Cancelando la ortografía (y 2)
Pensamos con palabras, no con imágenes. Cuando el vocabulario se reduce, mengua nuestra capacidad para pensar
En 2013, el 86% de los aspirantes a una plaza de maestro en Madrid no superó la prueba de conocimiento. El 93% no fue capaz de pasar a gramos la cantidad de 2 kg y 30 g, por ejemplo. En su momento provocó un pequeño revuelo y luego dejó de ser noticia, porque como dice un proverbio chino, cuando hay demasiados implicados ya no se pueden aplicar las leyes. El proverbio chino claro está se refiere a la corrupción, pero es que las faltas de ortografía con todo lo que implican, también son una forma de corrupción. No consuela nada que este sea un mal de muchos. Precisamente esto es lo alarmante.
Que hace unos años varias universidades inglesas propusieran la cancelación de la ortografía con argumentos propios de la iglesia woke no es más que otro ladrillo en el muro con que va se construyendo la argamasa de la ignorancia. El paso de ciudadanos a puros pecheros pasa por convertir a la mayor cantidad posible de gente en analfabeta funcional. El panorama que se cierne es poco halagüeño para los que realmente pensaban (pensábamos, ay) que las conquistas del Estado de derecho, de la democracia y las libertades cívicas eran irreversibles, pero por donde menos se espera se filtra y desaparece el agua de la libertad. Tan frágil es el mecanismo de ese botijo.
El asunto admite acometida desde distintos ángulos. Por hacer justicia al último párrafo de Cancelando la ortografía I, podemos fijarnos en el Derecho.
«El código escrito es esencial en el desarrollo de la ciudad como principio civilizador»
En el siglo V a.C. Roma, que no es en este momento más que una pequeña ciudad del Lacio, estuvo a punto de sucumbir a las disputas internas en torno a la ley escrita. La sociedad romana estaba dividida en dos grupos claramente diferenciados: los patricios y los plebeyos. En ausencia de leyes escritas eran los magistrados patricios quienes interpretaban las mores maiorum, las normas consuetudinarias que determinaron la administración de justicia y establecían qué estaba permitido y qué no lo estaba. No es que las leyes de la ciudad fuesen un secreto, pero al no estar fijadas por la escritura era fácil hacer interpretaciones que solían beneficiar a los patricios.
En medio de una conflictiva etapa social que se conoce como «guerra de los órdenes», los plebeyos y sus representantes, los tribunos de la plebe, deciden recurrir a un procedimiento al que solo se llegaba en momentos de máxima tensión, la secessio plebis o separación de los plebeyos, que en 449 a. C. abandonan la ciudad y regresan solo cuando los patricios acceden a poner las leyes por escrito. Así nacieron las Leyes de las XII Tablas o Duodecim tabularum leges o Leges XII Tabularum. Según la tradición, fueron primero escritas en 12 tablas de madera y luego se fijaron en 12 planchas de bronce que se expusieron en el foro a la vista de todos. Por supuesto, esto exigía que hubiese un número de gente bien alfabetizada que pudiese leer lo que allí estaba escrito y comprobar que estas normas no se violentaban. No muchos, pero sí los suficientes.
Esta pequeña fábula es para que se entienda que el código escrito es esencial en el desarrollo de la ciudad (civitas) como principio civilizador. Su corrupción afecta al núcleo duro de nuestra civilización. No es un asunto menor. Por supuesto esto no es un proceso que se verifique en una generación. Es una putrefacción lenta (corruptio) cuyos efectos solo se verifican después que se han sucedido varias.
«Lo que es inédito es que se toleren esos niveles de incompetencia a los futuros enseñantes»
Que haya muchos analfabetos es algo normal. Siempre ha sido así. Lo que es inédito es que se toleren esos niveles de incompetencia a los profesionales, a los futuros enseñantes. Es como si alguien a quien le faltan muchos puntos en el carnet pudiera ser profesor de autoescuela, y lo grave es que esto último posiblemente escandalizaría más que los puntos de la ortografía.
El avance del analfabetismo funcional admite una gradación casi infinita de situaciones. A esto se debe la falta de consenso para definir el concepto, los datos contradictorios que arrojan los estudios que sobre esto se hace y, en general, la ausencia de políticas educativas eficaces para combatirlo. Pero sus efectos son muchos y están enredados en una compleja maraña de consecuencias de largo alcance. Las dificultades para manejar el código de lectoescritura tienen, por ejemplo, una relación clara con la comprensión lectora. Hace 20 años un alumno de cuarto de la ESO podía leer Trafalgar de Galdós. Quizás no le resultaba fácil, pero en general era capaz. Hoy es raro encontrar un alumno que pueda hacerlo, incluso un buen alumno. La sintaxis compleja se atraganta y el vocabulario se vuelve un escollo insalvable. En cada página se acumulan tal cantidad de palabras desconocidas que ya ni el contexto permite imaginar su significado. Parece como si se tratara de una lengua extranjera. Pero no lo es, salvo que estemos dispuestos a aceptar que los clásicos de una lengua se vuelvan ininteligibles. Hay que preguntarse cuántos opositores de estas pruebas que hemos tomado como punto de arranque pueden leer el Quijote no ya con gusto sino con soltura.
El asunto es simple. Los problemas para comprender textos que contienen términos que no son los habituales en la vida corriente son el resultado de leer poco. Es la pescadilla que se muerde la cola. La lectura era el medio con el que el cerebro humano asimilaba vocabulario y dominaba la sintaxis no paratáctica, y con estas herramientas podía construir pensamientos e ideas complejos. Pensamos con palabras, no con imágenes ni con pantallas. Cuando el vocabulario se reduce, mengua también nuestra capacidad para pensar. No estamos por lo tanto aquí comentando un mero desliz en la convocatoria de unas oposiciones sino el síntoma de una corriente que revierte el camino de la civilización tal y como la conocemos.
Elvira Roca Barea es historiadora y novelista, pero sobre todo profesora de instituto. Autora de Imperiofobia y leyenda negra (Siruela).