Adictos a 'La que se avecina', la versión española de la 'comfort TV'
Aunque la audiencia de la nueva temporada ha decepcionado, la serie conserva un gran poderío por la repetición de episodios antiguos
La que se avecina (LQSA) es una serie grosera. Zafia. Comedia de sal gorda, gordísima. Nada que ver con las excelencias de HBO, Netflix y compañía. Y sin embargo, usted, alguien más o menos sofisticado, con sus lecturas y estudios, no puede dejar de verla… Es más, ahora que acaba de estrenarse una nueva temporada, la decimotercera, se da cuenta de que casi prefiere ver los viejos episodios, pese a que (¿o precisamente porque?) se los sabe de memoria. Tranquilo. No es el único. Simplemente sufre una adicción a la tendencia de la comfort TV, versión española. Nada grave.
A priori, el argumento de LQSA no se antoja tan sugerente: las vidas de los vecinos en un edificio de la periferia madrileña de clase media. La clave está en el tratamiento. Parodia costumbrista con puntos de un surrealismo muy español. Algo así como el esperpento valleinclanesco con muchos menos quilates y algo de unos Álvarez Quintero posmodernos, cercanos ya a los más descabellados tebeos de Francisco Ibáñez. De hecho, los creadores de la serie admiten abiertamente la inspiración en 13, Rue del Percebe, un producto de culto del autor de Mortadelo y Filemón.
Los personajes se dedican, básicamente, a fracasar. Continua y ostentosamente. En todos los órdenes de la vida. Y a hacerse la vida imposible, como buenos vecinos a la española. Los personajes van afilando sus perfiles episodio a episodio: el idealista Enrique Pastor, al que todo el mundo toma el pelo; el mayorista Antonio Recio, conservador de orgullo irascible; su mujer Berta, fanática católica con tendencia a la promiscuidad culposa; el entrañable gañán Amador; el pícaro de playa Fermín Trujillo… Un largo elenco de personajes perfectamente estereotipados y reconocibles.
En el episodio 100, en un alarde a lo Pirandello (o el Unamuno de Niebla, más castizo), los personajes visitan el mundo real y protestan ante un directivo de Telecinco (con marcado acento italiano) por sus míseras vidas. Este les dice que son «héroes», porque los españoles llegan a casa abrumados por la carga de sus propias vidas y, al ver en la tele otras aún peores, se relajan y… se ríen. El humor termina de cerrar el círculo del éxito. Los guiones apuran el potencial surrealista de una comunidad de vecinos hasta el extremo con diálogos plagados de chistes, algunos realmente brillantes. Y, por supuesto, mucho sexo, la mayoría bastante ridículo. Todo el mundo se lía con todo el mundo.
La nueva temporada, nada menos que la decimotercera y hay dos más contratadas, arrancó el pasado 18 de noviembre. Amazon Prime lanzó para sus abonados tres episodios de una vez y, a partir de ahí, uno a la semana hasta los ocho que componen la primera mitad de la temporada. Una estructura diferente a la de la temporada pasada, cuando se subió toda la primera tanda de una vez. Quizá Amazon quería evitar la muy extendida piratería de episodios o el truco de suscribirse solo por el primer mes, gratis, y darse de baja tras un atracón. Sí, de eso es capaz LQSA.
El estreno de la temporada en Telecinco lo vieron 1.342.000 espectadores, un 12,9% de cuota de pantalla. Números tremendos, teniendo en cuenta que hay que descontar a quienes vieron el capítulo por Amazon. Sin embargo, la prensa especializada habló de fracaso por el 3% menos de cuota respecto a la temporada anterior. La cadena, atribulada por numerosos reveses, había atesorado con mimo la gran baza de LQSA, que llegaba además renovada, con los vecinos mudados a nuevo edificio en el centro de la capital.
En cualquier caso, ¿de verdad se puede hablar de fracaso con más de un millón de espectadores? El problema son las expectativas creadas: en 2012, la sexta temporada rebasó los cuatro millones. Cierto que se trataba de un negocio distinto, dominado por los dos grandes grupos generalistas y con el streaming aún en pañales. En 2014 y 2015 la serie alcanzó su pico de cuota de pantalla, con un 23,6 en ambas temporadas, y a partir de ahí empezó a caer.
Precisamente LQSA protagonizó el episodio más picante de la guerra entre Antena 3 y Telecinco. La serie había comenzado en 2003 con el título de Aquí no hay quien viva (ANHQV), un invento de los hermanos Alberto y Laura Caballeros, sobrinos de José Luis Moreno, por entonces presentador y productor de éxito (la parte más sórdida de su perfil se revelaría años más tarde, en colaboración con Iñaki Ariztimuño, que después se desvinculó del proyecto).
El pelotazo fue tan inesperado como instantáneo y mayúsculo. Los episodios pasaron de durar poco más de media hora a casi hora y media. La tercera temporada tuvo 33 episodios con una cuota media del 37,1%. Los rodajes eran interminables, hubo momentos de mucha tensión y en 2006 la productora dijo basta. Pero los hermanos Caballero tenían un as en la manga: en 2010 sacaron otra serie con el mismo esquema y la mayoría de los actores de ANHQV pero con otro decorado, otros nombres y… otra cadena: Telecinco. Nacía La que se avecina.
Antena 3 siguió emitiendo episodios antiguos de ANHQV, con sorprendente éxito de audiencia. Actualmente, su canal de TDT Atreseries emite un par de ellos por la mañana, y se pueden ver en streaming. Y aquí empieza la dimensión verdaderamente alucinante del fenómeno. A medida que iba sacando nuevos episodios de LQSA, Telecinco hizo lo mismo que su rival, pero sin esperar a que acabara la serie: los viejos episodios superpoblaban su canal FDF: hasta entonces típico habitante de esa TDT profunda con olor a teletienda, poco a poco se fue colando como paisaje de fondo en una cantidad cada vez mayor de hogares.
Este septiembre pasado, Alberto Caballero soltaba la bomba desde su cuenta de Twitter: «Un dato sobre la rentabilidad de #LQSA: el número de repeticiones a día de hoy desde la 7ª temporada. Más de quince mil pases. Y esto es solo en TV lineal. Habría que sumarle Prime vídeo, Mitele, Disney plus…». Los viejos episodios se habían ido a una emisión histórica: 15.552. De ellos, 7.983 en FDF.
Asombroso. En el momento de la historia de mayor oferta de contenidos de ocio audiovisual con diferencia, una buena parte de los espectadores españoles quieren que les cuenten el mismo cuento una y otra vez. ¿Estamos experimentando algo parecido a una regresión a la infancia? El asunto ha merecido ya sesudos análisis en el mundo anglosajón, que ha bautizado el fenómeno como Comfort TV. Richard Godwlin lo desmenuzaba en un artículo en The Guardian titulado: «La era de la televisión de confort: por qué la gente ve en secreto Friends y The Office en bucle». Desde el punto de vista del espectador, vale como paradigma esta declaración de Lucy, londinense de 28 años, sobre la serie Gilmore Girls, que no tuvo una gran audiencia cuando se emitió en la televisión por cable estadounidense entre 2000 y 2007 y se ha convertido en un gran éxito en la era del streaming: «La veo cuando estoy estresada para distraerme un poco, pero también para volver a mundos tranquilizadores con poco peligro y resultados conocidos».
Desde el punto de vista industrial, Godwlin explica: «A menudo se ha observado que la aparición de Netflix, Amazon Prime, Now TV, Hulu, Facebook TV y demás ha abierto las fronteras de la televisión […] También hay mucho dinero de Silicon Valley para financiar los programas. Pero mientras las conversaciones en las cenas siguen centrándose en Russian Doll y Big Little Lies, las plataformas piensan cada vez más en otras cosas: la televisión que se estira como un chicle, la televisión de cola larga, los espacios que iluminan vagamente la habitación. Puede tratarse de un episodio aleatorio de El príncipe de Bel-Air o programas de cocina de mediados de la primera década del siglo».
En definitiva, concluye Godwlin: «Parece que, en esta época de opciones y calidad sin precedentes, la llamada edad de oro de la televisión de prestigio, la mayoría de nosotros sigue queriendo ver programas de media hora sobre gente vagamente simpática en los que todo sale bien». Por eso, el gran icono del Comfort TV en su versión original, estadounidense, es Friends. Un fenómeno en sí mismo, quizás el más potente en el espectro de las series de televisión contemporáneas, que merece análisis tan sesudos como el de Jennifer C. Dunn en el libro Friends: A Cultural History. Los capítulos 4 y 5 explican ya bastante desde los títulos: «Friends: Happy Not Doing Too Much» y «Friends: Happy Not Thinking Too Much». Pues eso. La felicidad está en no hacer ni pensar demasiado. El espectador, saturado de variedad, quiere ir a tiro hecho. Dunn recoge la convicción de los creadores y actores de la serie de que el descomunal éxito (con un material objetivamente muy básico) se debe a que proporciona «confort en tiempos de incertidumbre».
El ácido protagonista de la serie BoJack Horseman, que se hizo famoso gracias a una sitcom de los 90 más o menos trasunto de Friends, lo explica a su manera: «Para mucha gente, la vida es una larga y dura patada en la uretra, y a veces, cuando llegas a casa después de un largo día de patadas en la uretra, sólo quieres ver una serie sobre gente buena y simpática que se quiere, en la que, pase lo que pase, al final de los 30 minutos todo va a salir bien».
En España somos un poco diferentes. Algunos hablan de cainismo. Goya lo sintetizó en un par de compatriotas interactuando a garrotazos. Como les decía el directivo ficticio de Telecinco a los personajes de LQSA en el metaepisodio número 100, aquí necesitamos relajarnos con la desgracia ajena. Aunque, en el último momento, los personajes terminan saliendo adelante, tampoco somos tan crueles. Solo queremos reírnos un poco viendo como le pegan a otro la patada en la uretra. Una y otra vez. Sin más complicaciones.