El libro de María Elvira Roca Barea se ha convertido en un fenómeno editorial realmente llamativo -con más de 30 ediciones en cinco años-, coincidiendo, además (y al margen de los propios méritos del libro, que son muchos: ágil y brillante estilo, una erudición apabullante, pero con punch dialéctico, etc), con un momento muy crítico, como cualquiera puede reconocer, del presente político español. Atravesamos una de las crisis políticas sin duda más agudas y profundas desde la guerra civil española, con un riesgo cierto, tras el desafío separatista planteado por parte del catalanismo, de fragmentación de la nación española. Un catalanismo que, si se ha filtrado en el cuerpo político español, en sus instituciones representativas, lo ha hecho respaldado, precisamente, por el singular fenómeno ideológico del que trata el libro de Roca Barea.
Porque, en efecto, uno de los mecanismos ideológicos más persistentes que alimentan el separatismo y que permiten su fácil propagación (a pesar de la debilidad de sus fundamentos) es justamente esa «imperiofobia», que ha cristalizado en forma de «leyenda negra», y que viene acompañando al nombre de España desde el siglo XV.
Una leyenda negra desde la que se dibuja a España como una especie de forma histórica monstruosa, teratológica, tan vitanda y detestable que más hubiera valido que no hubiera existido nunca. La España actual, de existir, es algo así como un residuo imperialista, impositivo y tiránico (con Castilla como artífice), por cuya constitución «antidemocrática» se ha subyugado (incluso expulsado y aniquilado) a los distintos «pueblos libres» que vivían felices, arcádicamente, en la península, siendo así que, al ser incorporados como partes de España, sufrieron una integración forzosa (o forzada) que los redujo a la servidumbre. Es, en definitiva, esta identidad violenta, tiránica, negra de España lo único que justifica su unidad (lo único «español» propiamente dicho sería así «el Estado», represor, castigador, vigilante, por hablar en términos foucaultianos).
En este sentido, creemos, en pocos países, quizás en ninguno, ni siquiera en los EE.UU., el autodesprecio es tan penetrante, profundo y duradero como lo es en la sociedad española, en la que apenas existe institución, desde la escuela hasta los parlamentos reunidos en asamblea, en la que no se dé cuenta, con distorsión y tendenciosidad, de la negra identidad que España representa en relación a su historia, saliendo además siempre muy mal parada al contrastarla con otras sociedades del entorno de historia similar (Gran Bretaña, Francia, Alemania). Y es que España, desde esa perspectiva negrolegendaria, queda íntegramente identificada con la España imperial, inquisitorial, católica, retrógrada, reaccionaria, franquista, etc… antidemocrática, en fin, y cuya unidad no se sostiene si no como Leviathán artificioso y horrible, como «prisión de naciones» de la que hay que huir una vez que sus barrotes se afinan y ablandan con los procesos, inevitables por lo visto, de «transición» hacia «la democracia» (la fórmula de «España, prisión de naciones» es una mimesis de la que Marx y Engels, con más o menos acierto, habían aplicado a la Rusia de los zares).
Muchos creen, pues, desde tales presupuestos, que una vez disuelta dicha negra identidad de España en la «plenitud democrática», también debiera igualmente disolverse su unidad, dejando paso a las «auténticas naciones» («Catalunya», «Euskal Herria», «Galiza»… ), se supone prehispanas y surgidas in illo tempore, que el «Estado español» mantuvo secularmente oprimidas y tiranizadas hasta ahora, y cuya afirmación nacional («derecho de autodeterminación») hace del todo inviable la unidad de España.
Es por tanto llamativo, por escandaloso, solo comprensible por la asunción del relato negrolegendario, que sea sobre todo desde el interior de España desde donde con más insistencia se hable, bien directamente de la inexistencia de España, bien de una esencia tan despreciable que sería mejor que dejase de existir. Porque este es el sentido de la proposición «España no existe» predicada una y otra vez desde muchas instituciones y magistraturas españolas, una proposición que, de esta manera, se sitúa más en el plano del «deber ser» programático que en el del «ser» fáctico: no es que España no exista, es que España debe no existir, esto es, debe perecer como Nación dejando paso a la «libre determinación de los pueblos» por ella oprimidos.
Una negación anticonstitucional que va acompañada, por la propia lógica del relato negrolegendario, de la pretensión, igualmente anticonstitucional, de conseguir el reconocimiento del título de Nación para alguna de las regiones españolas (incluso para varias reunidas -«Euskal Herria»-, o para todas, -esto es, para cada una-), negándoselo así a España.
Porque, en efecto, una vez retirada la venda del armonismo pánfilo que tapa los ojos de muchos españoles, afirmar la existencia de Cataluña, Galicia, Vascongadas, etc. como naciones políticas, aunque sea en ciernes, supone, eo ipso, negarle a España su carácter nacional (omnis auto-determinatio est negatio), de la misma manera que afirmar el carácter de España como nación es, desde luego, negar que una parte suya lo sea, sea una nación (como ocurre u ocurriría, por otro lado, con cualquier otra sociedad política constituida nacionalmente). En este sentido el reconocimiento de un «derecho de autodeterminación» para partes del territorio nacional es completamente paradójico.
Y es que negar el carácter nacional de España, afirmándolo para alguna de sus partes, es, directamente, amenazar la soberanía de una Nación, como es la española, ya constituida y reconocida (y no al revés, puesto que jamás esas partes se han constituido en todos nacionales), una amenaza que procede, y esto es lo grave, y realmente sui generis, no del exterior (de otras soberanías rivales), tampoco de facciones más o menos marginales, sino, insistimos, de grupos que ocupan asiento en los órganos representativos de la propia soberanía nacional española.
Como consecuencia de la fuerte implantación institucional de esta posición, digamos antinacional-española (España representa lo peor políticamente hablando y lo mejor que se puede hacer es desentenderse de ella, si no directamente atacarla atentando contra la soberanía nacional española), ocurre un curioso fenómeno sociológico, muy generalizado en España, según el cual el que afirme lo contrario, es decir, quien afirme la existencia de España, ya no su defensa, sino su mera existencia como Nación soberana, se considerará automáticamente «españolista» o «nacionalista español», alineado con la «extrema derecha» y el «fascismo» sea como fuera que lo justifique. Y es que, se supone, quien defiende la existencia de España está comprometiéndose con su esencia, una esencia siempre sobreentendida por el secesionismo y sus cómplices como antidemocrática, tiránica, «fascista», es decir, una esencia tal como es definida desde la leyenda negra.
Ocurre pues, en España, algo muy singular y anómalo, solo explicable a través de los análisis que, de un modo ejemplar, ofrece Roca Barea en su libro: la mera afirmación de la soberanía nacional española, de la cual emanan los poderes del Estado y su propia forma democrática, representa para muchos, con asiento –insistimos- en organismos oficiales, una amenaza para la convivencia democrática porque, en seguida, refluyen esos mecanismos ideológicos negrolegendarios que sitúan a España, revival de la España imperial («Una, grande y libre»), en la antidemocracia.
En definitiva, para una buena parte de la sociedad española España y Democracia son incomposibles, dioscúricas, como el Javert y el Valjean de Los Miserables: si España existe es porque todavía no hay suficiente democracia; si la Democracia es plena, entonces es porque España ha desaparecido del mapa peninsular.
Una sociedad española que convive con un autodesprecio tan intenso y beligerante, con una idea tan negativa de España, derivados de la imperiofobia y la leyenda negra, hace que su consistencia como sociedad política esté ahora mismo inevitablemente en cuestión, en riesgo cierto de fragmentación. El libro de Roca Barea ofrece las claves, sine ira et studio, de la formación de ese autodesprecio, único modo, en fin, de empezar a combatirlo. Un combate que es, ya, pura supervivencia nacional.