Ignacio Peyró: «Casi toda la belleza que queda en España es casual»
El escritor, periodista y director del Instituto Cervantes en Roma habla con David Mejía sobre su obra, su visión de España y su experiencia como periodista
Ignacio Peyró (Madrid, 1980) es periodista, escritor y director del Instituto Cervantes en Roma. Es autor de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola, 2014), La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig (Elba, 2017) y Un aire inglés (Fórcola, 2022). Su ciclo diarístico lo componen Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida (Libros del Asteroide, 2018) y Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (Libros del Asteroide, 2020). Fue jefe de Opinión de THE OBJECTIVE. En la actualidad, publica periódicamente tribunas en el diario El País y tiene una columna en El País Semanal.
P. ¿Siempre has vestido a la última moda?
R. Sí, siempre miro los catálogos y voy a las tiendas, H&M y Zara es lo que más me suele gustar; y ahora Balenciaga (ríe).
P. Te lo pregunto porque, además de por tu prosa, te caracterizas por una estética muy personal. Además, has escrito bastante en contra de la sacralización de la juventud y el afán de parecer más joven.
R. Sí, bueno, también he escrito sobre la gerontofilia de los españoles encarnada, por ejemplo, en Manuela Carmena o Paco de la Torre, y en tantos otros, en esto que llamaba Aloma Rodríguez «la abuelización de las escritoras». Por tanto, si damos a alguien, hay que ser democrático y abrir la mano y dar a todo el mundo. Bromas aparte, la estética y el vestir es simplemente que uno tiene un cuerpo menos normativo que el de, por ejemplo, Pedro Sánchez. Entonces tienes que encontrar la ropa donde puedas y taparte. Y en cuanto a la sacralización de la juventud, creo que siempre ha sido sacralizada, y me doy cuenta de que cuando la pierdes la sacralizas más, cosa que no sabía. Es más, esto de «aunque te lo digan, no lo sabes hasta que lo vives» es otro cliché viejo como el mundo, pero son experiencias personales con un pequeño dolor intransferible. Igual que todos pasamos por las zozobras de la adolescencia o tenemos que buscarnos un lugar en el mundo, nadie te dice que hay un momento que se llama mediana edad, que en el fondo no existe -es como el entretiempo- donde te tienes que reajustar. Eres un diplodocus en las discotecas y, sin embargo, todavía no estás para jugar la partida de después de comer con los amigos.
P. Pero nunca te ha interesado esto de parecer más joven ni hacerte el juvenil. Siempre has tenido una mirada lúcida y crítica frente a las camisetas, las pulseritas y el gimnasio.
R. Creo que uno puede ser un ciudadano modélico llevando una runa tatuada en el omóplato, o puede ser absolutamente despreciable con unas franelas que le aplaudirían en Whitechapel Road. Supongo que hay que trascender eso. Yo tengo un continente un poco grave y siempre he sido más bien tranquilo. He hecho deporte como todos, pero no cuajó la cosa. Es una pena, hay que hacer deporte, es muy bueno mantenerse sano porque así uno vive más y aprovecha para más cosas. Mi padre me decía que era una inversión.
P. Me interesa cómo combinas esa rechazo a sacralizar la juventud con una añoranza de la juventud propia. Hace poco escribías en El País sobre los efectos de alcanzar la cuarentena.
R. Quizá porque yo me lo pasé muy bien en mi década de los 30 –disclaimer: tengo 42-. Trabajé mucho, pero me lo pasé en grande. Es una época en la que tu cuerpo todavía no ha empezado a pedirte las letras.
P. ¿Te consideras una persona nostálgica?
R. Soy una persona muy consciente del pasado y de la experiencia. Para mí tiene un peso tremendo, y además me provoca mucho más interés que el futuro. La nostalgia es como la canela o la pimienta, un poco de cantidad aviva, pero muy pronto empieza a ser demasiado. Decía Valentí Puig, un escritor al que admiro mucho, que la nostalgia es una mermelada de frambuesa; hay que evitar que se vuelva empalagosa. Hay una cosa que a mí siempre me interesó mucho de la poesía, la mayor parte de los poetas hablan del tiempo. Es algo que te parece que es como si hablasen de jarrones chinos, hasta que ves que el tiempo ha entrado en tu vida, que eres hijo del tiempo. Durante mucho tiempo en la vida no eres hijo del tiempo, pero de pronto lo eres y lo asumes, y eso cambia mucho tus horizontes, porque tu vida deja de ser una especie de sed de posibilidades infinitas. Y a la vez, de forma natural, empiezas a ver que ya vas teniendo una historia y vas teniendo muchas capas de experiencia, algo que, en tu individualidad más radical, ya jamás vas a poder volver a vivir. Entonces es una mirada quizá dulce, agradecida incluso, pero como toda mirada por el retrovisor, no deja de tener un punto de despedida o una gota amarga o triste.
P. En tu caso, esa nostalgia no se limita a las vivencias personales. En tu obra permea una añoranza de una España que fue.
R. Una vez leí que muchas personas -entre ellas, historiadores- están obsesionadas con el tiempo en que nacieron o con los acontecimientos inmediatamente anteriores a su nacimiento. Como tantos españoles, yo nací en el país con una esperanza de futuro más clara. Nací en el año 80. Todos sabemos lo que había, lo duro que fue, ETA mataba todavía más de 100 personas al año. Pero en mis primeras clases recuerdo estudiar ya un mapa autonómico, y una vivencia muy natural de aquello que fue, de la promesa de los años 80 y de lo que en el fondo había sido también una transición de Suárez a González. Entonces, sea porque todos tenemos un apego a lo propio y a nuestra infancia, sea porque creo que ese mundo era estimable e interesante en sí, a mí me interesa mucho.
P. Añoras incluso lo cutre de aquella España.
R. En efecto, en España hemos sido muy graciosos a la hora de ser cutres, y hemos sido muy poco piadosos a veces con el mantenimiento del pasado, excepto en algunos sitios muy claros donde la gente ha sido muy conservadora, como puede ser Sevilla o algunas otras ciudades. Pero en general, en cuanto hemos podido, hemos tirado la casa del abuelo y hemos puesto una casa enorme tipo chalet suizo con antena parabólica. Creo que lo dice Trapiello, en España lo cervantino muere con López Rodó y los planes de desarrollo. Pero era un país que había estado muy inmóvil en las formas de vida popular y eso tenía una inercia muy grande. Lo he visto, por ejemplo, en el pueblo de mis abuelos, que eran gente sencilla y la vida era áspera, dura, corta, pero había un sentido común, una inteligencia natural, que en buena parte tenía que ver con la generalización de la educación católica, que tenía unos valores que hacían de la vida algo muy digno. He conocido esa España, y cada vez que veo un cartel como «Mercería Mari» me emociona, porque me gusta ver algo que ha sido humillado por el tiempo pero permanece. Hemos salido de ahí, pero no deja de ser una pervivencia hermosa, o al menos graciosa. Hace unos días vi en Roma, en una institución española, una puerta en la que ponía «no se cierra sola». En Italia suele poner «per gentilezza, per cortesia»; nosotros ponemos «no se cierra sola». Me pareció maravilloso, es una forma verbal con su complejidad.
P. En términos políticos, hablas de España como una promesa. Pero esa promesa se quiebra.
R. Fuimos una promesa, nadie me lo tiene que contar, porque lo viví. Este era un país con una ilusión, y había una cierta hermandad que ha habido siempre dentro de España, una aceptación muy normal de las diferencias. Además tuvimos una gran prueba, como fue el terrorismo y cómo le plantó cara lo que entonces sí era una joven democracia. Fue una democracia que pasó de joven a adulta en poquísimo tiempo, y por eso ha sido tan importante. Pero llega un momento en el que eso se quiebra y entramos en un proceso de entropía largo, doloroso y confuso.
P. Quienes hemos leído tus diarios conocemos tu mirada, tu estilo y tu apreciación por el detalle. ¿Este es un don que siempre has tenido?
R. Me gusta más leer y escribir que la política. La política me gusta desde muchos puntos de vista, desde las ideas hasta su dramatización, en el Congreso, en Madrid, en los lugares donde se reúnen los políticos, donde tiene lugar la vida pública. Pero siempre me ha dado mucha más alegría leer, mientras que la vida pública te lleva a la melancolía, porque topas con la imperfección radical de la especie (ríe). La literatura encarna lo mejor de los sueños de los hombres y puede ser inagotable en sus voces. Lo que pasa es que siempre me ha dado mucho corte hablar de estas cosas, me gusta más escribir que ser escritor. Entonces vas escribiendo y bueno, se hace muy difícil porque es una carrera complicada. Yo estuve mucho tiempo haciendo textos y libros para otros. Tuve que publicar primero un libro muy grande [Pompa y circunstancia: Diccionario sentimental de la cultura inglesa] y eso por suerte llamo la atención, pero no es fácil cuando solamente tienes la prosa, porque como todo el mundo cree que sabe escribir, es poco valorada. Un arquitecto mediocre se gana bien la vida, pero muy pocos escritores logran concitar atención en cada generación. Es verdad que creo que estamos en una generación que ya ha tenido un impacto y eso nos favorece frente a otras, sin duda. Y como decía, hay una satisfacción en el mundo de leer y escribir, una electricidad, un amor, que no te da otra cosa.
P. Eres un escritor muy prolífico. Escribes rápido, sin embargo nunca descuidas el estilo.
R. Yo tuve una educación literaria muy clásica, y me sentía con más naturalidad cerca de Garcilaso que de la poesía beat o de Jim Thompson. Puedo escribir rápido, porque los que nos hemos dedicado al periodismo tenemos esa capacidad de escribir lo que sea en diez minutos. Recuerdo que muchas veces ni repasaba lo que había escrito de lo seguro que me sentía; obviamente, esto era ser un melón, porque hay que repasarlo todo. Dicho esto, a mí me gusta mimar el texto, y los que tenemos esta formación más clásica tendemos un poco al barroquismo porque vas jugando con las posibilidades y los millones de ambigüedades a los que se presta el español. Y eso necesitas que pase un poco de tiempo para irte, por así decirlo, amojamando. Idealmente, la escritura tiene que tener un cierto zigzagueo, y sobre todo un género como el artículo tiene que tener un punto de electricidad. Como decía Ruano, tiene que ser como las morcillas, cerrado por arriba y por abajo.
P. ¿Eso es lo que más valoras en una columna, que tenga electricidad?
R. Que tenga swing y que me aporte una novedad. Yo disfrutaba mucho con Ortega y leo con placer a Zarzalejos, que escribe en un castellano perfecto, pero que no quiere darte una cucharada de caviar en cada párrafo, sino exponer un pensamiento. Y eso me interesa mucho. Pero en nuestro articulismo, en sus apegos hay cosas negativas que le pesan, y también hay cosas buenas, esta casa es prueba de ello. Todavía hay lo que llamaban los franceses el raccourci, ese zigzagueo, esa chispa de la idea, esa cosa un poquito burbujeante… eso da vida a la pieza. Creo que es necesario un punto de ligereza.
P. ¿Echas de menos el periodismo?
R. Hay una edad para todo, me dediqué al periodismo y me lo pasé muy bien. A veces siento un pellizco de nostalgia. Recuerdo cuando estuve en Moncloa trabajando unos años, y me pasé el primer mes pensando que a las 11:00 de la mañana tenía que ir a maquetar las páginas. Me gustaba hacerlo personalmente, pintar las páginas, y las dejaba muy pronto hechas. Lo viví con mucha pasión, y como todo lo que hemos hecho con pasión, aunque fuese absurdo, luego lo miras con algo de afecto. Pero no tengo claro si volvería a ello.
P. Háblanos de tu labor como jefe de Opinión en esta casa.
R. En Opinión siempre he intentado que hubiese un cierto estilo, por así decirlo. Un estilo suave, amable, un poco más intelectual de lo habitual, con espacio para las individualidades. Opinión ha sido muy importante para mí porque era lo que me mantenía en conexión con el mundo periodístico, y me permitía no sentir de lleno la nostalgia. Me permitía tener un ojo en los nuevos talentos que salían, que ha sido siempre lo más satisfactorio. Este medio ha sido un detector temprano de talento como ha habido muy pocos en España, y siempre ha apostado por eso. Y mi ideal era, un poco al modo de Gomá, de una cierta inocencia aprendida: quería un grupo de opinadores que fueran distintos, pero que reunidos en una mesa, en vez de matarse, pudieran hacer una especie de nuevo 78. Es decir, que hubiese diversas sensibilidades, pero que todos pudiesen hablar entre sí y hubiese espacio para la inteligencia de diverso signo. Porque a veces te encuentras a gente de un lado y de otro que es lista, y que, aunque te parezca que están equivocados, son honestos. Y no hay más que ver que esto ha llegado muy lejos, felizmente. Como dice el título de los diarios, Fuimos periodistas.
P. Esos diarios terminan en el año 2011, cuando un taxi te deja en la puerta del Palacio de la Moncloa. ¿Leeremos pronto los diarios de esa etapa?
R. Sí, claro. Es algo que es una catástrofe inminente, a ver si los podemos sacar este año ya.
P. Has escrito discursos, columnas, artículos y nada de eso ha avillanado tu estilo. En contra de lo que se dice, ¿dirías que cualquier tipo de escritura es buena para mejorar la técnica o cultivar el ritmo?
R. Salvo prospectos farmacéuticos, creo que he escrito de todo. Creo que es bueno tener una cierta versatilidad. Esto de hacer discursos me lo planteaba como si me hubiesen pagado unos años por hacer octavas reales, me parecía que era un género más y punto. Hay dos cosas ciertas, en primer lugar, que la literatura o la energía literaria es un magma que puede tener diversas formas. A veces te puede salir como poema, otras veces como apunte, otras veces como aforismo y otras veces como una narración. Pero también pienso que, como en todo, aquello que más practicas es aquello que luego vas a hacer mejor, y en la vida puedes jugar unas cuantas manos, no se pueden jugar todas. Entonces te vas especializando. Me interesa mucho tener una buena prosa, que tenga sustancia, pero con un punto de ligereza y con una mirada que tenga humor, porque al final uno escribe siendo quien es, aunque en general ser un coñazo es más común en la lista de premios Nobel. Hay tíos muy solemnes, no hay prácticamente nadie con quien te irías a tomar una caña, salvo quizá algún poeta irlandés que igual se ha bebido ya demasiadas cañas.
P. Tu humor juega con la tradición. Y reconoces la influencia de pensadores de la órbita conservadora como Michael Oakeshotty y Roger Scruton. ¿Cómo entiendes el conservadurismo?
R. ¿Qué es ser conservador? Parece que es aquel que intenta definir qué es ser conservador. Si un conservador no saca un librillo acerca de qué es el conservadurismo, parece que no es conservador. Hay una cosa curiosa que he estado pensando últimamente, vivimos en un espacio opinativo -como dirían los guays- que está lleno de conversos. Quiero decir, gente que aprecio y respeto, estaban hace diez años pidiendo la dictadura del proletariado a gritos, o desfilando marcialmente, pensando en glorias imperiales. Y con el tiempo han ido evolucionando. Pero claro, yo nací centro-reformista. Siempre he hecho la broma de que nací, perdonadme, con Suárez. El conservadurismo al final es sobre todo un apego institucional. Y tengo un apego muy claro a ese mundo del 78, que para mí va de la mano del reformismo, y esto es una lección de Burke. El conservador no es un reaccionario, que no deja de ser una especie de revolucionario al revés. Creo que la nostalgia reaccionaria, como la utopía revolucionaria, son ideales que de llegar al gobierno engendran monstruos y tiranía.
P. El conservadurismo que profesas está alejado de ciertas connotaciones con las que habitualmente se le asocia, por ejemplo, la moderación de ciertos placeres. El primer tomo de tus diarios, Comimos y bebimos, es un canto a la vida y al disfrute de la buena mesa.
R. Bueno, creo que el placer y el conocimiento tienen mucho que ver, si logran entenderse crean un momento estupendo. Uno puede beber un vino sencillo junto al río con un bocadillo de salchichón y que sea un momento edénico. Pero también, cuando tomas un vino que no sueles tomar, y que tiene una complejidad y tienes un paladar que ha aprendido a valorar determinados matices, también es un placer donde lo intelectual y lo sensual se combinan muy bien. Lo placentero ha tenido muchas dificultades para ser considerado artístico, siempre ha habido una visión un poco más estoica, y desde luego el conservadurismo tiene mucho que ver con una cierta prudencia financiera, como saben bien nuestros vecinos del norte. Pero me parece que hay un arraigo, una verdad que tiene algo que ver con la tierra. No se cocina ex nihilo, sino que la cocina es uno de esos saberes que se van adquiriendo, aunque venga alguien muy disruptivo, que sabe hacer esa disrupción porque estuvo enredando en los delantales de su abuela. Y el conservadurismo es agradecimiento y celebración de aquello que va a perecer. Acabamos de celebrar la Navidad en una sociedad que es obviamente post-cristiana, pero que todavía gusta de reunirse. Todavía ve que hay un significado en eso y que no somos simplemente calculadoras con pies, sino que somos algo más -eso ha sido a veces un error de un cierto pensamiento liberal.
P. ¿El error sería extraer al individuo de su tradición o de su colectividad?
R. Bueno, hay mucho maximizador de recursos y poca antropología. Si sales a la calle, maximizadores de recursos hay unos cuantos, aunque la mayoría maximiza mal.
P. Has pasado de ser director del Instituto Cervantes en Londres a serlo en Roma.
R. Me siento un poco mal de lo bien que he estado fuera de España y fuera de Madrid, porque yo pensaba que nunca dejaría el barrio del Retiro. En Inglaterra he estado maravillosamente. Y ahora en Roma, en fin, creo que es una bendición y un privilegio del que intento hacerme lo más digno posible trabajando cuanto puedo. Pero es de una belleza… no sé qué locura llevó a hacer eso, porque son tantas iglesias… Por qué en ese país es tan importante la belleza, y por qué esa belleza luego es tan importante para otras cosas y hace tanto bien. Hay algo ahí que solamente se puede explicar casi como enajenación o como rapto, pero que de alguna manera funciona. Dejan una calle con adoquines irregulares porque les gusta así, les parece bonito.
P. Gran diferencia respecto a España donde, como decías, hemos derribado mucho.
R. En España casi toda la belleza que queda es casual, es porque alguien no se ha acordado de que estaba ahí (ríe). Pero en el tacto un poco más áspero de España hay también verdad. Y España tiene muchos ribetes dulces, es lo que tiene ser un país tan distinto en sus rincones.
P. ¿Qué te parece la comida italiana?
R. Fabulosa, claro. Se dice que no hay mayor desgracia que ser ciego en Granada, pues ser celíaco en Italia es bastante difícil también. Los italianos valoran muchísimo lo suyo, en buena medida son inmovilistas con sus tradiciones. Tengo algunas opiniones al respecto, y creo que en España tenemos algunas cosas verdaderamente únicas, el manejo del pescado, los arroces…
P. ¿El queso?
R. El queso español es curiosísimo, salvo los manchegos, es dificilísimo encontrar fuera. Pero bueno, vamos poco a poco. Antes no se veía jamón, se veía poco vino, o el vino que se veía era garrafas de cinco litros. No hay que compararse con los demás, sino con dónde estábamos. Y ahí hemos mejorado muchísimo y es muy grato verlo, porque esto no es por decreto ley -aunque podría ayudar-, es gente que ha sacado sus productos fuera ellos mismos.
P. ¿Sentirás la tentación de escribir un libro sobre Roma?
R. Sí, sin duda. Todavía estoy tan obnubilado con los 90 días que llevo ahí… Esta es la primera vez que salgo de Roma, no quería ni ir a Nápoles. Es muy intenso y bonito, y como el trabajo cervantino me encanta y me lo creo, estoy muy contento.
P. ¿Qué es lo más gratificante del trabajo como director de un centro Cervantes?
R. Ser consciente del poder de atracción de una cultura en gente que no habla ni una palabra de español. Pero sobre todo, y esto me emociona especialmente, estar en un cuarto con una carretada de estudiantes y que se hable de cómo se traduciría «por desplumar arcángeles glaciales», que es un verso de Miguel Hernández, y que haya varias generaciones de hispanistas juntas. Yo he visto hasta cuatro generaciones de hispanistas, de Patrizia Botta y Gabriele Morelli hasta chicos y chicas que están en los primeros años de universidad. Es realmente algo impresionante, que alguien que nació en Bristol haya dedicado 20 años de su vida al Arcipreste de Talavera o a Tiempo de silencio… Es impresionante el tesoro que significa que haya universidades y colegios en todo el mundo donde se estudie español. Hay cerca de un millón de estudiantes italianos en época escolar que estudian español.
P. ¿Dirías que España es consciente de su potencial exterior?
R. No, somos un país que nunca ha querido mirar mucho afuera. Soy abiertamente crítico contra esa tradición. España es un país que después de la aventura imperial se repliega en sí mismo y cumple con todos los tópicos -sus manolas, sus corridas de toros-, y el exterior no es una prioridad como lo es para otros países. Creo que eso puede cambiar ahora, toda vez que en los últimos años se ha salido muchísimo. Hay muchos españoles muy internacionalizados, mucho más que antes. No ya como en época de nuestros abuelos, que había un montón de gente que se tuvo que ir a fábricas de gominolas en Alemania o en Suiza. O sea, ya no es el emigrante de Juanito Valderrama, -el otro día me contaron que la copla El emigrante de Juanito Valderrama, que suena como si fuera del siglo XII pero que es memoria de España no tan lejana, empezó llamándose El exiliado-. Ahora la gente ve muy natural salir fuera. Aun así, me apenaría que el mejor destino que pueda tener un muchacho joven en mi país sea la terminal del aeropuerto para irse a estudiar a una universidad fuera. Preferiría que estudiaran aquí, aunque es indudable que luego ese saber que adquieren, si vuelven, nos es muy útil. Y de hecho me gustaría leer algún libro de cómo en la Transición, las ideas que venían de fuera nos dieron ganas de modernidad. Esto también lo he pensado mucho, quizá si hubiese nacido antes hubiese sido más progre, por así decirlo, y hubiese tenido mayor ambición de modernidad, porque quizá en el 74 o 75 lo suyo era estar mirando como un loco qué pasaba al otro lado de la frontera y leyendo peñazos estructuralistas o post marxistas. Y quizá ser progre era lo que una persona decente tenía que ser. Yo ya no tuve que serlo.
P. Pero parece que la cuenta pendiente no es vendernos hacia el exterior, sino hacia el interior.
R. Bueno, todas las campañas de Marca España están dirigidas principalmente a aumentar nuestra autoestima. En alguna ocasión el último anuncio de Nochevieja ha sido el de Marca España. Pero creo que faltan recursos, y es algo que nos tenemos que tomar muy en serio, hace falta constancia y dinero. Hay países que se lo toman en serio y para los que es muy prioritario, desde Turquía hasta México, y no digamos Francia. Nosotros no estamos mal, porque por ejemplo el Instituto Cervantes hace 32 años no existía y ahora son 90 centros; es claramente una apuesta por el exterior. Pero creo que se puede hacer más.
P. ¿Cómo ves la autoestima nacional en este momento?
R. En España, quién lo diría al ver las refriegas políticas, hemos sido bendecidos con un don de sociabilidad que no tiene casi ningún país. Eso hace que el tráfico diario de la vida sea muy agradable y que sin una enorme necesidad de medios materiales puedas tener una vida de un cierto confort. Además, aunque nos quejemos y pidamos más, hay un importante soporte público en muchísimas facetas de la vida que ha dignificado enormemente la vida de la gente. Por tanto, la vida del día a día es más agradable que lo que vemos en las instituciones o en los medios. Por ejemplo, en Inglaterra hay una manera de purgar los malos humores de la sociedad, que es la prensa amarilla, que está ahí como el cuarto de las basuras. Y luego tienes un país como Italia, donde la prensa extiende una capa de bálsamo sobre la realidad política. En cambio aquí tenemos una prensa en la que solo nos falta ver a periodistas llegar a las manos.
P. Bueno, Ignacio, cerramos con la pregunta habitual: ¿a quién te gustaría que invitáramos?
R. ¿Puedo decir un número ilimitado?
P. Sí, desde Julio Iglesias a quien quieras incluir.
R. Hombre, Julio Iglesias me encantaría. Voy a dar varios nombres. Me gustaría mucho que entrevistarais a Luis Alberto de Cuenca, a Valentí Puig, a Luis Solano, de Libros del Asteroide, o a Jordi Amat.