Alejandro González Iñárritu frente a un espejo de aumento
El director mexicano renace con ‘Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades’, su filme más personal que Netflix estrena hoy en cines antes que en la plataforma
Cuando los González Iñárritu llevaron a su hijo menor Eliseo por primera vez a una guardería en Los Ángeles, acababan de llegar al país, así que el pequeño no hablaba «un carajo de inglés». De ahí que le pidieran, por favor, a la asistenta guatemalteca de la maestra que le tradujera al castellano los primeros días. Cuando lo recogían, el niño estaba, invariablemente, meado y cagado. No comía. En 15 días cambió su carácter. La mujer no estaba cumpliendo lo acordado. «No quiero que me confundan con una sirvienta», les explicó, escudándose en un temor compartido por muchos hispanos emigrados al país de las oportunidades. A pesar de ser bilingüe.
El director de Amores perros ha asimilado aquella agria anécdota con los años y la experiencia propia de asimilación que ha tenido que encarar. «Es una traición en la que te tienes que desintegrar para reinventarte. No es una queja, es parte de esta situación en la que un papelito puede quitarte la identidad y decirte: no eres nada ni nadie, cabrón».
Desde su exilio voluntario hace 21 años ha facturado la que considera su obra más personal. Un largo grandilocuente de 164 minutos que, tras su paso por Venecia, recortó 22. No aligeró, sin embargo, el tedio al que sume por momentos al espectador. Con distancia, aquella sensación se puede justificar en la experiencia apabullante y excesiva que entrega la película. Bardo o falsa crónica de unas cuantas verdades abarca un universo onírico que revela las entrañas de lo íntimo y las pesadumbres políticas y sociales que obsesionan al autor. Es un compendio de obsesiones que rebosan surrealismo, pesar y comedia.
«Como millones de españoles y de gente que vive en esta cultura híbrida, hay una sensación de desasosiego que es difícil de entender si no la has vivido. Podría hacer una película de todas las cosas que me han pasado en las fronteras, donde además, el que está en la entrada de los aeropuertos es de origen latino, pero ya se integró», compartía con un grupo de periodistas en el pasado Festival de San Sebastián.
La hiperbólica autoficción se viste de un envoltorio técnico de gran angular y travelling, pero la maestría de Iñárritu asfixia por momentos las revelaciones personales y los lutos íntimos. Su alter ego en este viaje de redención es un periodista y documentalista emigrado a Estados Unidos que regresa a México D.F. para un homenaje. Los preparativos y el evento en sí lo sumen en una crisis existencial donde reflexiona sobre el éxito, la identidad, la mortalidad, la familia y la historia de México.
«Elegí que ejerciera esta profesión porque me parecía que la crisis del personaje es la que existe entre la ficción y la realidad. Ustedes, los periodistas, persiguen la verdad, y esa misma verdad es la que todos sentimos que se nos está escapando de las manos. Estamos en una situación interesante en las que nos preguntamos quién construye las narrativas, cómo y con qué objetivo», se explaya el realizador, que a ese respecto, en 2017, rodó el corto Carne y arena, una experiencia inmersiva desarrollada en realidad virtual que permite a los participantes ponerse en la piel de las personas migrantes mexicanas y centroamericanas que intentan llegar a Estados Unidos. La inmigración ilegal es un nexo común entre muchas de sus propuestas de ficción, como Babel (2006) y Biutiful (2010).
Neocolonialismo en Baja California
En Bardo, además de la mirada hiperrealista al cruce de la frontera y la simbólica a los feminicidios y a las matanzas de Hernán Cortés, hay una subtrama que es pura, humorística especulación sobre una compra futura de una parte de México por parte de Amazon.
«En 1846, la invasión estadounidense nos quitó la mitad del país por 15 millones de pesos. Hoy las corporaciones se están convirtiendo en los nuevos gobiernos, están comprando al mundo. No es mentira, podrían comprar países enteros. La suya es también una invasión ideológica, imprimen una forma de ver las cosas con sus medios globales, inician la conversación sin que nos demos cuenta. Así que la invasión sigue, aunque de diferente manera. Si vas a Baja California, todas las tierras y las casas están compradas. Es una colonia. Es impresionante».
El afán autobiográfico de Alejandro González Iñárritu se ha comparado con el cine de Fellini, pero el cuatro veces oscarizado director prefiere reivindicar en su obra el rico imaginario latrinoamericano. «Las referencias son reducidas porque hay mucho desconocimiento de nuestra cultura, sobre todo en el mundo anglosajón. En todo el tiempo que llevo en Los Ángeles nadie me ha hablado de Octavio Paz. No saben quién es. Tenemos una cultura propia con un imaginario muy poderoso, milenario. Y la literatura, con el ejemplo más obvio que sería García Márquez, me ha influido. Y la literatura sí creo que desde el más obvio ejemplo que sería García Márquez, me ha influido en el tiempo, las narrativas y las estructuras desde Amores Perros a 21 gramos. Por no hablar de los muralistas. De pronto me citan como referente a Nino Rota, pero lo que suena son bandas de Oaxaca, así es nuestra música desde hace 300 años. Es una película que pertenece a una ciudad tan compleja como la mía. Mirarse solo el ombligo angloeuropeo… Fellini es uno de los grandes directores pero no inventó el cine. De hecho, en Bardo hay más de Buñuel que de Fellini».
Netflix la ha estrenado este fin de semana en cines antes de subirla el 16 de diciembre a la plataforma.