Podemos medir la inteligencia, pero ¿para qué?
Una de las principales aplicaciones de la medición de la inteligencia es poder atender a las diferencias individuales y ritmos de aprendizaje
La definición de inteligencia ha evolucionado a lo largo de los años. Una definición rápida podría ser «aquello que miden los tests de inteligencia». Quizás suene banal, pero es que los humanos creamos conceptos abstractos a medida que los necesitamos, y la inteligencia no se independizó de ideas como el alma o el pensamiento hasta principios del siglo XX, cuando se empezó a usar este término en investigación científica.
Así, hablar de inteligencia es hablar de un constructo (concepto teórico) que puede ser entendido desde distintas perspectivas. En la actualidad, la Asociación Americana de Psicología afirma que la inteligencia es una habilidad para obtener información, aprender de las experiencias, adaptarse al entorno, emplear el pensamiento y la razón.
Historia de la inteligencia
La inteligencia aterriza dentro de la disciplina de la psicología, que es nieta de la filosofía. Su invención deriva de apreciaciones sobre conceptos tan profundos como la mente, el pensamiento o la moral. Pero cuando se lleva al plano científico, la medición de la inteligencia recurre desde el principio a lo que es observable.
El pensador británico Francis Galton creó en 1882 un laboratorio para medir la respuesta sensorial con una batería de test, y poco después, en 1902, los pedagogos Binet y Simon adaptaron dichas pruebas para discernir necesidades educativas en niños franceses.
En 1904, el psicólogo inglés Charles Spearman añade la psicometría y la estadística a este tipo de test para organizar los datos. Lo más destacable de esta investigación es que encuentra un factor común en estas medidas: el factor g de inteligencia.
Los test fueron utilizados de manera equivocada e incluso discriminatoria. Se suscitó un debate entre genética y aprendizaje que explotó en los medios de comunicación como un enfrentamiento de clases sociales. En medio de esta polémica que mezcló lo innato, lo genético, el ambiente y todo lo que faltaba por investigar, la dificultad de traducir el lenguaje científico a los medios de comunicación dio lugar a los primeros mitos de la psicología.
Medir la inteligencia a través de la inferencia
La confusión se ha resuelto con la estandarización de los test de inteligencia, basados en la estadística sobre mediciones observables de la conducta que se atribuye a la inteligencia. Se cuantifican y analizan determinadas variables tangibles, con el objetivo de predecir ciertos resultados del individuo.
Pero tampoco hay que olvidar que no existe ninguna prueba tan sencilla o asequible que mida de manera integral todo el constructo de la inteligencia, y es imprescindible atender a la validez y fiabilidad como indicadores de exactitud de los resultados de cada herramienta de evaluación, ya que no todos los instrumentos de media son igual de fiables.
Con estas premisas, las medidas de inteligencia más precisas se ajustan al modelo propuesto por el psicólogo estadounidense John B. Carrol, con una estructura jerárquica en donde la inteligencia general (g) se ubica en la cúspide y se calcula con múltiples fórmulas de regresión que explican más del 60% de la varianza del constructo. Por debajo quedarían la inteligencia fluida y la cristalizada.
No entraremos en profundidad en estas nociones, aunque sí es relevante saber que estos condicionantes son genéticos y también no genéticos. Tan solo hay que especificar que los test de inteligencia nos proporcionan una medida numérica de estimación, un resultado: el famoso cociente intelectual (CI).
¿Inteligencia o inteligencias?
Fuera del circuito científico han proliferado medidas que han buscado otras definiciones de inteligencia. Pero no han sido capaces de medir esas «otras inteligencias» de forma consistente.
Uno de los ejemplos más conocidos es la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner. Él mismo afirma que su síntesis nada tiene que ver con el cerebro y que, «incluso si la teoría es plausible, ninguna recomendación educativa deriva directamente de ella».
De estas definiciones de inteligencias nacen algunos neuromitos, como por ejemplo afirmar erróneamente que la sobreestimulación temprana en la primera infancia hace que los niños sean más inteligentes.
Entonces, ¿para qué medir la inteligencia?
En realidad, aunque el constructo inteligencia nos ofrece la oportunidad de saber si hay algún problema de aprendizaje, no aporta mucho por sí solo. ¿Alguien sabría decir la diferencia en habilidades, capacidades o resultados esperados entre un CI de 98 y un CI de 110? Al fin y a cabo, estamos hablando de un número extraído de un ambiente social en el que hay muchos factores cambiantes en juego.
Una de las principales aplicaciones de la medición de la inteligencia es poder atender a las diferencias individuales y ritmos de aprendizaje. Existen nuevas propuestas que aúnan enfoques cognitivos y psicométricos y nos dan herramientas para, por ejemplo, relacionar ese factor g con funciones ejecutivas como la atención.
La mitad de la población tiene un CI normal. Un CI inferior o superior podría ser una llamada de atención en entornos educativos. Pero no impide que utilicemos todo el potencial de la parte fluida y cristalizada, que dependen de factores no genéticos. Se trata de generar los mejores escenarios de aprendizaje y que cada persona utilice su CI para lo que le motiva, le llama y le hace ser inteligente.
Sí, podemos medir la inteligencia de forma fiable y válida. Pero si no hay un hito alarmante que nos haga sospechar algo poco común, la enseñanza basada en las evidencias científicas nos permite educar la inteligencia de cada persona como el motor de sus propios talentos, bien sean matemáticos, lingüísticos, deportivos, o una mezcla de todos.