Elizabeth Geoghegan, la discípula de Lucia Berlin que mezcla el duelo con humor
Amiga íntima de la autora de ‘Manual para mujeres de la limpieza’, la escritora publica en España su primer libro de relatos, ‘Bola ocho’
Con el llamativo reclamo de haber sido la protegida literaria de Lucia Berlin, Elizabeth Geoghegan irrumpe en España con su primer volumen de relatos, Bola ocho. Una mezcla entre ficción, memoria y literatura de viajes que se aventura por paisajes exóticos, catástrofes naturales y viñetas de postal. Hay, también, un poco de pérdida y duelo, de alegría y humor, de preguntas y respuestas. Aunque, al contrario que la auténtica bola ocho, a la que no hace referencia este libro, su autora recomienda no agitarla en absoluto. «Creo que los lectores encontrarán cosas diferentes, especialmente si leen las historias en orden –explica-. Hay una interconexión en todos los textos y ciertos elementos reaparecen o resuenan a lo largo de los relatos, construyendo un crescendo con la historia que da título al libro».
Bajo esta premisa, ocho historias integran este volumen que Nórdica publica con traducción de Blanco Gago, a quien le llamó la atención el equilibrio entre pérdida y dolor, alegría y humor, que hay en estas narraciones, según cuenta la propia Geoghegan. «Pensé que esta era una opinión muy perceptiva y acertada. La pérdida siempre ha formado parte de mi escritura, incluso antes de que pudiera ponerle un nombre. Y todavía lo hace. Pero el humor, el arte y la música también juegan un papel importante. Y, por supuesto, los viajes. La mayoría de las historias son sobre mujeres que, por una u otra razón, están solas en el mundo, de París a Chicago, de Bangkok a Roma. Están solas, pero no en soledad. Y desafían silenciosamente las ideas convencionales sobre cómo deben comportarse las mujeres y cómo eligen vivir».
Mujeres que se muestran refractarias a lo largo de las historias de los relatos que ella llama Boys –El Chico árbol, El Chico del Críquet, El Chico Perro-, y que se pierden frente al objeto deseado. «Y, sin embargo, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, nunca son débiles. Son mujeres resistentes y enérgicas que casi siempre pueden armarse de valor y reírse ante la desgracia», matiza.
Una escritora cosmopolita
Como una más de sus protagonistas que vagan por estos cuentos y saltan de Estados Unidos a Roma, Bali o Tailandia, la autora también tiene mucho de cosmopolita. Actualmente en Roma, Geoghegan nació en Nueva York y creció en el Medio Oeste. «Mudarme al extranjero fue una decisión totalmente inesperada –confiesa-. Había pasado muy poco tiempo en Italia, sabía aún menos de Roma, todavía no hablaba italiano y no tenía ni un solo contacto cuando llegué. No podría haberlo previsto, pero todo esto fue fundamental para mi escritura, llevándola en una dirección diferente. Necesitaba irme de mi país para verme a mí misma y a los Estados Unidos más claramente. Y aunque tenía la intención de trabajar en una novela ambientada en Italia, poco después de mi llegada comencé a escribir historias ambientadas en Estados Unidos», tercia.
En Roma, precisamente, sitúa Geoghegan el relato más alejado, en cuanto a sintonía y tono, de Bola ocho. «Es la única historia con un narrador masculino, un punto de vista italiano y también es el tema más violento. Es como si explotara como una bomba en medio del libro», reconoce la autora que tuvo algunas dudas a la hora de incluir la historia en el volumen.
En realidad, Una historia romana está inspirado en acontecimientos reales que ocurrieron cerca de su casa en Italia, comparte. «Una mañana temprano, después de una gran tormenta de nieve, salí a caminar y accidentalmente tropecé con la escena de un crimen donde acababa de ocurrir un infanticidio». Después, aquel suceso la persiguió. «Seguía preguntándome qué le había pasado a esta persona, un padre joven, para hacerlo capaz de un acto tan terrible».
Un crimen, una obsesión
Fue unos años más tarde, mientras preparaba un texto para una conferencia sobre Flannery O’Connor cuando, leyendo algunas de sus cartas, se encontró con una cita de Henry James acerca de «plantar siempre ‘una estaca fuerte’ al comienzo de cualquier historia para que la acción se desarrolle». Entonces, señala, «algo hizo clic» e inmediatamente comenzó a escribir este relato. «Lo terminé en cuestión de días, como si la historia ya estuviera completamente formada en mi subconsciente. Fue una experiencia muy diferente a las demás», recuerda hoy.
«Por supuesto, nunca pude responder a mi propia pregunta porque no hay forma de entender un crimen tan atroz –añade-. En cambio, traté de mostrar la forma en que varias vidas diferentes se rozan entre sí y cómo, de una manera pequeña, nuestras acciones pueden alterar inconscientemente el camino de otra persona».
De espíritu inquieto, la propia Geoghegan, que en la actualidad sigue viviendo en Roma, comparte también ese interés que muestran sus personajes por vivir perpetuamente en ese estado de desplazamiento. «Una vez instalada en Roma empecé a hacer viajes en solitario durante tantas semanas o meses como pude. Las historias de Bola ocho reflejan esta sensibilidad», tercia. De ahí que, como explica, los lugares formen una parte importante en su narrativa. «Las localizaciones de cada historia son un personaje más para mí. Mis relatos examinan el desplazamiento y la forma en que estar fuera de una cultura o una situación añade tensión narrativa. Pero también exploran la otra cara del desplazamiento, que es viajar, y la noción de que a menudo viajamos a otros sitios con la esperanza de ‘perdernos’ o de ‘encontrarnos’en lugares a los que no necesariamente pertenecemos».
Entre el miedo y el deseo
Ese deseo de pérdida, o de búsqueda, se enrosca con la incapacidad de algunos de sus personajes de conectar con el otro en medio de un paisaje inestable, donde se suceden acontecimientos como el tsunami de 2014 o la imagen idílica de un viaje por el Véneto italiano, en los arrozales balineses o en un bar de Seattle atestado de gente. «La incapacidad de comunicarse, de conectarse, es innegablemente parte de las historias. E incluso cuando los personajes se conectan, tiende a ser de forma fugaz o una conexión basada en un malentendido. De vez en cuando es una obsesión», reconoce.
«Pienso en mis personajes como observadores y elocuentes, pero a menudo se encuentran en desventaja cuando se trata de decir lo que necesitan, lo que desean. Rebotan entre dos polos, entre el miedo y el deseo –continúa-. De hecho, de alguna manera, los perros en las historias son las conexiones más fiables, las relaciones más íntimas que tienen estos personajes».
«Pienso en mis personajes como observadores y elocuentes, pero a menudo se encuentran en desventaja cuando se trata de decir lo que necesitan, lo que desean. Rebotan entre dos polos, entre el miedo y el deseo»
Además de los perros, otro de los aspectos que comparten estos relatos es la importancia que la escritora le otorga a la fotografía y el arte en sus relatos. Cuenta la propia Geoghegan que su hermana, pintora y escultora, ha sido una gran influencia en su sensibilidad estética. «Además de literatura y escritura, yo también estudié fotografía –añade-. Cuando tenía 20 años, trabajé como estilista fotográfica -diseñadora de escenarios- para un estudio de fotografía comercial y de bellas artes en Chicago, algo muy educativo para mí».
En este sentido, arguye, le interesa «la forma en que enmarcamos las cosas, tanto visual como narrativamente. Me encanta la forma en que una fotografía captura un solo instante: ‘el instante decisivo’ de Cartier-Bresson. Pero lo que más me interesa es que los eventos que conducen (o siguen) a esa fracción de segundo cuando se crea una imagen son a menudo inimaginables. Nunca sabemos con certeza qué más sucedió. Nunca llegamos a ver lo que estaba justo fuera del marco. Y en una obra de ficción, podemos elegir enmarcar las cosas de manera diferente», analiza.
«El dolor sin humor es miseria»
Ocho relatos, ocho historias, que concluyen con el cuento que da título a este libro, quizá la narración más personal de todas. Tal vez porque, como matiza su autora, las historias que tratan sobre la infancia siempre se sienten más familiares. «Es el ejemplo más fuerte de autoficción en el libro. No lo tildaría completamente de autobiográfico en términos de la acción de la historia, pero los lugares y el sentimiento son muy cercanos a mi propia experiencia», explica.
«Cuando somos niños, a menudo somos capaces de identificar nuestros peores miedos muy temprano y, a medida que crecemos, puede haber una especie de inercia cuando comenzamos a ver estos miedos realizados. Es como si fuéramos testigos de los eventos que se desarrollan tal como los habíamos imaginado, pero somos incapaces de alterar su curso o, incluso, nuestro propio comportamiento. En mi propia vida, tuve la sensación de que algo devastador me sucedería a mí o a alguien a quien amaba. Quería capturar esa sensación inminente, el presentimiento», comparte.
«Lucia fue mi mentora y mi asesora de tesis, pero también fuimos amigas de manera inmediata (…) lo que aprendí al leer su trabajo y al conocerla fue que el dolor sin humor es miseria. Mientras que el duelo con humor es realismo»
Discípula y amiga íntima de la célebre autora de Manual para mujeres de la limpieza, afirma que se siente afortunada de haberla conocido. «Lucia fue mi mentora y mi asesora de tesis, pero también fuimos amigas de manera inmediata –comparte-. En Boulder éramos vecinas y, como ella tenía ya problemas de salud, solía pasar mucho tiempo con ella en su casa. Era una verdadera conversadora y, como imaginarás por sus historias, tenía un increíble sentido del humor. En ese momento, ambas escribíamos sobre el dolor y la pérdida, pero lo que aprendí al leer su trabajo y al conocerla fue que el dolor sin humor es miseria. Mientras que el duelo con humor es realismo».
Para la escritora, que se muestra generosa en compartir una imagen más personal de su mentora y amiga, Belin siempre estuvo ahí en sus inicios. «Hubo muchas ocasiones durante mi amistad con ella en las que traté de abandonar la escritura. Hubo períodos en los que agonizaba por no poder poner palabras en la página. Lucia siempre me decía que no importaba la frecuencia con la que escribía y que no me preocupara tanto por eso. Nunca sugirió una rutina de escritura ni me aconsejó ninguna técnica elaborada para escribir. Esencialmente, ella me enseñó que las historias viven y respiran dentro de nosotros todo el tiempo. Como escritores, siempre estamos escribiendo, incluso cuando pensamos que no es así. Estamos escribiendo mientras vivimos nuestras vidas, observamos los detalles y, por supuesto, leemos. No necesitas perseguir alguna idea; cuando las historias estén listas, vendrán a ti».