'Tokyo Vice': el vicioso poder de la Yakuza
La serie, basada en las andanzas del periodista Jake Adelstein durante los años noventa, bucea en los bajos fondos del hampa japonés desde la investigación periodística y la identidad del extranjero en un país tan xenófobo como Japón
Hay mucho vicio en Japón. Por un puñado de yenes, puedes calzarte un pañal gigante y hacer que te azoten, acudir a las mejores máquinas expendedoras de ropa interior del mundo, cantar veinticuatro horas en un karaoke a pleno pulmón o degustar los más ricos y exóticos manjares de las marismas marinas. Pero no es lo único que se esconde tras los placeres nipones.
Dejarse caer por Tokio, más siendo extranjero; un blanco ojiplático; un gaijin, es pasearse por las praderas de un mundo alternativo. En un ya avanzado siglo veintiuno, tener el pelo rizado y la piel morena no es motivo de alarma en una ciudad tan cosmopolita como Tokyo, capital de la moda, la cocina y los placeres selectos.
Ahora bien, ser un maromo judío, más blanco que la lejía, de metro noventa y uno en la capital japonesa de los primeros noventa… eso ya es otro cantar. De ahí nace la premisa de Tokyo Vice, la nueva serie de HBO, basada en las peripecias del periodista Jake Adelstein, interpretado por Ansel Elgort. Adelstein, quien existe en la realidad, edifica la base narrativa de la serie con su libro semiautobiográfico de mismo título.
Abandonando su estadounidense pueblucho sureño, el futuro periodista, sediento de aventuras, decide tirarse de cabeza a la piscina más grande del país del sol naciente. Tras tres años de comprometido estudio de la literatura japonesa, Adelstein, tanto en la serie como en la realidad, pudo colgarse la medalla de ser el primer extranjero de la historia en trabajar en el Yomiuri Shimbun, lo que no es poca cosa si tenemos en cuenta que se trataba del periódico con la mayor tirada mundial, 13,5 millones de ejemplares. Embriagado del hermetismo nipón, de su cultura manga y su música electrónica, el protagonista de Tokyo Vice, tanto el real como el ficticio, demuestra tener una cierta predilección por el crimen desde el principio.
Sin querer engañar a nadie, el anime, tan de moda en Occidente durante las últimas décadas, jamás ha sido especial santo de mi devoción, pero sí debo admitir haber sentido, como Adelstein, una inexplicable atracción hacia el crimen organizado japonés. La yakuza, una mafia realmente indescifrable si no se la estudia en profundidad, tiene la cualidad de ser singularmente llamativa. Frente a cualquier mafia conocida española, purgada de elegancia y dopada de cadenas de oro y trajes horteras, la mafia japonesa destaca por su pulcro sentido de la tradición, por el cuidado vestir de sus miembros, la elegancia filtrada en cada gesto y acto estético y, por qué no admitirlo, el brutal compromiso, prácticamente inhumano, de sus soldados.
Si la mafia italiana tiene trajes de Gucci y la punta de los dedos reunida en cada gesto, los yakuza son un triángulo luminiscente a través de sus tatuajes. Algo inconfundible, su aguijoneado traje, que lucen sin vergüenza con vergonzosos calzoncillos paqueteros que permiten enseñar hasta el último gramo de tinta. Y, claro, Jake Adelstein, hijo de un forense estadounidense, no puede resistirse a untar las narices en los rastros de sangre que estos criminales bien-pintados van dejando tras de sí en Tokyo.
Un sacrificio digno de admiración, como el de Roberto Saviano, con el que Adelstein destapó no pocos trapos sucios del crimen organizado nipón.
Originalmente prevista como una película, la serie se sabe desenvolver con comodidad en los territorios de la narrativa lenta. Su fotografía cuidada, la elección de los actores, sobre todo los japoneses, y la capacidad para mantener ciertas lagunas de información que, poco a poco, van encharcando la trama, convierten Tokyo Vice en una serie que se disfruta. Ah, y, por supuesto, algo vital en todo este asunto, ¡si se habla en japonés, se habla en japonés! Nada de doblajes cutres (menos cuando el guion lo exige, al fin y al cabo, hablamos de una producción norteamericana).
También cabe decir que, para un periodista, ver a Adelstein, como efectivamente hizo en la realidad, serpentear en clubs oscuros, visitar capos mafiosos, hacerse pasar por un guiri idiota, fumar meta, todo para conseguir una buena exclusiva, es algo que envalentona y alimenta. Un sacrificio digno de admiración, como el de Roberto Saviano, con el que Adelstein destapó no pocos trapos sucios del crimen organizado nipón (por más que se baraje la posibilidad de que buena parte del libro del periodista sea sólo ficción). Si a eso le añadimos el diseño de los otros personajes principales, entre los que no falta una tensión sexual y amorosa espesa, como para tajar a machete, el ramen cinematográfico está bien aliñado.
Tampoco podemos obviar que la cámara detrás de Tokyo Vice está claramente maravillada por la capital japonesa. Así lo asume Michael Mann, director del primer episodio, en el que la mampostería, la arquitectura, la clandestina luminiscencia de sus callejones y las puertas abiertas de sus restaurantes, que invitan a entrar con un aroma que parece salir de la pantalla, destacan enormemente. El barrio Rojo de Tokio, Kabuchiko, salpimenta muchas de las escenas y, seamos o no fans de la cultura que vio nacer los samuráis, el seppuku, el sushi y Dragon Ball, las infinitas luces atraen la mirada como si fuésemos mosquitos ebrios. Vamos, que dan ganas de ir a Tokio.
Tokyo Vice merece ser vista y digerida, admirada por la impecable ambientación de los años noventa a los que muchos ahora nos trasladaríamos con gusto.
Pero, de vuelta a la serie en sí, cabe destacar que las escasas escenas de acción están, además, caracterizadas por un realismo que se agradece. Atrás quedaron ya las exageradas interpretaciones de un kung-fu barato de los metrajes ochenteros, y las sobredimensionadas peleas de los años dos mil. Como casi todo en Tokyo Vice, los puños son torpes, las caras se amoratan durante semanas y, si hay que matar, se mata, pero con el miedo, el pavor y la paticoja rabia irracional que, debemos suponer, realmente envuelve el acto de acabar con una vida.
En definitiva, Tokyo Vice merece ser vista y digerida, admirada por la impecable ambientación de los años noventa a los que muchos ahora nos trasladaríamos con gusto. Oh, y hay algo que a servidor le ha fascinado desde el principio, ¿quién no querría ser yakuza si todos visten como en la serie de J. T. Rogers? Por el estilazo que gasta Sato, interpretado por Shô Kasamatsu, uno se abre a la posibilidad de reventar algún nudillo ocasional. Si no me creen, vayan a verlo. Y, de haber quien tenga una oferta en ese sentido, que no dude en contactarme… ¡Sayōnara!