No hay presencia más avasalladora que la de los maestros. Por eso yo alterno la lectura de los míos con etapas de sana ventilación, oreando lo leído. De lo contrario, esa mano amiga sobre el hombro correría el riesgo de convertirse en una chepa intumescente. Frecuentarlos con cautela y la debida distancia es prescripción ineludible de esa tentativa, tan vieja como el mundo, que consiste en matar al padre. De esto, y de otras muchas cosas, va Un episodio nacional (Espasa), el último libro de Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, 1986).
Absorbido por el vórtice de su vocación literaria, el joven escritor Melquíades llega a Madrid en 1888 con la intención de conocer a Benito Pérez Galdós. Experimenta entonces una curiosa sensación: la villa parece recomponerse, como si de un caleidoscopio se tratase, a la luz de su mirada. De tanto leer al canario, es incapaz de sustraerse del prisma galdosiano, como si un conocimiento analítico a priori predispusiera, a la manera kantiana, su experiencia sensible. A partir de aquí, es fácil imaginárselo tratando de frecuentar los figones por las que se pasea el ciego Almudena, o buscando la casucha en la Cava de San Miguel donde vive Fortunata, o franqueando con solemnidad la puerta de La fontana de oro.
Yo, como buen galdosiano, lo he hecho. Hay un momento en que todo lector sospecha que, aunque la Florencia de Forster o el Newark de Roth –o sea, el París de Balzac o el Londres de Dickens- no sean las auténticas, son sin embargo reales. Acaso la Orbajosa de Galdós y la Marineda de Pardo Bazán sean las ideas platónicas de Madrid y Coruña, de las que ambas ciudades participan sin llegar nunca a igualarlas en plenitud, pero cese aquí el estrambote metafísico.
Pronto se ve envuelto Melquíades en una investigación capitaneada por su maestro Galdós, que tironea de él sin atarlo en corto. Durante dos años, el caso de la calle Fuencarral, repleto de cabos sueltos, atizó las bajas pasiones de los madrileños, que formaban bandos en las tertulias: o bien se estaba con Higinia, criada de la mujer asesinada una mañana de julio, o bien con el Pollo Varela, hijo de ésta. Mayoral reconstruye con una precisión meticulosa lo que sucedió entonces, sin moverse un ápice de los dominios de la ficción, recurriendo al juego de espejos entre realidad y farsa que blandió en su anterior libro, Empiezo a creer que es mentira (Círculo de tiza). Hablaba en éste acerca de la necesidad de “destruir a los clásicos”… ¿Hay otra manera de rendirles culto que citarlos de frente, sin el temor reverencial que nos infunden, y tratarlos de tú a tú?
Cuando, en un rapto de lucidez, Melquíades abandona la literatura y se zambulle en la vida (primum vivere…), aparece ante sus ojos una ciudad que crece a marchas forzadas: por Recoletos pasean mujeres con vestidos de seda y festones, cintajos y suntuosos perifollos, y por el barrio de Chamberí, que al fin comienza a urbanizarse, arrastran los pies personas empequeñecidas y con la tez tiznada. Metido de hoz y coz en la verbena de la Paloma, entre manolos, chulapos, isidros y chisperos, Melquíades arrumba definitivamente la vieja disyuntiva que obliga a elegir entre la escritura y la vida. De repente, descubre algo que ni el furor folclorizante del quince de agosto puede escamotearle: las gentes de la villa le resultan “agradables en su desarraigo”, como si una “falta de orgullo regionalista” (p. 91) les hiciese favorables al aprecio de lo ajeno e indiferentes a la crítica de lo propio. A estas alturas, queda claro al lector que el protagonista de esta novela es Madrid: no el de Galdós, sino el de Mayoral.