Josep Maria Flotats: «El teatro es un sacerdocio, la entrega total a una reflexión»
El actor y director desahoga la necesidad de contar sus orígenes en el Teatro Español con ‘París 1940’, una vibrante recreación de las clases de Louis Jouvet
Josep Maria Flotats es puro entusiasmo. A sus 83 años, lo ha conseguido todo en el teatro: todos los premios y el reconocimiento absoluto de la crítica. Primero en Francia, donde se formó y labró una carrera que le ha supuesto incluso la Legión de Honor, la más alta condecoración del país. De ahí, al mundo entero, con especial repercusión en España. Se consagró en su Barcelona natal, pero ha triunfado repetidamente en Madrid, en cuyo Teatro Español defiende actualmente y hasta el 8 enero 2023 su París 1940 una recreación de las clases de teatro que impartía el genial Louis Jouvet.
Flotats se mueve con una agilidad envidiable por los escenarios, enfundado en una elegancia sencilla, sin aspavientos. No tiene nada que demostrar, lo ha hecho ya todo y, sin embargo… Hay algo especial, denso y retador, en su interpretación del maestro Jouvet. La personalidad arrolladora de este emerge en la obra desde una búsqueda constante de la excelencia, encarnada en el reiterativo ensayo de una escena del Don Juan de Molière en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático de París. Claudia, la estudiante brillantemente interpretada por Natalia Huarte, digiere poco a poco sus lecciones, de una intensidad dolorosa. Como la vida. Como el sentido. Como el amor. Con los nazis ensombreciendo las luces de París, Jouvet la lanza hacia sus abismos interiores para alcanzar el sentido de la súplica de su personaje, Doña Elvira, al mujeriego Don Juan. Hasta que los sentimientos más abyectos proyectan sobre Claudia un odio absoluto en forma de estigma racial y el milagro se produce: del sufrimiento surge un sentimiento puro, la verdad del amor que traspasa los siglos. Y el maestro Jouvet-Flotats sufre, siente, aprende y ama e intenta borrar el estigma y se rebela y resiste.
Hora y media de intensidad, de pasión exigente también para el espectador, que debe doblegarse a un ritmo que avanza por la acumulación de matices al mismo, reiterado, motivo: el monólogo de Doña Elvira. ¿Por qué se mete en todo esto un tipo de 83 años que ya lo ha conseguido todo en el teatro? «Jouvet murió en 1951 y yo llegué a Francia a finales de 1959, pero todos mis maestros y mis directores de teatro lo mencionaban continuamente. Para alabarlo o para citarlo como ejemplo: ‘Como dijo Jouvet…’. Además, a los 15 días de entrar en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático Superior de Estrasburgo, uno de los maestros me dio uno de sus libros: El actor desencarnado. Y a la semana siguiente, otro: Escucha amigo».
Jouvet, por tierra, mar y aire, no tarda en fascinar al joven estudiante… hasta hoy. «Los directores nos topamos con esa gran dificultad de explicar a los actores cómo hay que hacer las cosas… y el porqué. Jouvet es como el pedagogo mágico. Tiene la palabra, el adjetivo, la manera exacta de explicar eso tan difícil de explicar, porque en el teatro dos y dos nunca son cuatro, ¡nunca!». Flotats eleva la voz. No demasiado. Siempre desde esa elegancia suave, aquella vieja admiración vibra de nuevo, como si acabara de nacer: «¿Cómo explicar que dos y dos nunca son cuatro… y que es lógico que no lo sean, y casi deseable? Jouvet tiene el don de clarificar muchas cosas de esa complejidad, de esa fragilidad del oficio».
Un talento, además, que trascendió hasta la fundación de toda una nueva forma de entender el teatro. «De él surge la escuela de interpretación moderna del arte dramático. Desde mitad de los años 20, Jouvet crea el famoso Cartel, con Baty, Dullin y Pitoëff. Desde los teatros que irán ocupando, los cuatro impulsan una forma más contemporánea de actuar y, sobre todo, centrada en una base de calidad dramática, de alto nivel de lenguaje, con obras de grandes autores. Estos podían ser clásicos o contemporáneos, pero, en el caso de los primeros, había que dejar de declamarlos como hace cien años para buscar un fraseo verdadero que los transmitiera con la sinceridad y la facilidad normal de un diálogo contemporáneo».
Flotats se extiende en las repercusiones y desarrollo de este big bang del teatro, desde el encumbramiento de Jouvet en Francia tras la Segunda Guerra Mundial, a su alianza con Laurence Olivier para crear la Old Vic School. Jouvet ha encendido el motor de una «Europa del arte dramático que se despierta y va evolucionando». Pero Flotats ni ha olvidado ni pretende esquivar la pregunta inicial, que apunta directamente a su intimidad. En el núcleo de su vocación como dramaturgo habitaba Jouvet como una especie de mito incorpóreo, estático. Gracias a un milagro muy conectado al sufrimiento que empapa París. 1940, descubrió que podía convertirse en algo más: material narrativo. «La secretaria de Jouvet, Charlotte Delbo, taquigrafió sus clases en el conservatorio. Todo lo que decían tanto él como sus alumnos, algo increíble». Un tesoro que corrió grave peligro. A pesar de encontrarse de gira teatral por Buenos Aires cuando los nazis ocuparon Francia, Delbo decidió volver: «No puedo permanecer a salvo mientras otros son guillotinados. No podré mirar a nadie a la cara», le dijo a su maestro. El gesto le terminó costando «la deportación a Auschwitz, pero logró sobrevivir», continúa Flotats la historia, «y, a la muerte de Jouvet, les entregó las notas a los herederos». Entra en escena entonces «una gran directora francesa, Brigitte Jacques, que tuvo la idea de explicar el trabajo de Jouvet con un espectáculo a partir de extractos de sus clases. Ahí nació Elvire Jouvet 40».
Cuando la obra cayó en sus manos, Flotats sintió una «fascinación» inmediata por esa forma de poner «el texto de las clases y todo lo que sé de Jouvet en escena, sin que sea repetitivo, con un equilibrio perfecto». Para su propia versión, cambió algunas cosas, como «tiempos y ritmos», o el título, «que quizás no hubiera llegado tanto a un público español», y añadió otras, «pero siempre de Jouvet, no mías». Todo confluía en una necesidad primaria: «La de contar de dónde vengo. Entre lo poco que sé de mí está lo que me han enseñado. Siento que tengo que contar mi experiencia».
El señor de 83 años que lo ha hecho todo en el teatro se para y nos ofrece… tiempo: «Vivimos en una época de prisas y consumo extraordinarios. Las cosas pasan a una velocidad increíble. Hay 50.000 propuestas a la vez. A veces no nos damos cuenta ni de las más valiosas porque no duran más de 15 días. Yo necesito darle al espectador una hora y media de relajación, un tiempo para intentar entender algo que quizá no se imaginaban tan complicado, descubrirlo desde ese tiempo de escucha, de disponibilidad».
Lo importante, pues, radica en pararse a entender algo, lo que sea. Ahí está la victoria, ya absoluta, del teatro. Pero la elección de ese «algo» debe tener algún significado… «Creo que, si a mí me interesa tanto el contenido de la obra, sabré transmitir ese interés al espectador a través de mi sentimiento. Si no lo hago demasiado mal, conseguiré emocionar al público con lo que a mí me emociona: transmitir lo que soy y lo que intento ser, que es lo que a mí me han dado. Después de todo lo que he hecho, de todos estos años de oficio, es como una necesidad profunda, casi como un deber. No solamente de hacer de transmisor, sino también de dar las gracias a los maestros. Por eso este es un espectáculo muy particular para mí. Shakespeare, por ejemplo, es genial, pero probablemente una obra suya no me provocaría la emoción y el sentido del deber que esta me provoca cada noche».
En París. 1940, Josep Maria Flotats no solo adapta, dirige y actúa. Está todo él, entero, ahí dentro. «Es muy complejo. Hay frases de Jouvet que me hacen viajar a 40 o 50 años atrás. A aquella obra, a lo que me dijo aquel director…». ¿Un balance? «Sí, claro, pero al mismo tiempo hay… no diría que un psicoanálisis en el escenario, sino una… ¿psicoemocionis? Aunque la palabra no existe». Se ríe. Tiene razón. Habría que acuñarla, aunque solo fuese para París. 1940. En la primera escena, Jouvet le achaca a Claudia que se siente demasiado cómoda con su personaje. Para conseguir una interpretación auténtica de Elvira, tiene que encontrar su sentimiento en una emoción propia que la desgarre. Sufrir. Claudia va aprendiendo poco a poco a sufrir, con la fluidez que pide el mismo Jouvet literalmente en el texto y que logra Flotats con la puesta en escena. Su sufrimiento va creciendo con la frustración por no alcanzar la cumbre que le pide su maestro, un dolor que se mezcla con los remolinos de euforia cuando da un paso más hacia el alma de Elvira, hasta la culminación que desborda la escena e inunda su vida personal. Entonces, el teatro se eleva –«el arte es resistencia», grita Jouvet- y Claudia crea en la Elvira de Molière un significado que ilumina al resto de personajes y a los espectadores.
Flotats ha triunfado. Una vez más. Aplausos. Pero hay una vuelta de tuerca. No es la primera vez que pone en escena París 1940. Ya lo hizo hace un par de décadas. «Entonces no lo viví de esta manera, sino como un reto enorme, como un espectáculo y un personaje que debía defender de la mejor forma posible, como siempre he intentado. Con respeto, veneración y homenaje, pero sin esa vivencia de confesarme en público, de vaciarme». Tiempo después de su primera experiencia con la obra, Flotats descubrió la verdadera densidad de la relación de Jouvet con el Don Juan que sirve de excusa para las reflexiones de París 1940 sobre el teatro y la vida. «Cuando luchaba como soldado en la Primera Guerra Mundial, llevaba en el bolsillo un pequeño ejemplar del Don Juan. Después, ya consagrado, le sugirieron una y otra vez que montara la obra, pero él insistía en que no lo tenía claro. No la montó hasta el 47, con 60 años. ¡Tanto tiempo preguntándose por el texto de Molière! Hace 20 años, interpreté a un Jouvet que lo sabía todo, cuando no era así. Claro que es un gran maestro, claro que es un sublime actor, un inmenso director, un gran pedagogo. Pero, sobre todo, está buscando. Cuando dirige en las clases del Conservatorio, está buscando».
El mito se hace carne y, paradójicamente, desde ahí abajo su capacidad inspiradora se incrementa de forma abrumadora. Su verdadera genialidad está en la búsqueda. «Es la gran diferencia. Hasta tal punto me convencí de ello que, al comenzar los ensayos, yo buscaba tanto, que me olvidaba del texto: no sabía la frase que venía después porque me había parado demasiado. Necesitaba completar el puzzle». La exigencia de Jouvet a Claudia está dirigida, en realidad, a sí mismo. Y Flotats vibra al descubrir la rendija con vistas a lo más profundo de su maestro. «Cuando hace trabajar el personaje de Elvira, es él mismo el que está buscando… ‘¡Qué caray quiere decir Molière haciéndole decir eso, por qué camino va!’» ¿El maestro solo es maestro cuando sabe que está buscando? «Cuando está buscando hasta ese punto», matiza Flotats: «Jouvet sufre también, por eso hay un estado de tensión. ‘El sentimiento todavía no es lo suficientemente fuerte’, le dice a Claudia. Pero yo descubrí que esa frase continúa: ‘Lo que yo querría ahí…’, añade Jouvet. Cuando lo vi, se me puso la piel de gallina, e intento reflejarlo cada noche. Esa es la dirección para encontrar la verdad».
Nada menos que un genio del teatro rememorando el momento ‘eureka’ de la exploración de otro genio del teatro (Jouvet) que se revela en la exploración de otro genio del teatro (Molière). Una cadena privilegiada de sentido que llama al sentido. Debería bastar. Sin embargo, todavía hay algo más. Esa «verdad» concreta que busca Jouvet. En París. 1940 hay mucha reflexión profunda, incluso metafísica. «Desde el momento en que Jouvet monta su Don Juan, las Doñas Elviras dejan de ser en el último acto unas señoras que mienten a los Don Juanes para hacerles volver a sus camas. El monólogo se solía montar como el cuento de una chica que pone como excusa un discurso religioso que en el fondo nadie se cree. Pero Jouvet provoca un shock metafísico al descubrir que una mujer como Elvira, parte de la cultura de su época, va a seguir amando a Don Juan… pero de otra manera: de verdad quiere que se salve, que no siga por un camino de promiscuidad que lo lleva a la condenación. ¿Cómo consigue verlo Jouvet? Descubriendo la pasión de Elvira con su propia pasión y la de la actriz a la que dirige y enseña».
Dice Jouvet: «Solo el sentimiento nos dará el verdadero ritmo». Dice ahora Flotats: «Para mí el teatro es un sacerdocio. Laico, pero sacerdocio. Lo tengo clarísimo. Y tiene que ser sentimiento, entrega total, al servicio de un pensamiento, de una reflexión profunda de un autor con peso». ¿Es posible tal compromiso en los tiempos que corren? «El teatro que yo desearía es uno de un gran contenido, con una sólida base de reflexión, de calidad literaria, al servicio de una exigencia y de un rigor que cada vez es más difícil conseguir. Supongo que por razones económicas y de situación general de la sociedad». Jouvet llama a la resistencia a través del arte. En el momento en que se sitúa la obra, contra los nazis, resulta evidente. ¿Hoy? «El compromiso es resistencia», dice Flotats.
Aparte de esa relación con la exigencia y la calidad, el compromiso de Flotats con el teatro se concretó hace años desde un punto de vista institucional. En 1995 fundó y fue nombrado director del Teatre Nacional de Catalunya. Solo tres años después, y en medio de una gran polémica, lo dejó y se trasladó a Madrid, donde creó su propia productora teatral. «En el arte hay que sentirse libre de hacer lo que uno cree honestamente que tiene que hacer, sin censura. Si tienes la posibilidad, lo haces donde sea. Yo he tenido suerte en ese sentido: el día que me dicen ‘eso no se hace’ o ‘tienes que cortarlo’, digo que no y ya está». Del principio general se deduce la explicación de la aventura institucional, que resuelve con rápida elegancia: «No había tenido intromisiones políticas en el trabajo hasta que me topé con un consejero de Cultura concreto. Y dije que no, que por ahí no pasaba». Y punto. «Antes de fundarlo, vivía sin el Nacional y después seguí viviendo sin el Nacional».
El Flotats encarnado en Jouvet les dice a sus alumnos que su exigencia, a veces extenuante, tiene su razón de ser en un objetivo misterioso: conseguir que el actor «toque con el dedo su propio instrumento». ¿Cómo explicarle esa sensación a un espectador? «No lo sé explicar. Me ha sucedido, sí, más de una vez, dirigido por mis maestros. Es magia. Si fuese Jouvet, a lo mejor lo explicaría. Hay una vibración… En Escucha amigo mío, Jouvet le pregunta a un actor si cuando decía determinada frase se fijaba en cómo tenía el pie… y la mano y la columna vertebral. Todo eso tiene significado y transmite un sentimiento o un estado particular. Por eso tienes que controlarlo y, al mismo tiempo, olvidarlo. Es algo… impalpable».
Impalpable, inexplicable… En París 1940, Jouvet dice que «el teatro es algo espiritual». Flotats recuerda que la frase se complementa con una disyuntiva. «Hay dos maneras de considerar el teatro: en superficie o en profundidad y altura, es decir, en la vertical del infinito. En esta segunda forma no se termina nunca, nunca, nunca. Y es perfecto. Es una búsqueda continua. Algún médico me ha dicho que se ha sentido interpelado completamente por la obra en su vocación profesional. París 1940 habla de la vocación y de cómo la transmiten los maestros». ¿Permite la sociedad actual que surjan maestros? «Yo creo que los hay, pero a veces da la sensación de que nos hemos olvidado de que hay referencias. Recuerdo que Josep Pla contaba que un amigo catedrático de filosofía les decía a sus alumnos al empezar el curso que prestaran mucha atención a lo que iba a decirles porque no pensaba suspender a nadie: ‘Bastante os suspenderá la vida’. Y Pla añade: ‘Frase digna de Montaigne’. Esos son los maestros».
Termina la entrevista. Falta, sin embargo, la pregunta más importante. Hemos quedado en que París. 1940 va, finalmente, del amor. Del amor verdadero. Al periodista se le ha olvidado preguntarle a Flotats qué (caray) es el amor. O no.