The Objective
Sociedad

Francisco: balance urgente de un pontificado

«La elección del próximo cónclave será clave para saber si la reforma iniciada por Francisco será frenada o continuará»

Francisco: balance urgente de un pontificado

El papa Francisco. | Europa Press

En febrero de 2013, Benedicto XVI anunció su renuncia. El Papa alemán utilizó un consistorio celebrado para la canonización de unos mártires para comunicar su decisión. Fue un acontecimiento histórico en la Iglesia, ya que no ha sido habitual ver a un pontífice renunciar. El significado de esta decisión no pasó desapercibido para nadie. En Luz del mundo (Herder), un libro-conversación con el periodista Peter Seewald, Benedicto había asegurado que la tarea era exigente, sobre todo, para una persona de su edad. Pese a contar con un numeroso equipo de trabajo a su alrededor, su energía disminuía. Y adelantaba algo que haría realidad después: «Si un Papa se da cuenta con claridad de que ya no es física, psicológica o espiritualmente capaz de ejercer el cargo que se le ha confiado, entonces tiene el derecho y, en algunas circunstancias, el deber de dimitir».

Las polémicas y escándalos en la Curia, alimentados por las filtraciones, eran habituales en aquellos días. El panorama no era positivo: denuncias sobre redes de corrupción dentro de la Santa Sede, revelaciones sobre chantajes, diversas ocultaciones en casos de pederastia y la constatación de que existía una batalla en el corazón de la estructura de gobierno del Vaticano. La imagen más utilizada entonces fue la de un pastor entre lobos. Benedicto XVI intuía que se necesitaba un perfil con más fortaleza en la silla de San Pedro para enderezar la situación. Su renuncia parecía marcar el camino de su sucesor.

Semanas después, el cónclave convirtió al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio en el Papa número 266, quien escogió el nombre de Francisco. Se convirtió en el primer pontífice latinoamericano, en el primer no europeo desde la elección del sirio Gregorio III (en el muy lejano siglo VIII) y en el primer Papa de la Compañía de Jesús (una institución religiosa que cuenta con un cuarto voto de obediencia al pontífice). Era una clara muestra de los profundos cambios que experimentaba un catolicismo cada vez menos europeo. Como recordó el propio Francisco, los cardenales habían ido a buscarle al fin del mundo.

Francisco ha sido un hijo del concilio Vaticano II y un firme continuador de las posiciones de Pablo VI sobre la misión evangelizadora de la Iglesia. Su pensamiento ha estado influido por la «teología del pueblo», una variante argentina – y no marxista- de la teología de la liberación latinoamericana que puso en el centro a los excluidos y que realzó el papel de la cultura popular. Su lenguaje directo y sencillo ha bebido de esta tradición teológica y, en ocasiones, le ha jugado malas pasadas. Tampoco puede sorprender que esté marcado por una corriente en auge en el tiempo de su juventud y de su primera madurez. Pero no solo eso, sus ideas también deben mucho a una serie de jesuitas franceses, entre los que podemos destacar a Henri de Lubac, o a la influencia del teólogo alemán Romano Guardini. Por lo tanto, era un pontífice entre dos universos intelectuales que estaban conectados. 

Sus primeras apariciones públicas y sus decisiones iniciales, especialmente en el plano simbólico, demostraron que su intención era hacer cambios. Uno de sus primeros biógrafos, Austen Ivereigh, le identificó como el «gran reformador». En un libro sobre su pontificado, este periodista británico ha preferido dibujarlo como «un pastor herido». Por su parte, el vaticanista norteamericano John A. Allen rebajó el calificativo y le describió como un «reformador práctico». En cualquier caso, necesitaremos algo más de distancia para analizar en profundidad sus acciones y los resultados de estas, pero es evidente que la interpretación de sus años en la silla de Pedro no podrá desligarse de su propósito reformista.

La reforma es una palabra que ha estado presente en la historia de la Iglesia. Tanto es así que no se puede entender sin los múltiples intentos de reforma a lo largo de los siglos. Aunque Lutero dotó a esta palabra de una connotación negativa para los católicos. Una reforma que, en última instancia, buscaba una Iglesia misionera y en salida. Francisco inició su pontificado como lo terminó. Siempre fue bastante directo a la hora de vislumbrar lo que quería para la Iglesia: humildad, servicio, cercanía y compasión. Esta ha sido la agenda con la que ha trabajado desde el cónclave de 2013.

El Papa argentino ha combatido la autorreferencialidad de la Iglesia e intentado reformar su estructura de gobierno. Su apuesta ha sido por el desarrollo de la sinodalidad, un proceso en el que se ha invitado a la participación de diversos agentes eclesiales y que promueve un diálogo abierto. La reforma de la Curia tardó casi nueve años en llegar con la Constitución apostólica Praedicate evangelium. Por ejemplo, entonces se abría la puerta a la posibilidad de que los laicos participaran de funciones de gobierno y responsabilidad. Sus detractores atacaron esta propuesta como una concesión a las modas presentes y denunciaron que desataría diversas calamidades. 

También ha jugado un papel como mediador ético a nivel internacional. Barack Obama lo definió en un encuentro como «el emperador de la paz». Su voz ha sido escuchada. Si bien esto no significa que sus propuestas hayan sido aceptadas. De hecho, esta actividad en ocasiones le ha granjeado un aluvión de críticas. Más si se tiene en cuenta la capacidad de Francisco para generar declaraciones y noticias al haber utilizado las entrevistas como una herramienta comunicativa más. Han sido muchos los deslices que han generado correcciones o disculpas a lo largo de estos años. En cuestiones políticas, algunas de sus posiciones sobre la invasión rusa a Ucrania, la situación en Nicaragua o el proceso electoral en Venezuela han sido discutidas por su tibieza. Los otros dos grandes asuntos que han permitido al pontífice participar en la conversación global han sido los efectos del cambio climático (con la encíclica Laudato Si) y la denuncia constante sobre la situación de inmigrantes y refugiados.

Su programa reformista también ha generado debates intensos dentro de la Iglesia, lo que ha favorecido el crecimiento de una polarización afectiva entre las diferentes sensibilidades que se desataron en el tiempo del posconcilio. Los más mediáticos, aunque no los únicos, han sido el estudio sobre el diaconado femenino y la posibilidad de la bendición de parejas homosexuales. Ambas decisiones dejan entrever un interés por promover debates sobre algunos temas que habían sido queridos cerrar de forma definitiva en pontificados anteriores. La impresión es que comprendió que debían plantearse, ya que estaban abiertas en distintos sectores eclesiales. El riesgo era evidente. La carga polémica de estas discusiones no ha ayudado a relajar la polarización. Él mismo ha sido consciente de ello, pues varios obispos han rechazado frontalmente sus planteamientos. Entre ellos había cardenales con un reconocimiento amplio, como Leo Burke o Robert Sarah. Es más, las redes sociales han demostrado en estos últimos meses que una parte del catolicismo no iba a lamentar el fallecimiento del pontífice.  

La elección del próximo cónclave será clave para saber si la reforma iniciada por Francisco será frenada o continuará con el siguiente pontífice. La historia nos demuestra que no podemos hacer grandes cábalas sobre quién será el sucesor, ni sobre qué camino tomará. Lo que sabemos es que en torno al 80% de los cardenales electores han sido nombrados por Francisco. Esta transformación del Colegio Cardenalicio ha sido otra de las derivadas de su reformismo. Sea quien sea el elegido, es evidente que el próximo Papa tendrá que seguir respondiendo a los retos que tiene por delante la Iglesia católica.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D