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El agente invisible: la misión (casi) imposible de reflotar Netflix

Entre sus intentos por detener su sangría de suscriptores, la compañía de streaming lanza una película de 200 millones de dólares

El agente invisible: la misión (casi) imposible de reflotar Netflix

Fotograma de la película 'aMisión Imposible' | RRSS

Netflix está en problemas. Solo hay que leer las páginas de economía de los diarios. Pero tiene un plan, y lo acaba de estrenar tanto en cines como en su plataforma. El agente invisible viene a ser el enésimo James Bond, Jason Bourne… o Ethan Hunt. Sí, quizás este último héroe de acción, protagonizado por Tom Cruise, cuadre mejor con las circunstancias: se enfrenta a una auténtica Misión Imposible, detener la sangría de suscriptores de su distribuidora. El título en inglés, The Gray Man, ya suena poco halagüeño, por lo grisáceo, aunque tiene al menos su punto de misterio, pero la versión para España roza lo cruel, dada la decreciente visibilidad de Netflix en el mercado tras una época dorada que le llevó incluso a comer en la mismísima mesa de Hollywood, Oscars Incluidos. 

La película no está mal. Entretenida. Convencional. La propuesta inicial del argumento suena más a El caso Bourne, aunque con trama psicológica (infinitamente) menos sofisticada. La hipertrofia de acción, sobre todo al final, tira más por Misión Imposible. El talento hierático, con brillantes toques irónicos, del excelente Ryan Gosling deja un aroma más a un Bond americanizado con toque patibulario (el guion hace una broma fácil, pero efectiva, con su número de agente: el seis). Ana de Armas, que de hecho ya hizo sus primeras idems como chica Bond el año pasado, sin ir más lejos, en Sin tiempo para morir, eleva la temperatura con un perfil interesante como compañera (casi) al mismo nivel heroico que el protagonista. Luego hay una tierna niña a la que proteger, para compensar. Billy Bob Thornton aporta caché como secundario más o menos prescindible y… Eso, entretenida. Ah, el argumento: un agente encubierto de la CIA descubre que la dirección de la Agencia está podrida y es perseguido por los escenarios más cool del planeta y tal y cual. Entretenida.

Y cara, muy cara. Netflix se la ha jugado y, como la cosa no está para experimentos, ha ido a tiro fijo. Como en el caso de Bond o Bourne, la película se basa en una saga de novelas, en este caso de un tal Mark Greaney. De momento lleva escritas 12. O sea, que si la cosa ve bien, pues para adelante. Para dirigir el asunto, dos hermanos que no se apellidan Coen, precisamente, sino Russo; descubiertos por su trabajo en la brillante y original serie Community, desde entonces se han dado a (y forrado con, supongo) la artesanía mainstream haciendo un par de Avengers y otro de Capitán América. Muy entretenidas todas. 

Casi más interesante que las peripecias de Ryan Gosling y Ana de Armas resulta la de Netflix, verdadera trama de fondo de la película. Hace un par de semanas salió a la luz el Estudio Global de Streaming realizado por la consultora Simon-Kucher and Partners, que vaticina que más de un tercio de los usuarios cancelen una de sus suscripciones en los próximos 12 meses. Sin embargo, más de la mitad (53%) lo reconsideraría si su tarifa de suscripción fuera más baja, incluso si eso significa que se muestre publicidad. Según Hans Munz, socio de Simon-Kucher & Partners, «esto indica que los modelos híbridos de tarifas de suscripción y anuncios tienen potencial y abre la puerta a una nueva era de monetización del streaming». Hace unos días, Netflix confirmó el secreto a voces que recorrió la primavera pasada: va a romper la barrera de exclusividad de la que hasta entonces presumía para incluir publicidad. El correspondiente bajón de los suscriptores ante la posibilidad de pagar por algo parecido a Telecinco se antoja entendible, pero también lo es que Netflix esté harta de tirar dinero: ¿qué era eso de compartir nuestra cuenta por el mismo dinero?

Profundicemos un poco más. Flashback al canto. The New York Times saludaba la película reflexionando sobre sus orígenes: «Netflix, aún tambaleante, apuesta fuerte con ‘El agente invisible’», titulaba. El subtítulo explica: «El servicio de streaming espera que su último lanzamiento sea el comienzo de una franquicia de éxito que atraiga a unos subscriptores muy necesarios». Los 200 millones de dólares de presupuesto huelen a huida hacia adelante y demuestran de forma fehaciente cómo la industria influye en el contenido mismo del arte. «Habría sido una película distinta dramáticamente», reconoce Joe Russo, su codirector, cuando se le pregunta qué habría pasado si la hubiera encargada Sony, como estaba inicialmente prevista. Sin Netflix, explica, tendrían que haber recortado un tercio de presupuesto y, por tanto, la calidad de la acción de la película. Y la cantidad, digo yo. A lo mejor, pobres de nosotros, media hora menos de tiros y explosiones le habría dejado a Ryan Gosling desarrollar su talento en algo más… Bourne. Que tampoco era aburrida, ojo. 

Pero Netflix no se puede permitir muchos matices. El artículo del NYT explica que en los últimos meses Netflix “ha sido criticado por algunos miembros de la industria por lo mucho -o lo poco- que gasta en la comercialización de películas individuales. Su presupuesto de marketing se ha mantenido esencialmente igual durante tres años, a pesar del aumento significativo de la competencia de servicios como Disney+ y HBO Max. Los creadores se preguntan a menudo si van a obtener todo el músculo de marketing de Netflix o simplemente un par de vallas publicitarias en Sunset Boulevard”. Tal y como está la cosa, con millón de suscriptores perdidos en el último trimestre, mejor que el producto se venda solo. 

Y los que se venden bien hay que empaquetarlos mejor, exprimiendo hasta el último dólar. En medio de la zozobra de los últimos meses, la serie Stranger Things ejerció de bálsamo para las heridas de Netflix. La primera parte de la cuarta y penúltima temporada se estrenó en mayo con cifras récord. Para la segunda, lanzada en una fecha tan crítica financieramente como el 1 de julio, los programadores dieron una sorprendente vuelta de tuerca: si la primera constaba de ocho episodios de alrededor de una hora de duración (aunque el último ya la sobrepasaba, sospechosamente), la segunda se solucionaba con dos de 1 hora y 25 minutos y casi dos horas y media, respectivamente. ¿A cuento de qué semejante atracón y esa división tan arbitraria de la temporada? En CNN Business, por ejemplo, lo tienen muy claro: «Los fans difícilmente van a cancelar su suscripción antes de haber visto la temporada completa. Con los nuevos episodios en dos trimestres diferentes, en torno a los fines de semana festivos, la empresa tiene más posibilidades de retener a los suscriptores, algo que necesita para mantener a Wall Street contento».

Stranger Things es algo más que entretenida. Guste o no, nadie le puede discutir la originalidad, pese a (o precisamente por) su estructura de pastiche referencial. Su estructura de consumo ha variado de forma sustancial, alterando la percepción de su calidad. ¿A peor? Cuestión de gustos. Pero llevando la cuestión más allá, ¿se trata de la última y oprobiosa muestra de cómo la industria puede contaminar el arte? Tampoco nos escandalicemos. Buena parte de la gloria del Renacimiento se debe al capricho de los mecenas. «¡Qué escándalo, aquí se juega!», dice el Capitán Renault en Casablanca, una obra de arte incontestable… producida y distribuida por la Warner, major por excelencia del Hollywood más industrial. 

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