Paul Newman: la vida atormentada detrás de unos ojos azules
Las memorias autorizadas del actor y el documental ‘Las últimas estrellas de Hollywood’ (HBO) revelan las luces y sombras de la vida del intérprete
«He luchado toda mi vida con la inseguridad», afirmó en más de una ocasión Paul Newman. Con una gran presencia en escena, una estatura de 1,77 y unos ojos azul intenso que iluminaban hasta el metraje en blanco y negro, se había convertido en el hombre más guapo del mundo. Pero el éxito de su físico, reconocía, tenía mucho más que ver con lo que él mismo solía denominar como «la suerte Newman» –algo que había empezado «por nacer blanco en 1925»–, que con saber lidiar con sus propias inseguridades.
A Newman le sonreía esa misma fortuna que no acompañó a James Dean cuando el 30 de septiembre de 1955, mientras se dirigía a competir en una carrera de coches, un Ford se le acercó con gran velocidad incrustándose contra su Porsche. Ambos, Dean y Newman, habían coincidido en la misma academia, Actors Studio de Lee Strasberg. El actor de Rebelde sin causa era la estrella revelación del momento y Newman apenas había trabajado en alguna película con no muy buenos resultados. Robert Wise iba a empezar a rodar Marcado por el odio, que se rumoreaba que sería el próximo proyecto de Dean. Pero tras su fallecimiento aquel papel, a la postre icónico, recayó finalmente en manos de Newman.
«Sé que hay muchos que atribuyen el despegue de mi carrera a la muerte de Jimmy», confiesa él mismo en Paul Newman. La extraordinaria vida de un hombre corriente que acaba de publicar Cúpula. Un testimonio que reconstruye las horas y horas de conversaciones que durante años el actor mantuvo con su amigo, el también guionista Stewart Stern, como parte de un proyecto para escribir sus memorias, y que coincide con la emisión de una serie documental de seis episodios sobre el matrimonio Newman-Joanne Woodward que bajo el título Las últimas estrellas de Hollywood ha dirigido Ethan Hawke para HBO.
Un repaso por la vida y confesiones del protagonista de títulos como La leyenda del indomable, El golpe o Dos hombres y un destino, que nos descubre a un hombre confuso, inseguro, traumatizado por su compleja relación materna, adúltero y alcohólico, que tuvo que lidiar con la muerte del mayor de sus hijos a los 28 años y que vivió parte de su vida «distanciado de sus emociones», como le describe el propio Stern. Franco y honesto, filántropo y con un gran sentido del humor, Newman se interesó también por los derechos raciales y se involucró en las injusticias y luchas políticas de su época. Además, fue aficionado a las carreras de coches y mantuvo junto a Joan Woodward, su segunda esposa, una de las relaciones más estables de la historia de Hollywood.
Una infancia problemática
Nacido en enero de 1925, hijo de un escritor frustrado que regentaba un comercio de artículos deportivos, un hombre culto pero alcohólico, y de una mujer obsesiva y maniática que veía a su propio hijo como uno más de los objetos decorativos de su casa, tuvo que lidiar desde muy pequeño con una complicada y muy distante relación con su progenitor y otra particularmente nociva con su madre. «Yo era como uno de aquellos perros de mierda suyos, que acabaron comidos por el cáncer y tan obesos que prácticamente no podían moverse, y, aun así, ella los seguía alimentando con chocolate hasta asesinarlos con su bondad –llega a confesar en un momento–. Mi madre no tenía conciencia alguna del daño que provocaba».
Probablemente para huir de aquel hogar, Newman comenzó pronto a trabajar en el negocio familiar. En aquellos primeros años fue, además, repartidor de flores y de periódicos, chico de almacén y vendedor a domicilio de enciclopedias y otros artículos. En 1942, se matriculó en Economía en la Universidad de Kenyon (Ohio) pero tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial se alistó en la Armada de Estados Unidos, donde cumplió el servicio militar entre 1943 y 1945 en las bases de Okinawa y Guam.
De su servicio en Hawái recordaba el actor que, por lo general, pasaban el día «sentados sin hacer nada, jugando a las cartas y bebiendo cerveza. Empleé mucho de aquel tiempo en la lectura, principalmente de la obra de filósofos como Spinoza y Nietzsche; estaba tratando de formarme y, supongo, también de impresionar a los demás», reconoce. Newman se licenció con honores en abril de 1946 y se matriculó de nuevo en el Kenyon Collage.
«Quizá lo más notable de mis años de servicio militar fuese que durante ese tiempo pegué el estirón», comenta entre bromas y veras. Y es que, como confiesa en otro momento, la guerra tuvo en él «el mismo efecto que ir de gira por Schenectady, Poughkeepsie y el norte de Nueva York con una compañía de teatro que representase La fierecilla domada. Sin sentimiento de asombro ni de supervivencia, algo de sentido del peligro y poca o ninguna impresión de haber madurado o aprendido algo. Fue como darse una ducha, nada más».
Una vocación por casualidad
Newman recuerda con humor aquellos años de universidad, obsesionado por ligar y como un pésimo alcohólico. Tras una pelea en un bar que acabó con el actor y otros de sus compañeros en comisaría y con su nombre en el periódico local –«lo cual significó para mi padre una confirmación de que estaba haciendo el tonto en la universidad, algo totalmente cierto», señala–, fue expulsado del equipo de fútbol americano en el que militaba. «Al encontrarme de repente con tiempo libre adicional, me acerqué al departamento de oratoria y realicé una lectura para una obra de teatro».
Para entonces, ya había estudiado antes algo de teatro en la facultad. «La actuación me parecía menos problemática que el resto de las clases; siempre lo he pasado mal estudiando un libro –reflexiona–. En parte, porque nunca había llegado a aprender a estudiar correctamente. Aún, a día de hoy, sigo teniendo problemas con las lecturas, no leo bien. De hecho, sigo teniendo dificultades para memorizar guiones».
Newman ya conocía la sensación que dan los focos encima del escenario. A los 9 años había interpretado a San Jorge en San Jorge y el dragón y después de aquello había participado en más de una función. «Nunca tuve la sensación de que lo que hacía sobre el escenario fuese algo espectacular, ni siquiera emocionante –recuerda en sus memorias–. Puede que fuese alguien bastante trabajador y correcto, pero ni de lejos un actor reconocible. Mi labor sobre las tablas en Kenyon no pasaba de lo que se esperaría de un universitario; obvio producto de una serie de estudios concretos y muchos cursos de fonética y entonación».
«Estamos hablando de alguien que había resultado mediocre en prácticamente cualquier cosa, y que de repente da con algo que, como mínimo, es lo que mejor sabe hacer», comenta en otro momento. Alguien que nunca disfrutó del todo de la actuación ni de los escenarios. «Me gustaba el trabajo preliminar: los detalles, la observación, encontrar un sentido…». En este contexto, bromea, «el incidente más significativo de mi vida universitaria fue de naturaleza emprendedora, no teatral: la puesta en marcha de mi propio servicio de lavandería». La Lavandería Newman, la llamó, un lugar donde llegó a intercambiar cerveza gratis por ropa sucia.
De los escenarios a la gran pantalla
Fruto de esa forma de ser, de dejarse llevar un poco por las circunstancias sin pensar demasiado y de llegar hasta el final de las cosas, Newman contrajo matrimonio con su primera mujer, Jackie Witte, en 1949. «Había trabado contacto real con una mujer por primera vez en la vida, por lo que pensé que el paso siguiente era casarse y tener muchos hijos», reflexiona el actor sobre aquel primer impulso del que poco después nació el primero de sus cinco hijos, el malogrado actor Scott Newman.
Tras la muerte de su padre, se matriculó en la Escuela Dramática de Yale y más tarde en el Actors Studio de Lee Strasberg. «Estoy seguro de que los demás actores se preguntaban constantemente: ¿Cómo ha llegado hasta aquí este hijo de puta? Sin embargo, cuando mezclaba mi confianza y mi energía con mis verdaderas emociones –terror y ansiedad que salían afuera en forma de rabia–, surgía algo genuino, aunque fuese por accidente», explica el actor.
Sus inicios fueron, como el de muchos otros intérpretes de la época, teatrales. «Cuando conseguí un papel en Picnic, tenía mujer e hijo y solo 250 dólares en el banco», afirma. Fue precisamente en aquella obra de teatro donde conoció a Joanne Woodward, suplente de la protagonista femenina y de varios personajes más que le ayudó a soltarse en las escenas de baile. «En algún momento entre el estreno de Picnic, en febrero de 1953, y el rodaje de El largo y cálido verano –que protagonizaría con la actriz– cuatro años después, pasé de no poseer ningún reclamo sexual a algo completamente distinto, –recordaría después–. Newman, como objeto sexual fue una idea preconcebida, no tenía nada que ver en persona. La sexualidad nunca estuvo ahí. ¿Cómo cree esa imagen con mis obras? No fui yo. Debería hacerse un desfile a Joan por ser la creadora de ese icono».
Fue en 1954 cuando rodó su primera película, El cáliz de plata. «La peor película de la década de los cincuenta», según sus palabras. Pero apenas dos años después, ya había interpretado su primer gran éxito en pantalla, Marcado por el odio. Después lo demás vino sólo. En 1958, protagonizó tres de sus grandes títulos: La gata sobre el tejado de zinc junto a Elizabeth Taylor, El zurdo y El largo y cálido verano, además de regresar a Broadway de la mano de Elia Kazan con Dulce pájaro de juventud, que en 1962 interpretaría también en la adaptación cinematográfica de Richard Brooks.
En total, durante la década de los 60, Newman realizó y estrenó más de veinte películas. Recibió su primera nominación al Oscar por El buscavidas, el guion con el que más se sintió identificado a lo largo de su carrera. «Eddie Felson era un tipo que intentaba encontrarse y expresarse para irrumpir en el mundo y llegar a ser algo, para sentirse vivo –dijo en una ocasión–. Yo me pasé los primeros 30 años de mi vida buscando lo mismo, Eddie tenía el billar y yo la actuación». Siguieron a aquel título otros como Éxodo, Hud, La leyenda del indomable, para algunos su mejor trabajo, y Dos hombres y un destino, junto a Robert Redford.
La muerte de Scott: un peaje imposible de pagar
Entre medias, se divorció de Witte, con la que había tenido tres hijos, y se casó con Woodward, con quien a partir de entonces mantendría una idílica estampa entre el resto de parejas de Hollywood. «Lo que hice –recordaría después sobre la etapa de su separación con cierto remordimiento– no fue precisamente elegante. No llevé a mis hijos aparte y les proporcioné una explicación que los reconfortarse, no al menos de un modo que pudiesen entender. No porque no quisiese hacerlo, sino porque yo tampoco entendía gran cosa».
«No tengo el don de la paternidad», reconoce en otro momento en lo que quizás sea el pasaje más triste de la vida de Newman: la muerte de su hijo Scott, que falleció de una sobredosis de drogas y alcohol en 1978. «Hubo un tiempo, mucho antes de que muriese, en que pensé que la única forma de liberar a Scott y que pudiese hacer su vida sería suicidándome. Así aliviaría aquella presión en su pecho y él podría huir y librarse de la aflicción que fue su padre y convertirse en una persona completa. Ya no tendría que seguir compitiendo».
Sobre aquel suceso, recuerda: «Una noche recibí una llamada telefónica de Los Ángeles. Scott había muerto». El actor que se encontraba fuera de la ciudad, aún en shock, no pudo volver con su familia hasta tres días después. «Realmente no sé por qué, pero creo que hice todo lo que estaba en mi mano para evitar reconocer lo sucedido», relata.
Aficionado a las carreras desde que en 1969 rodó junto a Woodward y Robert Wagner 500 millas, Newman compitió en el Sports Car Club of America (SCCA), y ganó numerosos campeonatos. A lo largo de su trayectoria fue nominado en sendas ocasiones al Óscar, hasta que finalmente se alzó con la estatuilla en 1987 con El color del dinero. Un año antes la Academia le había reconocido con una estatuilla honorífica por toda su trayectoria. «Parte de mí está convencido de que, si Jimmy no hubiese muerto, podría haber llegado de todos modos a donde llegué –confesaba en sus memorias–. Quizás de forma algo más lenta, pero hubiese llegado», concluye un Newman que falleció en 2008 a los 83 años.