comunicación interna del cerebro. El más estudiado es la serotonina, y se han encontrado niveles disminuidos de esta sustancia durante los meses de otoño e inverno en las personas afectadas.
Finalmente, hay estudios que apuntan a que las personas con una sensibilidad baja de la retina a la luz, que alteraría el correcto procesamiento de la misma, tendrían más probabilidades de padecer TAE.
En cuanto a los factores psicológicos, estos no difieren prácticamente de aquellos que predisponen a padecer episodios depresivos no estacionales. Sin embargo, hechos como el que las personas con TAE realicen menos actividades placenteras durante el otoño e invierno podrían contribuir a mantener el trastorno.
Por otra parte, se ha apuntado a que los síntomas físicos del TAE, como la fatiga o el incremento de apetito o sueño, provocarían alteraciones afectivas y cognitivas en personas vulnerables.
Prevención y tratamiento
La evidencia apunta a que hasta un 70% de las personas diagnosticadas de TAE volverán a padecerlo al año siguiente. Por tanto, la prevención adquiere una relevancia especial. De todos modos, es importante recordar que no todas las personas que presentan alteraciones estacionales en su estado de ánimo tienen un trastorno y, por tanto, no requerirán tratamiento.
Así, cuando estos cambios generan malestar pero no suponen un problema de salud, realizar cambios en nuestro estilo de vida que faciliten nuestra adaptación puede resultarnos de gran utilidad. Mantener una correcta higiene del sueño, evitar las pantallas en las horas previas a irnos a la cama, exponernos lo máximo posible a la luz natural, caminar al aire libre, tener una alimentación adecuada y fomentar unos hábitos sociales positivos nos ayudará a ajustar nuestros ritmos biológicos.
En el caso del TAE, y dada la importancia que tiene la luz en su aparición, no es de extrañar que la terapia lumínica sea el tratamiento más utilizado; mientras que en el apartado farmacológico, hay estudios que avalan la eficacia de la melatonina y los antidepresivos.
Y finalmente, la terapia psicológica también ha demostrado su utilidad. Su ventaja con respecto a las anteriores es que cuenta con un mayor potencial a la hora de prevenir futuros episodios.
Por tanto, este problema tiene tratamiento, y las personas que lo padecen deben acudir a su equipo sanitario de referencia para que puedan determinar qué estrategia seguir en cada caso.
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Laura Río Martínez, Doctora en Psicología, investigadora y docente universitaria, Universidad Internacional de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.