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La US Navy posee 11 portaaviones pero solo tiene operativos dos

La solución a corto plazo pasa por subcontratar a las fuerzas navales de otros países

La US Navy posee 11 portaaviones pero solo tiene operativos dos

El portaaviones USS Harry S. Truman surcando las aguas del Mediterráneo junto a su grupo de combate. | US Navy (Zuma Press)

La superpotencia embarranca. De los doscientos setenta navíos de guerra que hay en su arsenal, once son portaaviones; suma más que todas las flotas del resto del mundo juntas en este tipo de buque. Su problema es que nueve de ellos están inoperativos. La armada más poderosa del mundo, al menos de forma temporal, hace aguas.

Lo peor es que las soluciones no están en un horizonte cercano. El inventario disponible no da abasto ante los conflictos reinantes, y las zonas de control que quieren cubrir pueden quedar al descubierto. El Mar Rojo, el Báltico y el sur del Mar de China y con ello lo que rodea a Taiwán, son los actuales puntos de interés, pero con dos únicos navíos de esta tipología no llegan.

Al cierre de este artículo, de la casi docena de portaaviones de que dispone la US Navy, solo dos estaban —están— en activo. El USS Abraham Lincoln (CVN-72) se encuentra fondeado frente a las costas de Singapur, y el USS Harry S. Truman (CVN-75) estaba navegado al norte de Países Bajos a 13,5 nudos por hora y en dirección hacia costas escandinavas.

Un tercero, el USS Dwight D. Eisenhower (CVN-69) estuvo realizando tareas de vigilancia y control hasta el pasado verano en las costas de Oriente Medio. Volvió al puerto de Norfolk a mediados de julio tras un despliegue programado de seis meses que tuvo que ser prolongado durante casi nueve. Este recurso, el de alargar lo previsto, castiga a las tripulaciones, y barcos y aeronaves han de volver a puerto, para reparaciones, revisiones, y el descanso propio de sus ciclos vitales.

El «Ike» tuvo como misión proteger las rutas comerciales que pasan por la zona en un despliegue histórico. Su grupo de combate —los portaaviones no suelen viajar solos—, lanzó un total de 155 misiles estándar, 135 Tomahawks, 600 aire-aire, 420 aire-superficie, y sus pilotos navales realizaron diez mil salidas, que sumaron 31. 000 horas de vuelo.

Tras su vuelta a casa, la US Navy se encontró con un problema: no tenía banquillero que saliese al mar para sustituirle. El resto de portaaviones están amarrados en puerto o directamente en dique seco. En caso de emergencia, ante un conflicto armado a gran escala, se calcula que entre seis y siete podrían entrar en servicio de forma rápida, pero no inmediata. Las preparaciones no llevarían menos de tres meses.

La Marina estadounidense divide el mundo en dos: lo que tiene a su derecha en el mapa, el Atlántico, con África, Europa, y hasta Oriente Medio, que atiende con cinco portaaviones. Para el otro lado del planeta, el pacífico e indopacífico, tiene seis buques. Su navío más reciente y el más letal de todos, el Gerald F. Ford (CVN-78) estuvo ocho meses desplegado durante su primera misión, que fue más de lo previsto. Volvió a los astilleros de Newport News en enero de 2024 y no podrá volver a zarpar hasta al menos 2025, con un periodo de mantenimiento de un año.

Esta armada funciona aplicando la conocida regla de los tercios. Con tres unidades navales de un navío de estas características —nucleares— uno está desplegado, otro está volviendo de un servicio o preparándose para sustituir al que está en activo, y un tercero está en reparaciones y actualizaciones. Con casi una docena, deberían tener al menos cuatro navegando, y, sin embargo, solo tienen en servicio la mitad de ese mínimo.

Lo que ocurre a los otros se debe a varias causas, y una de las claves es su combustible. Cuando se construyen los reactores nucleares, son cargados hasta arriba de uranio enriquecido hasta al menos el 20 %, el mínimo requerido para su uso militar. Si la vida útil de un barco así suele ser de cincuenta años, en mitad de su ciclo de uso, se reabastece al menos una vez, y es un complicado proceso llamado RCOH.

El USS Abraham Lincoln en el mar del Japón, escoltado por dos buques de su grupo de combate. | Foto: US Navy

Operativa compleja

No se trata de enchufarle una manguera y llenar un depósito, sino que se abre el casco como con un gigantesco abrelatas, se le sustituye uranio desgastado por otro viable, y se le cambian muchos mecanismos. Para garantizar su perfecto funcionamiento hay válvulas, conductos, filtros, sistemas de las turbinas y cientos de elementos críticos que han cumplido con su periodo de funcionamiento y han de ser sustituidos. No solo eso, sino que pasan por pruebas y exámenes que den validez a su renovado status.

Durante ese tiempo se desmagnetiza, se le aplican actualizaciones al software, y ejecutan arreglos que no pueden hacerse en alta mar. A esto hay que añadir retrasos en sus reparaciones debido a escasez de personal, cadenas de suministro que aún están pagando el parón de la pandemia, y el abultado coste que supone el mantenimiento de barcos tan complejos.

El de la falta de personal es un problema acuciante. En los años 70 existían en suelo estadounidense diecinueve astilleros habilitados para realizar estas funciones, pero hoy hay solo cuatro. Las tripulaciones pueden mantenerlos pero no recomponerlos, y han de pasar periodos en dique seco antes de poder volver a zarpar. Con problemas de reclutamiento, muchas de estas naves redujeron su marinería, y con ello, la mano de obra embarcada que se encargaba de su mantenimiento, lo que prolongaba los periodos de taller.

Sorpresas al abrir el motor

A veces se encuentran problemas inesperados en los muelles, como los del USS George Washington (CVN-73), que tuvo que sumar dos años extra a los cuatro previstos, o el USS John C. Stennis (CVN-74), con el que calculaban que estaría fuera de combate cuatro años y acabarán siendo cinco y medio.

En las reparaciones participan entre 5.000 y 15.000 personas, que revisan con detenimiento millones de puntos. Estos trabajadores necesitan años de experiencia para alcanzar un alto grado de capacitación, y la llegada reciente de una nueva generación de técnicos sin experiencia en un reemplazo generacional está retrasando las previsiones.

La opción de hacer las cosas deprisa y corriendo es mala. Hablamos de navíos de 333 metros de eslora —tres campos de fútbol alineados—, con reactores nucleares, millones de litros de combustible para aviones, no menos de dos docenas de aparatos, y explosivos de diverso tipo, entre otras dificultades. El perfecto ejemplo de que acelerar más de lo debido puede conducir al desastre es el USS Boxer (LHD-4), un buque de asalto que guarda cierto paralelismo con la arquitectura del Juan Carlos I español.

Regresó a puerto en 2019, recortaron en gastos y se saltaron pasos en el proceso de restauración para devolverlo al agua. El resultado fue que no pasó las pruebas de mar, así que regresó para realizarle más reparaciones, lo que supuso dos años extra de parada. En 2024 se desplegó por primera en cinco años, y duró diez días navegando por fallos en sus timones. Se habla de que podría estar listo en octubre de 2026; supondría un total de siete años tras su último periodo operativo.

Un convertiplano Osprey V-22 aterrizando en un buque de la marina estadounidense. | Foto: US Navy

La solución no está en EEUU

Construir más naves tampoco solventaría el problema, porque no hay marineros ni técnicos habilitados para su mantenimiento. El comandante de un navío tarda quince años en formarse, o un técnico nuclear especializado no menos de ocho, por poner dos ejemplos. La conclusión es que les faltan recursos de todo tipo, así que la solución a corto plazo es solo una: subcontratar.

Cuando un convertiplano Osprey V-22 se posa sobre un buque turco, italiano o el propio Juan Carlos I no solo está compartiendo maniobras con aliados. Tampoco se dedica únicamente a enseñar sus productos para ver si alguien se los compra. Lo que hacen es probar la operativa en otras fuerzas navales… por si tienen que echar mano de ellas en caso de necesidad. Arreglar esto les va a llevar décadas, y dinero, mucho dinero.

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