¿Pero en qué se ha convertido el cine de tacitas?
En las últimas entregas de filmes y telenovelas de este subgénero inventan formas de expresarse y de comportarse impropias de la época, cuando no una sociedad distópica
Echen la culpa a Sofía Coppola. Ella fue la primera es desacralizar un drama de época como era la historia de Maria Antonieta cuando la llevó al cine en 2006. Entonces, la directora de Lost in Translation tomó como punto de partida la bien documentada biografía de la esposa de Luis XVI, firmada por la historiadora británica Antonia Fraser -que no es ninguna charlatana-, para fijarse en su etapa de Versalles, previa al periodo revolucionario, y entregar un filme eminentemente moderno y muy personal.
Los cinéfilos de vieja escuela -algunos de ellos llegaron a silbar la proyección en el Festival de Cannes- se rasgaron las vestiduras ante las numerosas libertades que se tomó la hija de su adorado Francis Ford Coppola y atacaron particularmente la ausencia de análisis político, una dirección artística caprichosa y una banda sonora que mezclaba el sonido after-punk de The Cure o Siouxsie And The Banshees con minuetos barrocos de Vivaldi o Rameau. De lo que no dijeron nada fue del vestuario de Milena Canonero, que obtuvo un Oscar, a pesar de la broma soterrada de incluir unas zapatillas Chuck Taylor Converse All Star en el vestidor dieciochesco de la mismísima reina de Francia. Aun así, era un largometraje hermoso.
Peor ha sido su nefasta influencia en los profesionales del séptimo arte y de la televisión de su generación y las siguientes. Donde Sofía puso algunas ideas estéticas disruptivas al servicio de un guion bien documentado como simple aderezo de la narración, lo que han perpetrado la debutante Carrie Cracknell al adaptar para Netflix la novela Persuasión (1818) de Jane Austen, con Dakota Johnson como protagonista, no se justifica en aras de acercar a los tiempos actuales un clásico de la literatura inglesa. Es simplemente un bodrio y un intento fallido de repetir algunas de las triquiñuelas que sí funcionaron en la teleserie Los Bridgerton, un estrafalario pastiche de época (financiado por la misma plataforma de streaming), que, a pesar del relato acaramelado y los numerosos y sonrojantes anacronismos, tiene un no sé qué capaz de enganchar al espectador.
¿Pero en qué se ha convertido el cine de tacitas?, se preguntarán ustedes conmigo. En las últimas entregas de filmes y telenovelas de dicho subgénero no es que falte rigor historicista -que también-, sino que inventan formas de expresarse y de comportarse impropias de la época, cuando no una sociedad distópica, en pleno Londres de la Regencia, plagada de nobles y lores mestizos, indostánicos o de color, concebida para epatar al espectador indocumentado o para adecuar las circunstancias a las actuales prácticas buenistas e inclusivas. Al final, lo que más llama la atención es la parte más pueril de la producción y se olvidan demasiadas veces el contexto y el relato. Y no, el cine de tacitas no es esto.
Lo que más llama la atención es la parte más pueril de la producción y se olvidan demasiadas veces el contexto y el relato. Y no, el cine de tacitas no es esto
¿De qué estamos hablando? Pues de una variante muy concreta del drama de época que tiene como máxima expresión las adaptaciones para la gran o pequeña pantalla de la obra literaria de Jane Austen, que supo alejarse del romanticismo y las narraciones góticas tan de moda en el XVIII para anticipar la novela que vendría después (Dickens, Henry James, las hermanas Brontë o el tardío Edward Morgan Forster), mezclando realismo con sátira social, reivindicando valores como el tesón, la inteligencia y la bondad, ironizando sobre los conflictos sentimentales y convirtiendo a las mujeres en heroínas de la vida cotidiana que defienden su individualismo dentro una sociedad absolutamente encorsetada.
Por eso, cuando veo en Los Bridgerton escenas de erotismo ñoño, que incluyen varios cunnilingus -absolutamente púdicos, eso sí- o debates sobre la práctica anticonceptiva de la marcha atrás, me digo a mí mismo que sus hacedores, Chris Van Dusen y Shonda Rhimes, han dejado de lado cualquier flema británica para perder premeditadamente el sentido de la decencia, de la trama original (las ocho novelas romanticonas de Julia Quinn) y de lo que importa en esta clase de ficción, cayendo en lo visualmente anecdótico y privilegiando el disparate insustancial con la excusa del entretenimiento juvenil.
Eso sí, según Variety, la temporada 2 ha batidos récords de audiencia con más de 627 millones de horas vistas en su primer mes de emisión. Así que el fenómeno ha llegado para quedarse y, si el éxito persiste, nos quedan otras seis temporadas del culebrón, puesto que la autora -en realidad, una estadounidense Licenciada en Historia del Arte por Harvard llamada Julie Cutler- dedicó un libro a los conflictos amorosos de cada uno de los (ficticios) hermanos Bridgerton.
En cuanto a Persuasión, no sirve ni como escaparate para Dakota Johnson, ya que la estrella del soft-porn Cincuenta sombras del Grey no logra meterse en el papel de Anne Elliot, no sabemos si por la dirección o por un script, firmado por Ron Bass (¿el mismo que ganó un Oscar en 1988 por Rain Man?) y Alice Victoria Winslow, que se toma demasiadas licencias y transforma la contención introspectiva del personaje protagonista en una burda caricatura de este, con chistes zafios y guiños a la cámara, rompiendo permanentemente la cuarta pared para interactuar con el espectador como si estuviéramos en un episodio de la descacharrante Fleabag. Se pierde así la construcción sicológica del personaje, la energía de la trama y el resultado final no resulta ni emotivo ni divertido sino simplemente absurdo y bastante tedioso.
«Cómo hacer una adaptación de Jane Austen sin que te guste Jane Austen», ha titulado muy acertadamente Victor M. González un artículo publicado en GQ, en el cual denuncia que esta nueva versión «relega las grandes virtudes de la autora a favor de una visión falsamente cínica de la comedia romántica». «La idea de que para adaptar a Jane Austen tienes que ser condescendiente con el componente romántico y fulminar todos los elementos que se supone que son aburridos de su obra, es una falta de respeto a la autora. Y no es una cuestión de fidelidad a la novela; se trata de no entender nada de su obra y su contribución, y de dar por hecho que las nuevas audiencias necesitan una versión simplona de sus libros para entenderlos», señala González. Y yo no puedo estar más de acuerdo.
Igual que coincido con él en alabar la última versión cinematográfica de Emma (2020), con la estupenda Anya Taylor-Joy (Gambito de dama) como protagonista y dirigida por la novata Autumn de Wilde. Aquí el mérito podría atribuirse al excelente guion de la neozelandesa Eleanor Catton, la más joven ganadora del Booker Prize por su muy recomendable libro Las luminarias (2013), que retrata mejor que ningún literato anglosajón contemporáneo los modelos y formas decimonónicos. Si ya me gustaba la anterior adaptación (Douglas McGrath, 1996), con Gwyneth Paltrow en el rol de Emma, esta nueva vuelta de tuerca al libro, poniendo el acento en el humor del personaje resulta tan pertinente como respetuosa con el libro. ¡Eso sí que es cine de tacitas coherente y bien hilvanado!
Por si todavía no terminan de entender este género que los cronistas de la vieja escuela hollywoodiense llamaban costume drama, pueden echar un vistazo a la selección que propone Filmin bajo el epígrafe consagrado a los bebedores de infusiones. ¡Pero no se fíen demasiado, porque ni están todas las que son ni son todas las que están! Y es que no se puede ni se debe confundir una parte con el todo, como hacen los argentinos al pensar que todos los españoles somos gallegos. Si me perdonan la comparación, no todos los dramas de época ni las historias de la realeza pueden adscribirse a esa categoría que tan bien ha definido Miguel López-Neyra en un reportaje de la revista Jotdown: «Son películas para sentirse elegante y sucumbir al dulce embargo de las sutiles emociones».
Así que borren del listado tantos las ásperas sagas de dinastías medievales como las muy ortodoxas traslaciones al celuloide del teatro de Shakespeare o Molière, pasando por las circunspectas crónicas victorianas hasta llegar a los melodramas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eso no puede emparejarse de ningún modo con Austen y sus epígonos ya que no sigue la receta infalible del drama sentimental exagerado y la tibia lucha de sexos con un fino toque de humor inglés, mezclado con el fresco costumbrista y el contraste entre las clases de la sociedad de su tiempo (el siglo XIX y la revolución industrial hasta llegar a los felices años 20), abundando en escenarios palaciegos, grandes salones, despliegue de vestuarios y decorados, un atisbo de sana vida rural, la mejor ambientación, las porcelanas más cuquis, profusión de miradas lánguidas e ingentes dosis de té.
Mi primer recuerdo del cine de tacitas, cuando todavía nadie lo había llamado así, era ver de niño con mi madre en la tele familiar la serie británica Arriba y abajo (1971-1975), que a lo largo de cinco temporadas nos contó las vicisitudes de la familia y los sirvientes del 165 de Eaton Place durante las tres primeras décadas del siglo pasado. Y, a su lado, asistimos a la reivindicación del sufragio femenino o el advenimiento del crack bursátil del 1929, hechos mayores de su tiempo que afectaban tanto a Lady Marjorie, su esposo y sus hijos -los aristócratas del piso superior- como al mayordomo, la cocinera, los lacayos o las doncellas que vivían en el semisótano.
Este subgénero tan reconfortante y tan poco valorado por la progresía intelectual no ha hecho más que expandirse y aumentar su ‘share’
Desde entonces, este subgénero tan reconfortante y tan poco valorado por la progresía intelectual no ha hecho más que expandirse y aumentar su share, tanto en las salas de proyección como en los canales de la televisión pública o privada, alcanzando quizá sus máximos niveles de calidad con películas como Una habitación con vistas (1985), Regreso a Howards End (1992) o Los restos del día (1993), todas del minucioso tándem formado por James Ivory e Ismail Merchant. O bien con teleseries como Orgullo y prejuicio (1995), con un encomiable Colin Firth, encarnando a Fitzwilliam Darcy en el grandioso relato de Austen; Jane Eyre (2006) con la enigmática Ruth Wilson dando vida al personaje creado por Charlotte Brontë; Cranford (2007), basada en las novelas de Elizabeth Gaskell, o la triunfal Downton Abbey (2010-2015, seis temporadas y dos largometrajes), ideada por el barón Julian Fellowes con un reparto de lujo y unos escenarios de ensueño para narrarnos las alegrías y las penas de los aristocráticos Crawley y su personal de servicio.
Y atención porque de la prodigiosa inspiración de Fellowes ya han brotado proyectos posteriores reseñables como Belgravia (2020) y La edad dorada (2022) que siguen exprimiendo el filón de las fiestas de boato y los amores imposibles, las relaciones familiares basadas en la hipocresía, los enfrentamientos entre castas, la mediocridad de unos entornos sociales viciados, el clasismo, el racismo… Así que tenemos tacitas para rato.
En paralelo a esta discreta pero imparable ascensión, muchos cineastas de prestigio se han permitido el antojo de flirtear con dicha temática en algún filme aislado que la crítica y el público no les han reprochado jamás, sino que -muy al contrario- les han ayudado a enderezar alguna carrera en horas bajas o a acercarse a mayores audiencias tras unos inicios radicales, como es el caso relativamente reciente del controvertido director griego Yorgos Lanthimos y su tercer largo, La favorita (2018), un melodrama palaciego con Emma Stone y Rachel Weisz luchando encarnizadamente por los favores de su reina.
Véase igualmente los casos anteriores de Stephen Frears con Las amistades peligrosas (1988) sobre el relato epistolar de Pierre Choderlos de Laclos (1782), o Martin Scorsese con La edad de la inocencia (1993), basada en la novela del mismo título de Edith Wharton, o Jane Campion con Retrato de una dama (1996), adaptación del libro de Henry James, o Robert Altman con Gosford Park (2001), una sátira de la aristocracia británica con el misterio de un asesinato palaciego incluido, que nos sirvió para descubrir a un guionista llamado Julian Fellowes, que se llevó un Oscar en su mismísimo debut.
Fellowes, que no es necesario volver a presentar debido a sus éxitos televisivos antes mencionados, pronto se animó a perseverar en el mismo campo adaptando para la gran pantalla otro famoso novelón decimonónico, La feria de las vanidades (1848) de William Makepeace Thackeray, para lo cual se alió con la directora Mira Nair, que venía de gabar el León de Oro en Venecia con La boda del monzón (2001). Y quizá el nombre de Thackeray no les diga mucho, pero sepan que otro de sus tochos más aclamados, la novela picaresca Barry Lyndon (1844) fue llevada al cinemascope en 1975 por el gran Stanley Kubrick. Lo cual cierra el círculo viniendo a demostrar que el cine de tacitas no es un invento reciente, ni mucho menos territorio reservado a producciones de poca monta o destinado a una audiencia conformista de señoras de mediana edad.
Cuando la actriz Emma Thomson, que ya había obtenido un Oscar en 1992 por su interpretación en Howards End, quiso probarse como guionista tres años después, recurrió a nuestra buena amiga Jane Austen -que, a estas alturas del artículo, ya es casi de la familia- y a su Sentido y sensibilidad, convenciendo al cineasta asiático con más proyección de aquel momento, Ang Lee, para que dirigiese la peli. Emma ganó la estatuilla de la academia al Mejor Guión Adaptado y Lee inició una carrera fulgurante en Occidente. Y es que apelar a Austen siempre es una buena idea.
Me precio de haber visto casi todas las adaptaciones televisivas o cinematográficas de esta autora, desde cintas poco conocidas como la muy pulcra Mansfield Park (1999, Lesley Barber), protagonizada por una jovencísima Frances O’Connor, o la Persuasión (1995, Roger Michell) que produjo la BBC con apenas un millón de libras de presupuesto o La abadía de Northanger (2007, Jon Jones), con una Felicity Jones que ya apuntaba maneras en el papel de la ingenua Catherine Morland, hasta Amor y amistad (2016, Whit Stillman) con Kate Beckinsale de estrella, pasando por la más reciente superproducción de Orgullo y prejuicio (2005, Joe Wright) con una impecable Keira Knightley en el rol de la inquieta y pizpireta Lizzie. Y créanme si, basándome en mi experiencia de fan metódico, le aseguro que es necesario esforzarse mucho para destrozar cualquiera de esas historias.
Knightley, por cierto, le debió coger gusto al tema porque poco después volvió a ponerse corsé y vestidos largos en La duquesa (Saul Dibb, 2008), lo cual demuestra que hay intérpretes que tienen un don para este subgénero y no estoy refiriéndome sólo a galanes como Alan Rickman y Colin Firth o a grandes damas como Maggie Smith o Vanessa Redgrave. Pero nos estamos despistando…
Lo que yo quería decir es que hace falta ser un mentecato para sumergirse en estas aguas confortables y hacer el ridículo por querer dárselas de guays como los hacedores de la última versión de Persuasión
Lo que yo quería decir es que hace falta ser un mentecato para sumergirse en estas aguas confortables y hacer el ridículo por querer dárselas de guays como los hacedores de la última versión de Persuasión. Así que, por favor, no lo intenten en el futuro con otros clásicos, para no ser de nuevo objeto de mofa y escarnio.
En cuanto a esa cursilería y superficialidad que los espectadores más descreídos han atribuido siempre al cine y las series de tacitas, radica en la mirada simplista con que uno analiza el relato, fijándose exclusivamente en los nobilísimos muebles, glamurosos cortinajes y el resto del ajuar que desvía nuestra atención del sempiterno tema principal, que es la búsqueda insistente de la felicidad de cada cual dentro de un entorno relativamente opresivo. Pero las historias de gente de carne y hueso, ricos o podres, alegres o desgraciados, están ahí y son muchas veces atemporales. Uno puede ser hombre heterosexual e incluso amante del fútbol, las bromas tabernarias y las cuchipandas de amigotes -como es mi caso- y disfrutar igualmente de este filón con esos diálogos que callan más que lo que dicen, esas miradas descorazonadoramente lánguidas y esos silencios con tanta carga emocional.
También hay quien, desde un enfoque estructuralista, juzgará este subgénero como propaganda reaccionaria para entontecer al pueblo llano. Pero pasan por alto que la mayoría de estas historias denuncian la doble moral y los convencionalismos, los enredos cortesanos y los matrimonios pactados, reclamando libertad de pensamiento y de acción para la mujer y, desde una perspectiva humanista más global, el triunfo del amor y de la razón sobre la frivolidad, la mezquindad y los intereses creados. ¿Apetece otra taza de Earl Grey?