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Cultura

A vueltas con la fantasía del gigoló heterosexual (y feliz)

El ‘remake’ de ‘American Gigoló’ pone en evidencia la fractura en la visión del sexo entre dos generaciones de la cultura progresista

A vueltas con la fantasía del gigoló heterosexual (y feliz)

Cartel de la serie. | Showtime

Entre la otrora no estigmatizada adolescencia heterosexual (tristemente prolongada en demasiados casos, también hay que decirlo), flotaba de forma más o menos explícita la fantasía de tener sexo con mujeres… y además cobrar por ello. En 1980, Hollywood se atrevió a darle forma con la icónica película American Gigoló, en la que un atractivo Richard Gere prebudista encarnaba a un prostituto con mucha clase en un Los Ángeles de descapotables y casoplones en la playa. Showtime, uno de los afluentes narrativos de Paramount, decidió resucitar el fenómeno con un remake en formato de serie. De momento, acaba de terminar la primera temporada y una posible segunda anda en el alero. Dependerá, como siempre, de la respuesta de público y crítica. La de esta última instancia está siendo bastante amarga, pero por razones que van más allá de la factura técnica del invento, y resultan muy significativas de los tiempos que corren.    

La campaña por las elecciones legislativas en Estados Unidos se ha calentado hasta el punto de que algún alarmista avizora una posible guerra civil en el horizonte. Sin llegar a tales extremos, lo cierto es que resulta cada vez más interesante contemplar la agresiva reacción de la intelligentsia cultural norteamericana cuando se cuestiona alguno de los arquetipos forjados por ellos en estas últimas décadas. Si se mira con atención, al fondo del cuadro de la eterna lucha contra el fascismo y demás sí que se intuye una especie de guerra civil… pero dentro del bando de la izquierda y a cuenta de la autoritas progresista. 

Tráiler oficial de la serie ‘American Gigoló’ 2022 | Showtime

Empecemos, por ejemplo, por The New Yorker, quizá la máxima expresión de esa izquierda exquisita que tanto le gustaba parodiar a Tom Wolfe. Doreen St. Felix se despacha a gusto con un artículo que titula directo al grano: «El escandaloso conservadurismo del reinicio de American Gigolo». El subtítulo remata la cuestión: «Lo que debería ser una amplia visión del sexo se reduce a un tratado político».

El autor de The New Yorker acusa al showrunner David Hollander de diseñar a Julian «como un mártir, santificado por su desgracia, que le ha sido repartida por un desfile de mujeres conspiradoras o egoístas o estúpidas. Este proyecto, reinicio de la película homónima de 1980, es pésimo, pero no es inerte. Tiene una gran militancia en su promoción de las ortodoxias de nuestra época. Es descaradamente antiplacer».

En la intelligentsia cultural de lo que podríamos llamar «progresismo clásico» permea últimamente cierta nostalgia por la época en que lideraban los ímpetus revolucionarios, tarea en la que se han visto sucedidos por una nueva ola que los ha rebasado por la izquierda con la consabida falta de respeto de las nuevas generaciones. Comienza a hacer fortuna el término de «rojipardo», que describe al gurú progre devenido en nostálgico. Valga de ejemplo esta reseña de Juan Luis Cebrián en Babelia del libro El Gran Apagón, de Manuel Cruz. 

Dicho lo cual, volvemos a The New Yorker: el American Gigolo original era, «ante todo, una película de moda. Gere fue vestido casi exclusivamente por Giorgio Armani». O sea, molaba. En una forma que, además, solo podían disfrutar los adelantados de la época. Gracias a la revolución que encabezaban, el sexo era alegría. «El Julian de Richard Gere trota y se pavonea por unas calles de Los Ángeles que aportaban glamour diurno al paseante». Los beatos de derechas no podían disfrutar de semejante visión. Los liberados sexuales de izquierdas, sí.

Los malos de la película son un financiero y un político. Como debe ser: Julian Kay, dice St. Felix, era «una criatura hermosa y desgraciada que inauguró las fijaciones de una década». Aunque no menciona el clásico de Scott Fitzgerald, lo define como una especie de Gatsby: «Se insinuó en la clase de la élite atendiendo a sus aburridas y descuidadas esposas, solo para descubrir que, cuando las filas se cerraron, su lugar entre ellas no era real». Y la gran jeremiada: en la nueva versión, «Julian Kaye, está irreconocible: en lugar de un luchador, es una víctima». 

En la serie, en cambio, «se nos hace soportar una ridícula trama de pedofilia» que explica cómo y por qué se dedicó Julian a la bonita profesión de gigoló. Una red de prostitución se lo compró a su madre cuando tenía 15 años y lo adiestró para seducir a cambio de una rentabilidad apreciable. A gente como St. Felix debe de sorprenderle (¿preocuparle?) que un Gobierno tan de izquierdas como el español se obstine en prohibir la prostitución. De hecho, hay un curioso debate al respecto. Más allá de la opinión de cada cual al respecto, reconocerá la ironía de que la presidenta de la Plataforma de Afectados por la Abolición de la Prostitución utilice este argumento: «Yo llevo muchos años en esto, y [esta norma] me recuerda a las leyes posfranquistas, cuando se nos echaba encima a la policía».

Más cerca de la industria cinematográfica, la crítica del Los Angeles Times Lorraine Ali aporta un detalle interesante. En la serie, «el sexo es gráfico y sórdido», mientras que las escenas tórridas de la película harían sonreír con ternura a cualquiera de nuestros adolescentes familiarizados con Xvideos. Sin embargo, esas imágenes más explícitas de la serie resultan paradójicamente puritanas por su «propósito: revelan las circunstancias y el trauma que hicieron de Kaye el adulto dañado que es hoy». Y el dardo envenenado: «También se puede argumentar que la película dio glamour al trabajo sexual, o al menos retocó la realidad de la profesión para una década glotona». 

El guionista y director de la película, Paul Schrader, renegó públicamente de la serie en su página de Facebook (significativo medio, por otro lado) y explicó que cuando Paramount, que de todas formas tenía el copyright, lo llamó para participar en el remake, respondió que le parecía «una idea terrible. Los tiempos habían cambiado, el porno en Internet había redefinido el trabajo sexual masculino, los virus, etc.» Mike Hale, del New York Times, resume el malestar de los nostálgicos en el subtítulo de su crítica: «Una serie de Showtime rehace una película que marcó una época para la era actual de la victimización». El hedonismo de la izquierda exquisita solo acepta la victimización cuando no le rompe sus juguetes. St. Felix reconoce que su «tenue entusiasmo por la serie, cuando se anunció por primera vez, giraba en torno a Jon Bernthal, concretamente a su cara […] Su nariz es romana; su boca, menguante. Su belleza es tosca y un poco equivocada, y la combinación es emocionante». Pero… «la serie le castiga, y nos castiga, por esa belleza». Y eso, supongo, ya es demasiada revolución…

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