El Informe PISA nos examina a todos
El fracaso de los alumnos es también el fracaso de la sociedad y consecuencia del deterioro de las instituciones
La misma semana que se conocían los muy malos resultados para España del Informe PISA, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez presentaba su nuevo libro junto a Jorge Javier Vázquez. La coincidencia de ambos hechos permite una primera conclusión, tan ligera como probablemente cierta: tenemos el nivel educativo que nos merecemos.
La idea de que los jóvenes de hoy son peores que los de ayer (o sea, que nosotros) podrá ser en principio tranquilizadora, pero solo será cierta a cambio de admitir que nosotros también hemos fallado. Las nuevas generaciones no son remesas que vinieran así de fábrica, sino que nacen en una sociedad de la que todos somos responsables. El fracaso de los alumnos es también el de los profesores, que para algo somos quienes les enseñamos. Algo parecido a lo que sucede con la política, pues en democracia —admitámoslo— nuestros representantes rara vez son peores que nosotros, sus electores.
Lo cual recuerda a ese confortable lugar común de nuestra historia: el pueblo español no se ha merecido los líderes que ha tenido. Por cierto, que dicho razonamiento ya lo encontramos en Francia con Jules Michelet, el gran historiador de la Revolución y uno de los primeros populistas. Y si Francia no tuvo buenos políticos a fines del siglo XVIII y principios del XIX, ¿quién los tuvo? ¿Se imaginan a Cuca Gamarra departiendo con Mirabeau? ¿A Bolaños con Danton?
El caso es que sí nos merecemos los políticos que tenemos, más que nada porque los hemos votado (menos a Sánchez, a ese no nos lo merecemos ni aun habiéndole votado). Y lo mismo sucede con nuestros alumnos. Cada vez que se oye la queja de que los jóvenes ya no leen, uno se pregunta, ¿y cuánto leen los adultos? Si su nivel educativo ha disminuido, ¿no será un reflejo de la sociedad en general? Tienen adicción al teléfono móvil, ¿acaso no la tenemos todos? Dicho de otra manera, el informe PISA, por muy imperfecto que sea, no examina solamente a los jóvenes, sino a las instituciones españolas, a todos nosotros.
«¿Cómo no iba a erosionarse la educación, si todas las demás instituciones hace tiempo que siguen ese mismo camino?»
Al fin y al cabo, el mal profesor es un poco como el mal político, dando a todo el mundo la razón por igual, capaz de sacrificar los medios (el aprendizaje) para el pronto logro de los fines (el aprobado), reduciendo los contenidos, atajando en los procedimientos, para conseguir el estéril botín de todo demagogo: la unánime y momentánea aprobación.
Pero también el mal alumno es un poco como el mal ciudadano, pues este suele oponerse a todo cambio, por muy necesario que sea, que implique algún sacrificio propio, evita a aquel que nos exige y nos pone a prueba, aunque lo haga en nuestro propio beneficio, prefiriendo al que proporciona la falsa y fácil recompensa del aprobado general.
La educación se degrada, sí, y ya no sólo por la falta de financiación (¡ojalá!), sino por algo más grave y acaso irrecuperable, por la crisis institucional y política. ¿Cómo no iba a erosionarse la educación, si todas las demás instituciones hace tiempo que siguen ese mismo camino? Al igual que la justicia, que la sanidad, que la política territorial, que la cultura parlamentaria, y que tantos otros aspectos de la vida pública, la educación se ha ido convirtiendo en una mercancía política más. Y acaso de una manera más grave y melancólica por el poco peso electoral que siempre le hemos otorgado los votantes.
Repasen los temarios y los libros de texto de ahora y de hace unos años. O, como hacía Marcos Ondarra en THE OBJECTIVE hace poco, comparen los resultados del informe PISA con las calificaciones de Bachillerato y EBAU, cada día más altas a pesar (o precisamente por) tener menos contenidos. Este año toca un escalón más: la asignatura de Historia dejará de ser obligatoria en la prueba de acceso a la universidad (esto también son recortes). Mientras, la asignatura de Memoria Democrática aguarda en el cajón desde la pasada legislatura, esperando a formar parte —ella sí— del currículo formativo. Por supuesto, esta deriva no es cosa de un día, ni exclusivamente española. Harold Bloom escribió su Canon occidental en buena parte contra ella, advirtiendo ya entonces que en la universidad «todos los criterios estéticos y casi todos los intelectuales han sido abandonados en nombre de la armonía social y el remedio a la injusticia histórica».
«No es que los inmigrantes rebajen el nivel de la educación, sino que la educación ha fallado en formarles»
Aun con todo, nuestras autoridades, lejos de sentirse aludidas con los resultados del famoso informe, recurrieron a todo tipo de excusas, como la pandemia, el empeoramiento de los datos en otros países del entorno, o el más intolerable de todos: ha sido culpa de los inmigrantes. Que el argumento de gobiernos como el catalán para justificar los malos resultados educativos sea la mayor presencia de inmigrantes entre el alumnado, lo que en realidad nos indica es el nivel educativo… del propio gobierno. Y ya me dirán qué diferencia este razonamiento de las tesis de Vox sobre la delincuencia o la violencia de género.
La educación no debe intentar simplemente igualar a todos —lo cual sería imposible y seguramente indeseable— sino otorgar oportunidades por igual, sin atender precisamente a la procedencia, la extracción social o la filiación cultural o religiosa. Es más, la educación, elevándose por encima de todo ello, debería ayudar a diluir tales diferencias, dando la posibilidad a los alumnos de escapar de la fatalidad de su origen. No es que los inmigrantes rebajen el nivel de la educación, sino que la educación ha fallado en formarles.
Merece repetirse otra vez: si la educación no es una herramienta de transformación, un mecanismo de equidad social basado en el mérito y el esfuerzo no es educación. En el muy probable caso de que tus padres, en vez de leer sintonizaran en la televisión todas las tardes Sálvame (¿para cuándo un informe PISA para adultos?) el colegio o el instituto es tu penúltima oportunidad para poder abandonar el cómodo «calor del establo», por decirlo en palabras de Nietzsche.
Por cierto, que la tesis de Michelet tenía trampa. Si el pueblo siempre tiene la razón, aquellos que no la tengan —o que la pierdan— dejarán de ser considerados parte del pueblo. Así de importante es la educación, la más fundamental y menos atendida de nuestras instituciones.