Del pico Stalin al gulag: los héroes del alpinismo soviético que acabaron purgados
Cédric Gras rescata en Los alpinistas de Stalin las gestas de los dos montañistas más célebres de los años 30, que no se libraron de las terribles purgas soviéticas
En la historia del alpinismo la estética, la gratuidad y hasta la inutilidad han jugado un papel preponderante. Aunque cada vez cueste más imaginarlo desde la actualidad hiperproductiva, buena parte de la cultura occidental se ha forjado en esos principios, en la carencia de un sentido o un provecho.
Francesco Petrarca, patrón laico de los montañeros, ascendió en 1336 al Mont Ventoux «impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altitud». Nada más y nada menos. Seis siglos después, George Mallory, que acabó sus días sepultado en la nieve del Everest –sus restos se localizaron en 1999-, respondía de la forma más galante posible a la pregunta de por qué subir a las montañas: «Porque están ahí». Lionel Terry, autor de Los conquistadores de lo inútil (el título lo dice todo), lo explicaba con algunas palabras más: «La montaña quizá no sea más que un ingrato desierto de roca y hielo, sin otro valor que el que nosotros queramos otorgarle. Pero, sobre esta materia siempre virgen, por la fuerza creadora del espíritu cada uno puede a su gusto moldear la imagen del ideal que persigue».
A partir de la Revolución de Octubre, y especialmente durante el estalinismo, ese principio estético del alpinismo dejó de regir en la Unión Soviética. Nada podía ser estrictamente emocional; el goce privado era un mero resabio burgués y la conquista de lo inútil, el ‘arte por el arte’ del deporte o la aventura, quedaba supeditados a la glorificación del pueblo soviético o al desarrollo científico. No era un individuo concreto el que, movilizando todas las capacidades humanas, pisaba la cumbre, sino toda una ideología. De hecho, en lo más gélido del estalinismo, las cumbres de la Unión Soviética se coronaban con una estatuilla de Lenin o de Stalin. Seis o siete mil metros de ascensión que culminaban con un éxito, no ya para el escalador, sino para el partido.
Cédric Gras, aventurero y escritor francés que ha vivido durante años en países de la antigua URSS, rescata en Los alpinistas de Stalin (Editorial Crítica) la historia, ascenso y descenso, de dos hermanos, Vitali y Yevgueni Abalákov, que atravesaron los principales hitos del montañismo soviético. «Los Abálakov son héroes positivos, de los pocos que tuvo la URSS. Los dos fueron pioneros, protagonizaron numerosas primeras veces. A través del prisma de las nieves, permiten contar la historia de su país». Un país que «canibalizó» a sus hijos más destacados, ya fueran poetas, bailarines o deportistas. Los propios Abalákov, que subieron al techo de la Unión Soviética, descendieron al gulag.
«Los Abálakov son héroes positivos, de los pocos que tuvo la URSS. Los dos fueron pioneros, protagonizaron numerosas primeras veces. A través del prisma de las nieves, permiten contar la historia de su país»
El mito de los hermanos arranca en el año 33, a 7.600 metros, el techo de la URSS, el pico Stalin. Por entonces, las cumbres del Cáucaso, del Tian Shan y del Pamir se despojan de sus nombres vernáculos, se rebautizan en honor de jerarcas comunistas o hitos del régimen como el pico Treinta Años de la URSS. «La montaña, como todo, nunca había estado tan politizada», explica Gras. Las charlas y debates ideológicos ocupan su lugar en el campamento de los expedicionarios, donde no falta nunca un comisario del pueblo. El alpinismo, ese aberrante deporte de burgueses centroeuropeos, despunta en la URSS bajo una coartada peregrina: Lenin disfrutaba enormemente sus caminatas por los Alpes suizos en los tiempos del exilio.
En Tayikistán, los hermanos Abalákov, dos duros jóvenes de Krasnoyarsk, reducen las dos cimas más altas de la URSS, el pico Lenin y el pico Stalin. Lo hacen impulsados por sus privilegiadas condiciones y un tesón fuera de lo común, pero, como advierte un compañero de expedición, «no era un ascenso deportivo, sino una misión científica, una misión del gobierno». En ambas cimas, depositan bustos de sus líderes y una pesada estación meteorológica. De regreso a Moscú, son héroes populares: «Encarnaban al nuevo hombre soviético, inquebrantable y victorioso; también modesto, al menos aparentemente», señala Gras.
En condiciones normales y dentro del circuito occidental, los Abalákov podrían haber hecho historia en las legendarias y aun vírgenes cumbres del Himalaya, pero raro es que la URSS permita a los montañistas salir de sus territorios. Dentro de ellos, los hermanos figuran en las expediciones más notorias. Aunque inevitablemente transida de ideología, la Sociedad de Turismo Proletario, que aglutina a estos alpinistas soviéticos, aún mantiene bastante margen de maniobra y libertad. No es raro que a ellos se sumen extranjeros de la Internacional Socialista.
Pero en 1937, Stalin pulsa el botón del Gran Terror. La URSS debe purgarse a lo grande. Solo en el caso de Moscú, un documento de Interior establece que hay que fusilar a 5.000 rusos y mandar a otros 30.000 al gulag. Raro es el campo, científico, artístico, profesional o académico, que no se topa con el ciego y furioso designio del padrecito. Los montañistas son un blanco fácil: sus conexiones con el extranjero hacen imaginar macabramente a los comisarios, creadores de todo tipo de coartadas extorsivas, un supuesto plan para atentar en la celebración del vigésimo aniversario de la Revolución de Octubre en la Plaza Roja. De repente, los Abalákov y sus compañeros de cordada descubren que integran la Organización Contrarrevolucionaria Facha-Terrorista de Alpinistas y Senderistas, que recibe órdenes directas de Hitler. «Si me zambullí en la epopeya de los Abalákov -explica el autor-, es porque supera con creces sus hazañas. Porque descubrí el nombre de los alpinistas más brillantes de su época donde jamás me hubiera imaginado encontrármelos». En las estancias de la Lubianka, el terrible centro de operaciones de la NKVD, y diseminados por el gulag.
Con la misma discrecionalidad con que el régimen abate a la vieja Sociedad de Turismo Proletario, las purgas alcanzan solo a uno de los hermanos, Vitali. Pasará dos años en el gulag, y aún puede decir que tuvo suerte: es uno de los pocos ‘regresados’. Se reintegra a la sociedad al inicio de la Gran Guerra Patriótica y, como Yevgueni y el resto de sus conciudadanos, combate a los alemanes. Al cabo del conflicto, toca reconstruir un equipo de alpinistas completamente mermado. Pero Yevgueni, el carismático conquistador del pico Stalin, morirá en 1948, supuestamente intoxicado por gas, aunque las sospechas de un asesinato lo sobrevivieran durante décadas.
«Si me zambullí en la epopeya de los Abalákov es porque supera con creces sus hazañas. Porque descubrí el nombre de los alpinistas más brillantes de su época donde jamás me hubiera imaginado encontrármelos»
Sólo Vitali queda en pie, sin los dedos de las manos y los pies tras una fatídica ascensión en el Khan Tengri. Vivirá muchos años más y liderará numerosas expediciones dentro del territorio soviético. Sin embargo, jamás logrará plantar el piolet en el Himalaya, pues, aunque regresado del gulag, no será rehabilitado completamente hasta años después. Para entonces, Edmund Hillary y Tenzing Norgay han ascendido a la cima del Everest, el techo del mundo, en 1953. Hasta 1982, la hoz y el martillo no ondea a 8.849 metros de altitud. Un anciano Vitali Abalákov acude al aeropuerto de Moscú a recibir junto a la multitud a estos astronautas de las montañas.
Apenas una década después, con la desmembración de la URSS, el pico Stalin volverá a llamarse Ismail Samani y el pico Lenin, Abuali Ibni Sino. Los bustos de los amados líderes acarreados por los Abalákov duermen aún el sueño de los justos en estas cordilleras que atravesó Marco Polo siglos atrás sobrecogido por su inmensidad.