Islas del abandono: lo que la naturaleza reclama cuando nosotros nos vamos
‘Islas del abandono’ es el impactante ensayo que explora cómo la naturaleza florece en aquellos lugares que los humanos hemos abandonado, voluntaria o forzosamente
Los humanos, por definición, vamos dejando atrás cosas: la ropa con la que nos vestimos hace una década, ciertos recuerdos, los lugares. Abandonamos la propia tierra en pos de otras oportunidades, buscando crecer o evitar. Llevamos el nomadismo y la huida en los genes. Y cuando abandonamos la tierra, cuando esta se queda a solas, habla. El libro que ha escrito Cal Flyn, premiada como Joven Escritora del año 2021 por el Sunday Times, es una escucha atenta de todos aquellos lugares en los que la naturaleza ha florecido en nuestra ausencia. «Un recorrido por estos nuevos ecosistemas, como lugares de inesperada importancia medioambiental», dice la contra de esta cuidadísima edición a cargo de la editorial Capitán Swing.
Las razones por las que la tierra se ha vaciado de humanos son varias y todas las aborda Flyn en Islas del Abandono: el descenso de la natalidad, desde luego; pero también las nuevas pautas agrícolas -que emplean menos superficie para producir más- o, claro, desastres como el de Chernóbil, ante el que solo quedaba la opción de marcharse. Sean cuales fueren las causas, el resultado es similar: «A medida que los seres humanos se retiran, la naturaleza reclama lo que una vez le perteneció».
Para explicar el fenómeno, Flyn escoge doce lugares del planeta y los ordena conforme a cuatro circunstancias: en la primera parte del libro se centra en aquellos lugares emblemáticos en los que la ausencia de seres humanos ha permitido el restablecimiento de la fauna dando lugar a verdaderas reservas naturales; en la segunda, habla de las consecuencias que el éxodo masivo tiene para aquellos pocos que se quedan, que permanecen; en la tercera examina «la alargada sombra que proyectamos sobre la Tierra» los humanos, que dura más allá de nuestra marcha e impregna el ADN del planeta mismo y la cuarta, a través de dos espacios en cierto modo apocalípticos, nos brinda «la visión de un futuro en el que el cambio climático y otros legados humanos» crearán un mundo muy distinto.
En cuanto al evocador título de la obra, Islas del abandono, Flyn refiere que algunos de los lugares de los que habla «son literalmente islas; otros simplemente actúan como tales: enclaves silvestres en un mar de asfalto y ladrillo o en llanuras agrícolas destinadas al monocultivo». En este artículo voy a reseñar algunos de ellos, los que más me han impresionado tras su lectura, pero la obra entera merece un paladeo lento porque la prosa de Flyn posee una de las más raras virtudes en la literatura de viajes, así sea de no ficción: que viajemos con ella.
I In Absentia
En la primera parte del libro, In Absentia, uno de los capítulos está dedicado al Invierno nuclear de Chérnobil (Ucrania). En él la autora repasa los accidentes nucleares acaecidos a lo largo de la historia (bomba atómica incluida) y concluye que Chérnobil se llevó la peor parte: «…Chérnobil es el más contaminado de todos. A pesar de que la explosión en el cuarto reactor tenía solo una fracción de la potencia de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, se cree que la lluvia nuclear liberada fue cuatrocientas veces superior gracias a la enorme cantidad de combustible nuclear alojada en el reactor dañado».
Dentro del largo periplo de Flyn por los lugares abandonados del planeta, hace parada en las ciudades que el desastre dejó por completo vacías. Y, al volver a ellas pasados tantos años, ha escuchado uno de los silencios más salvajes del planeta. Este es un pasaje vivido en un edificio en ruinas: «Salgo del piso y subo por las escaleras, asomando la cabeza por las puertas abiertas. Nidos de aves en precario equilibrio en lugares insospechados: en cajas de fusibles, en estanterías de libros, en cajones de escritorio». Qué imagen, la de los nidos adaptados al vacío, retomando la idea de que los lugares abandonados, como este de Prípiat, se convierten en auténticas reservas naturales.
También llega a Paryshiv, donde sube el voltaje de la aventura: «La zona está llena de puntos calientes. A veces aparecen marcados por pequeñas señalizaciones amarillas en forma de piruleta, donde resalta el trébol nuclear con el símbolo internacional de la radiación ionizante de color rojo (…). Cierro los ojos y me llevo los dedos fríos al rostro, imagino que estoy cubierta de radiación y que esta me sumerge en una corriente de la que solo soy consciente de manera abstracta; su existencia es una cuestión de fe. Pienso en que una cosa es entender el concepto en una conferencia y otra muy distinta es comprenderlo con tu cuerpo a merced de ella». Flyn sabe que para escribir algo merecedor hay que mojarse, y la autora escocesa no ha estado exenta de riesgos durante los años que esta investigación le ha llevado.
II Los que se quedan
Dentro del segundo gran bloque, Los que se quedan, Flyn se apea, en primer lugar, en la ciudad estadounidense de Detroit. «La que una vez fuera la cuarta ciudad de Estados Unidos lleva los últimos setenta sumida en un declive terminal, con una población que se ha reducido en casi dos tercios». Eso se traduce en la más pura decadencia traída de la mano del deterioro urbano, para el que la autora rescata el término blight. Blight es un concepto que proviene del mundo agrario y que se refiere a la muerte repentina y devastadora de todos los cultivos. Resulta elocuente. «Vecindarios enteros exhiben un estado parecido a la descomposición. Diecinueve mil edificios se han demolido en los últimos cinco años. Sin embargo, no es una ciudad vacía, solo profundamente marcada por el abandono», escribe.
Ante eso nos surgen dos preguntas: ¿por qué este éxodo? Flyn expone que Detroit siempre fue una ciudad crecida al calor de la industria automovilística. Y, como en todo en la vida, poner los huevos en una sola cesta es peligroso o, al menos, inestable: «A medida que la ola de la industria rompía y se retiraba, los principales fabricantes de coches se desplazaron primero desde las fábricas centralizadas a otras más pequeñas fuera de la ciudad y, más adelante, al extranjero; con ellas se marcharon los trabajadores y el dinero». ¿Cómo afecta eso a los que se quedan, como reza el título de este bloque? Pues, para empezar -y a la vista de la estadística- el abandono llama al crimen: «Detroit, que ostenta el índice de desocupación más elevado de Estados Unidos, es también la ciudad más violenta del país». Flyn en su paseo da con una víctima de esta violencia y del blight que lo recubre todo en su Detroit natal: se llama Constance y nació en 1949, ergo ha vivido lo suficiente para narrar a la autora cómo las escuelas de su ciudad cerraron, la droga imperó y un tiroteo acabó con la vida de su hermano. Sin embargo, mantiene la esperanza: «Se ocupa de su casa a diario para mantener el blight a raya. También atendía la casa de al lado hasta que desapareció. Pero afirma que últimamente han vuelto a aparecer los barrenderos. Era algo que no se veía desde hacía años, desde que ella era adolescente. ‘Estoy esperando a que todo vuelva’», le dice a la autora con una fe inquebrantable.
III La sombra alargada
Hace poco hablábamos en este diario de las maravillas que bien merecen una visita a Staten Island, ese quinto estado de Nueva York que muchas veces cae en el olvido en favor de Manhattan o Queens. Pues bien, en la cara b de la moneda, Flyn pasea por este distrito para asombrarse de los cementerios de barcos abandonados a la suerte de un mar que los corroe. ¿La razón? Una vez más, la eliminación de residuos que predominó en todo Occidente durante los siglos XIX y XX.
«Estoy en la orilla de Arthur Kill, un estrecho intermareal a través del cual las aguas del Passaic desaparecen en el mar (…). Justo delante, a tan solo unos metros dentro del agua, sobresalen un centenar o más de embarcaciones naufragadas que se mecen suavemente. Restos de color rojo oxidado, espectros que, iluminados por el resplandor rosáceo del atardecer, son como una aparición: una masa demacrada de cadáveres que emerge de las profundidades». La explicación para este acúmulo de barcos fantasma está en el dueño de un desguace cercano, que los llevaba ahí literalmente a morir. Flyn se atreve incluso a vadear, se mete hasta las rodillas sellando con firmeza la boca porque le han advertido de que una mísera gota de esa agua hasta los topes de porquería postindustrial podría hacerla enfermar. Y, sin embargo, incluso allí descubre cómo nace la vida: «(…) persisten unas cuantas especies tolerantes a la contaminación y otras están volviendo lentamente ahora que la calidad del agua está mejorando: el pez azul, el pez débil, el pez negro, el bagre, el cazón». Y cangrejos, concretamente una variedad azul brillante, golosa a simple vista, pero que guarda en su interior tanta ponzoña, dice la autora, como para que la ingesta de uno solo de ellos le provoque cáncer a una persona. Por eso, las autoridades de Nueva Jersey no han escatimado en cartelería agresiva para disuadir de su consumo: ¡PELIGRO! ¡NO LOS PESQUE! ¡NO LOS COMA! CÁNCER, rezan las pancartas que Flyn observa por doquier. La naturaleza sigue su curso cuando no estamos, pero no deja de sufrir las consecuencias de nuestros actos.
IV Final de partida
«El mar de Salton no es un mar real, sino los restos de una gran inundación: la consecuencia de que en 1905 el río Colorado rebasara las riberas de un canal de regadío mal construido y se precipitara en forma de torrente hasta lo que entonces era la dolina Salton, una inmensa playa reseca en el sureste de California de aspecto desnudo y sin adornos, salvo por algunos manantiales humeantes sulfurosos», escribe Flyn en el duodécimo y último capítulo del libro, titulado El diluvio y el desierto, y dedicado a este mar en ruinas.
En un primer momento, desarrolla, a la inundación sobrevenida le vieron aspectos positivos, como comentó un periódico local: «A pesar de que, como es natural, este giro de los acontecimientos ha causado muchos inconvenientes, la inundación resultará enormemente beneficiosa (…) El efecto de las brisas que soplan en el cálido valle desde un mar salino atemperaría el clima hasta convertirlo en un delicioso bálsamo que haría de esta parte del estado uno de los lugares más atractivos que podían encontrarse». Y dicho y hecho: el mar por accidente se convirtió en un popular complejo de vacaciones al estilo Marina D’Or. Pero el sueño duró poco: empezó a sufrir inundaciones y el mar, en otras ocasiones, hervía hasta desaparecer. «Comenzó a encogerse, revelando una extensión de sedimento pesado y arcilloso que se secó en un polvo fino y alcalino mezclado con selenio, arsénico y DDT de la escorrentía agrícola que se había desviado hacia la dolina para ralentizar la evaporación del mar». El aire tan enrarecido y tóxico se volvió un generador de crisis de asma en todo el sureste del estado. Y ya no solo el aire: las especies se contaminaron y se produjo una situación de «colapso medioambiental» sin parangón. «A medida que morían las floraciones, se agotaba el oxígeno en el agua, lo que impedía que los peces pudieran respirar y, en consecuencia, morían en grandes cantidades. En el verano de 1999, diez millones de peces muertos fueron arrastrados hasta la orilla del mar de Salton». Esa situación provocó el éxodo humano y todos los asentamientos a lo largo de la costa del mar de Salton se vaciaron.
A unos kilómetros al este la autora viaja hasta una base militar abandonada tras la Segunda Guerra Mundial, de la que se llevaron todos los edificios para dejar tan solo los cimientos. Se llama Slab City y es un lugar de acogida, en mitad de tal desierto, de hippies, vagabundos, fugitivos o, en general, supervivientes. La autora lo visita a final de septiembre y admira el caos que impera en aquel extraño ordenamiento anárquico. Todos los que allí viven se respetan en cierto modo, porque también se temen. Es un nido de almas sórdidas en el que, en cambio, emerge la esperanza a manos de un artista local que decoró «una escultura-accidente geográfico-lugar de adoración construido con adobe y balas de heno y pintado con los colores brillantes del Sgt.Pepper». Se llama Salvation Mountain y su creador, Leonard Knight, comparte con el lugar el espíritu vagabundo (pasó tres décadas de su vida viviendo en un camión). No se puede negar que la autora logra hacer literatura de todo cuanto visita, porque termina la descripción física de tal lugar con otra de las frases soberbias que el libro atesora: «Un crucifijo brota en la cima como el tallo de una judía».