THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Se ha ido el mejor

¿Es correcto empezar la necrológica de un filósofo recordando otra necrológica escrita tras la muerte de otro filósofo? No lo sabes, pero vas a hacerlo igual. Porque para ti Gustavo Bueno siempre estará unido a aquella revoltosa necrológica que le dedicó a José Luis López Aranguren hace veinte años (apenas empezabas tú entonces con esto de la filosofía) y que tanto te sorprendiera. Leías el periódico del domingo, cuando los periódicos eran en papel y se leían enteros y había domingos para ello, y te la topaste. Llevabas días escuchando las loas que recibía el fallecido Aranguren (porque a los filósofos fallecidos se les loa igual que a los vivos se les desdeña) y de repente ahí estaba, una necrológica sobre un pensador en que se sopesaban sin miramientos cuáles eran las aportaciones reales de ese pensador. Y tú, que estabas ya cansado de cinco años en las aulas de la licenciatura en filosofía sin que nunca nadie debatiera nada de filosofía, que ibas ya a congresos de tu disciplina en que cada pope de la misma evitaba cuidadosamente cualquier polémica seria con cualquier otro pope (o popisa), recordaste el dicho de Wittgenstein (“un filósofo que nunca discute es como un boxeador que nunca saltara al ring”) y le echaste el ojo a ese hábil púgil. A Gustavo Bueno.

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Se ha ido el mejor

¿Es correcto empezar la necrológica de un filósofo recordando otra necrológica escrita tras la muerte de otro filósofo? No lo sabes, pero vas a hacerlo igual. Porque para ti Gustavo Bueno siempre estará unido a aquella revoltosa necrológica que le dedicó a José Luis López Aranguren hace veinte años (apenas empezabas tú entonces con esto de la filosofía) y que tanto te sorprendiera. Leías el periódico del domingo, cuando los periódicos eran en papel y se leían enteros y había domingos para ello, y te la topaste. Llevabas días escuchando las loas que recibía el fallecido Aranguren (porque a los filósofos fallecidos se les loa igual que a los vivos se les desdeña) y de repente ahí estaba, una necrológica sobre un pensador en que se sopesaban sin miramientos cuáles eran las aportaciones reales de ese pensador. Y tú, que estabas ya cansado de cinco años en las aulas de la licenciatura en filosofía sin que nunca nadie debatiera nada de filosofía, que ibas ya a congresos de tu disciplina en que cada pope de la misma evitaba cuidadosamente cualquier polémica seria con cualquier otro pope (o popisa), recordaste el dicho de Wittgenstein (“un filósofo que nunca discute es como un boxeador que nunca saltara al ring”) y le echaste el ojo a ese hábil púgil. A Gustavo Bueno.

Te pusiste entonces a estudiar un libro suyo que precisamente surgió de cierto debate famoso (famoso quizá por lo ya dicho, por lo inusitado que es esto de que dos filósofos españoles debatan).  Se trataba de El papel de la filosofía en el conjunto del saber, escrito en 1970.  Allí Bueno polemizaba contra las ideas que Manuel Sacristán había propuesto dos años antes. Debes aclarar someramente que mientras que Sacristán proponía dejar la filosofía como una mera especialización para algunos científicos interesados en profundizar en sus cosas, Bueno sin embargo defendía que la filosofía era un modo de saber propio, ligado sin duda a las ciencias naturales o humanas, pero que aportaba cosas diferentes a lo que hacían estas. Debes aclarar también que mientras Sacristán ventilaba el asunto en unas pocas hojas, Bueno necesitaba desplegar para ello toda una panoplia teórica de más de 300 páginas. No necesitarás aclarar, sin embargo, que fue la manera de pensar de Bueno, ardua de leer pero brillante en el comprender, la que te cautivó.

Pero sabes que de ese modo Bueno se enfrentaba tanto a los cientificistas que creen que solo importa la ciencia, como a los posmodernos que creen que la ciencia no importa. Y usarías el tópico de que se ubicó así en una tierra de nadie, si no fuese porque la tierra de Gustavo Bueno sería la más fecunda de la filosofía española contemporánea: ningún otro filósofo actual puede ni de lejos presentar una escuela de discípulos más amplia, productiva ni multiforme que la suya. Algo que, naturalmente, casi nadie le ha perdonado. De ahí que no sea infrecuente que en los recónditos departamentos de filosofía celtíberos se trate de ejercer hacia él una especie de ostracismo beato, que recuerdas que a él tanto le divertía. Se le puede perdonar a un filósofo que sea irritantemente profundo o que resulte de lo más televisivo en programas, como Gran Hermano, a los que tantas veces se le invitó; pero las dos cosas a la vez es mucho más de lo que están dispuestos a tolerar la mayor parte de nuestros profesores de filosofía.

Gustavo Bueno escribió filosofía seria sobre España, sobre la izquierda, sobre las obsesiones contemporáneas con la “cultura” o con “ser feliz”, sobre el animalismo, sobre el buenismo (que, alejándolo así de su apellido, él propuso denominar “pensamiento Alicia”). Propuso una teoría acerca del origen de la religión; una filosofía de la ciencia; una filosofía de la televisión y la telebasura. Manejaba con soltura lenguajes filosóficos tan diferentes como el del marxismo y el escolástico. Le gustaba recordar, como Parménides le recuerda a Sócrates en su diálogo platónico, que la filosofía no se debe dedicar solo a estudiar cosas presuntamente excelsas como la belleza, la verdad o la justicia, sino que el verdadero pensador sabe que también cabe filosofar sobre el pelo o la basura (o la telebasura). Porque el verdadero filósofo es voraz como Gustavo Bueno fue voraz.

Su muerte deja el panorama filosófico español más tranquilito y más aburrido. Donde él ponía argumentaciones chispeantes, sabes que proliferarán ahora los pellizcos de monja. Pellizcos que, por cierto, ya le ha prodigado algún monje al escribirle la necrológica. Suerte que sobre esos pellizcos, como sobre el pelo y la basura, siempre podremos filosofar los demás.

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