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Política y religión en Occidente

Existen hoy ideologías y creencias que se asemejan, en cuanto a su carácter innegociable, a los dogmas religiosos

Política y religión en Occidente

Ilustración de Alejandra Svriz.

Tiende a considerarse que una condición sine qua non para la implantación exitosa de la democracia y el Estado de derecho es la separación entre Estado y religión. En Occidente, esta separación puede ser completa, como en el laicismo francés, o mitigada, como en diverso grado sucede en otros países occidentales. En el Reino Unido, por ejemplo, el rey es la cabeza de la Iglesia anglicana, o en muchos países las fiestas y ritos de la iglesia cristiana mayoritaria siguen marcando la vida pública. Entre los países occidentales, quizá sea en aquellos en que la Iglesia ortodoxa es mayoritaria donde más vínculos se han mantenido entre Estado y religión, algunas de cuyas constituciones exigen que diversas altas magistraturas profesen la religión mayoritaria y presten juramento ante la máxima autoridad religiosa al tomar posesión de sus cargos.

La razón principal que aboga por la mayor separación posible entre Estado y religión o, si se quiere, entre política y religión, es que se trata de ámbitos inspirados en principios diferentes y, en algunos casos, contrapuestos. La esencia de la política es la negociación entre sectores con intereses enfrentados, para cuya resolución se requieren continuamente compromisos, mientras que la religión, ya sea la cristiana o cualquier otra, parte de unos valores y principios inmutables e innegociables, que cristalizan en los llamados dogmas de fe, lo que imposibilita la interiorización de la virtud democrática. De ahí que muchos en Occidente argumenten que la democracia no es trasplantable a las sociedades musulmanas, al no reconocer el islam la separación entre Estado y religión o, por decirlo en otras palabras, por tratarse de una religión cuya práctica es siempre pública y totalizadora.

La raíz de este enfoque distinto —añaden— se remonta a las circunstancias diferentes en que vivieron sus fundadores: La predicación de Jesús tuvo lugar en una provincia del Imperio romano, por lo que pudo decir que había que dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios, mientras que Mahoma vivió en los márgenes de los imperios de su época, el bizantino y el persa, y tuvo que hacer además las veces de legislador. La mayoría de los musulmanes no aceptan esta pretendida incompatibilidad entre democracia e islam, aduciendo el ejemplo de algunas democracias homologadas en países de mayoría musulmana, y criticando el planteamiento en cualquier caso por contener una falsa dicotomía: es concebible que el sentir de la mayor parte de la población —y, por tanto, democrático— sea que la cosa pública no esté desgajada del islam. Este último argumento podría, todo lo más, abonar la pretensión de aquellos que sostienen que las comunidades musulmanas son de difícil integración en las sociedades occidentales o, de manera menos tajante, de los que piensan que tienen especificidades que deben tenerse en cuenta para su exitosa integración.

«El balance desde que se inició la secularización en Occidente es, en principio, favorable al Estado»

En los países occidentales de hoy, suele visualizarse ese enfoque divergente entre política y religión, en este caso la mayoritaria cristiana, en unos pocos asuntos que galvanizan el debate público, relacionados con el estatuto personal y familiar y el principio y fin de la vida: el divorcio (en los países de tradición católica), el matrimonio homosexual a todos los efectos, incluida la adopción, el aborto y la eutanasia. La Iglesia o iglesias no renuncian a que prevalezcan sus tesis y tratan que, a través del voto y la actividad de sus fieles, sean recogidas en las respectivas legislaciones nacionales. El balance desde que se inició la secularización en Occidente es, en principio, favorable al Estado, en el sentido de que se ha ido paulatinamente despojando de poder terrenal y patrimonial a las iglesias, que no han podido siquiera preservar un núcleo intangible de cuestiones morales frente a la evolución discrepante de las sociedades secularizadas. El divorcio incluso ha desaparecido ya del debate, pues en ningún país de tradición católica se discute ya que el vínculo indisoluble que crea el matrimonio canónico no pueda ser disuelto en los efectos civiles que se le reconoce. Poco a poco, vemos cómo la aceptación del matrimonio homosexual, el aborto o la eutanasia va abriéndose camino y afianzándose en un número creciente de países occidentales.

Es más, desde la sociedad secularizada se cuestionan prácticas de las iglesias restringidas a su comunidad de fieles, en razón de su carácter «antidemocrático» y discriminatorio. Un caso claro es, en la Iglesia católica, el del celibato de los que han sido ordenados. Otro, el de la mayoría de las iglesias que prohíbe la ordenación de las mujeres, o el de la negativa de casi todas las iglesias a bendecir el matrimonio homosexual, con alguna excepción, como la presbiteriana norteamericana. A la vista de la evolución acaecida en el último siglo, da la sensación de que las diferentes iglesias perderán casi todas estas batallas. En la medida que la lucha contra todo tipo de discriminación contra la mujer y por razón de orientación sexual se interiorice en todas las capas de las sociedades occidentales, el contraste divergente entre lo que es aceptado en la sociedad a la que se pertenece como ciudadano y en la comunidad de fe a la que se pertenece como creyente dará lugar a dilemas insoportables que abocarán a una de estas dos situaciones: o las iglesias se resignan a seguir perdiendo creyentes, o aceptan reformar cuestiones que no dejan de ser secundarias en el núcleo de su fe.

Por poner un ejemplo, mucho más importante que el celibato de los ordenados era para la Iglesia católica la pretensión de ser la única vía posible de salvación («extra ecclesiam nulla salus»). Después el Concilio Vaticano II, el principio se atenuó, aunque sin llegar a ser derogado formalmente, al aceptar que esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y su Iglesia pero buscan a Dios con sincero corazón. Sin este planteamiento novedoso, no habría sido posible para la Iglesia Católica embarcarse en un diálogo interreligioso fecundo, uno de los acontecimientos más importantes de su historia y, añadiría, para el futuro de Occidente de tradición cristiana.

Así como el celibato se implantó en la Iglesia Católica en la Edad Media por circunstancias históricas que lo aconsejaban, como un medio más para fortalecer la disciplina del clero católico, las circunstancias actuales terminarán posiblemente por eliminarlo. En concreto, si cristaliza la opinión de que los numerosos casos de abusos de menores, convertidos en la mayor crisis que salpica a la Iglesia Católica en las sociedades donde opera, incluido entre sus fieles, están relacionados con las exigencias que impone una vida célibe, el celibato tendrá sus días contados. La Iglesia Católica no puede ni debe en ese caso correr el riesgo de quedar desprestigiada permanente por estos deplorables —y delictivos— episodios, que tendrían, entre otras consecuencias, que muchos padres cristianos opten por no educar a sus hijos en colegios confesionales. Además, el celibato es una práctica excepcional de la Iglesia Católica en relación con otras iglesias cristianas, e incluso de modo extraordinario se admite el matrimonio en el clero católico de rito oriental.

«La separación de poderes y el Estado de derecho es otro principio innegociable en el Occidente actual»

Conviene por otra parte mirar la compleja relación entre religión y Estado y política en Occidente desde otro ángulo, que lleva a rebatir la afirmación inicial de que la política en un país democrático y su reflejo en el Estado se basa en el compromiso no dogmático, frente a los dogmas de fe desde los cuales construyen sus normas sociales las distintas religiones, incluida la cristiana. El Estado y la política en el Occidente de hoy día también se basan en dogmas, lo que ocurre es que algunos de ellos son de reciente factura en comparación con los fundamentos de las religiones, que se retrotraen a la predicación de sus fundadores o a la interpretación que de su doctrina hicieron los exégetas más célebres.

Entre los dogmas compartidos entre Estado e Iglesia, figuran algunos de los derechos fundamentales y libertades básicas, que gozan además de especial protección en todos los códigos penales, como el derecho a la vida –dejando al margen la discrepancia sobre su inicio y la posibilidad de ponerle fin de forma voluntaria en fase terminal-. La articulación del poder mediante el principio democrático y los contrapesos que ofrece la separación de poderes y el Estado de derecho es otro principio innegociable en el Occidente actual, que no tiene un correlato en la organización de las diferentes iglesias, aunque unas y otras, en distinto grado, no escapen al espíritu de los tiempos y conozcan procesos de apertura democrática. Así deben interpretarse, por ejemplo, las innovaciones introducidas en el reciente sínodo de los obispos de la Iglesia Católica.

Estos «dogmas cívicos o seculares» se conocen como valores y principios en Occidente. Algunos de ellos, especialmente los contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, son considerados propiamente como universales, y no solo como occidentales. Otros derechos más recientes, como todo lo que respecta a los dimanantes de la no discriminación por razón de la orientación sexual, solo son reconocidos, de momento, en un número creciente de países occidentales lato sensu, y la pretensión es que, también ellos, terminen teniendo vigencia universal.

Las religiones tienen una ventaja respecto a las sociedades secularizadas en el sentido de que saben cuál es el origen, vigencia y legitimidad de sus dogmas y valores. En cambio, los de estas, y más concretamente los de las occidentales, ¿dónde hunden sus raíces? ¿En la moral cristiana? ¿En la filosofía y ética de los grandes pensadores? ¿En el derecho natural? ¿En el consenso democrático? Se trata de la cuestión más sensible y crítica de todo este debate, porque revela que dogmas que hoy consideramos intocables no lo fueron un siglo o apenas décadas atrás, y porque constata la reversibilidad de valores que nos parecen como la quintaesencia occidental: la democracia, por ejemplo, que ha sido una reciente conquista de la Modernidad, sólo sobrevivió en algunos países occidentales en el periodo de entreguerras, y hoy la erosión de la democracia por la senda del iliberalismo se ha convertido en uno de los temas de nuestro tiempo.

«Buena parte de nuestros valores es el resultado de la reflexión de pensadores cristianos»

Y porque, además, nos muestra que no es tan nítida la separación entre religión y Estado, entre religión y política, entre religión y espacio cívico: incluso si queremos fundarlos en una filosofía y éticas cívicas comprobaremos que, exceptuando la labor de pensadores clásicos previos a la cristianización del Imperio romano y de pensadores modernos que han desarrollado su obra al margen o incluso en contra de la tradición cristiana, buena parte de nuestros valores es el resultado de la reflexión de pensadores cristianos, ya fueran religiosos, ya seglares que vivieron en un mundo de cosmovisión cristiana. Incluso gran parte del influjo que los más grandes pensadores clásicos precristianos han ejercido sobre los valores occidentales ha sido a través de teólogos cristianos, ya fuera el platonismo presente en los primeros padres de la Iglesia, ya el aristotelismo del que bebió la Escolástica.

El muro que la secularización ha levantado en Occidente entre su presente descristianizado y el milenio y medio de pasado cristiano –en algunas partes más breve por la fecha más tardía de su cristianización- dificulta tener una visión amplia y sin prejuicios de los valores en que fundamos nuestra convivencia y sociedades. Pero hay más. Existen en el Occidente actual ideologías, aspiraciones y creencias que se asemejan, en cuanto a su carácter innegociable e inspirador de actitudes, a los dogmas explícitos cívicos y, por tanto, también a los dogmas religiosos. De hecho, pocos sospechan que su origen está en la tradición cristiana milenaria. Contraparafraseando la parábola de Jesús que recogen los Evangelios sinópticos, sí se ha echado el vino nuevo en los odres viejos. A ello me referiré en otro artículo con algunos ejemplos de la pervivencia de la tradición cristiana en el subconsciente secular occidental.

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