A la sombra de Kennedy
Hace medio siglo que murió Lyndon B. Johnson, uno de los grandes presidentes norteamericanos que, sin embargo, fue despreciado en vida
La Casa Blanca de Kennedy era llamada ‘Camelot’, como la mítica Corte del Rey Arturo. Allí reinaba el glamour, nunca había habido un presidente americano con un carisma semejante al del joven Kennedy -43 años, un récord-, nunca había habido una primera dama tan deslumbrante como Jacqueline, y a su alrededor estaban los Caballeros de la Tabla Redonda, los profesionales más brillantes de América. Medio mundo tenía puestas sus ilusiones en Camelot, el lugar mágico donde florecían los ideales.
Solamente había allí un verso suelto, una nota disonante, el vicepresidente Lyndon B. Johnson. Era un tejano zafio y grandote, que hablaba de forma soez, lo más opuesto a la «aristocracia americana» que representaba el Clan Kennedy y sus amigos. En realidad lo habían fichado como vicepresidente por eso, por ser lo más distinto a John F. Kennedy que podía encontrarse en el Partido Demócrata.
Es una vieja táctica electoral americana, formar el ticket (candidatura) de forma que el vicepresidente compense los rasgos del presidente que puedan disgustar a ciertos sectores. Así, frente a la juventud de JFK, un hombre mayor –en realidad sólo le llevaba nueve años, pero parecía de la generación de su padre-; frente al señoritismo de los Kennedy, un tipo populachero; frente a la educación de elite en Harvard, una modesta escuela de magisterio en Tejas; frente al primer presidente católico, un feligrés de una Iglesia protestante surgida en la América profunda; frente a la etiqueta progresista de JFK, un «demócrata del Sur», que en aquella época era como decir de otro partido, populista y racista.
La estampa que acabamos de esbozar no es nada atractiva, pero gracias a ella fue nominado Johnson candidato a la vicepresidencia por el Partido Demócrata, algo que había intentado ya dos veces sin éxito. Sin embargo Johnson tenía valores ocultos: durante toda la presidencia republicana de Eisenhower había sido el líder del Partido en el Congreso, lo que le daba mucho poder. Esos ocho años le habían enseñado mucha política a ras del suelo, la de negociar, presionar, comprar voluntades, contentar a los opuestos… Johnson sabía fajarse en la dura política parlamentaria americana de una forma en la que Kennedy era virgen. Algunos historiadores opinan que fueron las capacidades de Johnson las que permitieron a JFK ganar la presidencia por la mínima.
Johnson no se conformó con ser uno de esos vicepresidentes invisibles y consiguió que Kennedy le encomendase actividades políticas, incluyendo el Comité de igualdad de oportunidades, lo que le hizo tratar con las figuras de la comunidad negra e involucrarse en la lucha por los derechos civiles de la minoría de color. Sin embargo, junto a esas responsabilidades que le confió el presidente, los hombres de Kennedy, empezando por su hermano y principal consejero, Bobby Kennedy, «mostraban un desprecio por Johnson que no trataban de ocultar, de hecho alardeaban de su desdén hacia él», según decía Tip O’Neil, una de las grandes figuras del Partido Demócrata.
Y de pronto el destino hizo una jugada inesperada. Johnson no tenía ninguna esperanza de suceder a Kennedy en la presidencia, como es el derecho no escrito de los vicepresidentes. Pero estaba claro que después de JFK el candidato demócrata sería su hermano Bobby Kennedy, y después de éste el hermano pequeño, Edward. El clan había planeado 24 años de reinado sobre América, cuando el 22 de noviembre de 1963 el atentado del que se ha escrito más en la Historia cortó de raíz el proyecto Kennedy. Dos horas y ocho minutos después del asesinato de John F. Kennedy, a bordo del avión presidencial que transportaba su cadáver a Washington, Lyndon B. Johnson juró el cargo como 36 presidente de los Estados Unidos, teniendo como principal testigo a la viuda, Jackie, que todavía llevaba el famoso vestido rosa manchado de sangre.
La injusticia de la historia
Todo el mundo piensa que fue Kennedy quien logró la igualdad de derechos real para los negros, pero en realidad bajo su presidencia no se pasó de la fase de proyecto. En cambio fue Johnson quien, meses después de acceder al poder, logró que el Congreso aprobara la Ley de Derechos Civiles, algo que no había podido conseguir JFK, porque Johnson sabía cómo manejar el chantaje, las buenas palabras y los chistes soeces con los racistas «demócratas del Sur». En 1965 completó la jugada sacando adelante una ley que eliminaba de raíz las trabas al derecho de voto de los negros en el profundo Sur. Hizo retransmitir sesiones parlamentarias en directo por la televisión, y pronunció «el mejor discurso desde Lincoln», según el jefe de la oposición republicana. Realmente fue Lyndon B. Johnson quien completó la liberación de los negros emprendida por Abraham Lincoln.
Cuando por primera vez se presentó a unas elecciones presidenciales en 1964 consiguió la mayoría más abultada de la historia electoral americana, ganando en 44 estados. Con ese respaldo popular Johnson pudo lanzarse en pos de su fantástico proyecto, «la Gran Sociedad». En el discurso del estado de la nación expuso un ambicioso programa que suponía una auténtica revolución social. Johnson logró, por ejemplo, avances sin precedentes en la sanidad pública, estableciendo la medicina gratuita para los mayores de 65 años, demostrando que no sólo se preocupaba de la minoría negra, sino de todo el pueblo en general.
Lyndon B. Johnson estaba a punto de pasar a la Historia como uno de los grandes presidentes, a la altura de un Roosevelt o un Lincoln, cuando le alcanzó la nefasta sombra de Kennedy: Vietnam.
Por esas paradojas de la Historia fue un presidente tan popular como JFK quien emprendió la aventura política más impopular de Estados Unidos, la Guerra de Vietnam. Kennedy mandó unos «asesores militares» a Vietnam del Sur, para ayudar a su aliado, el gobierno anticomunista de Saigón, a combatir la subversión comunista. El contingente de Kennedy llegó a los 16.000 militares, demasiados para ser solamente instructores, aunque pocos para ganarle la guerra a la guerrilla del Vietcong.
Además de ese conflicto, Johnson había heredado de Kennedy al secretario de Defensa, Robert MacNamara. Era el más brillante de todos los hombres de Kennedy, catedrático de Harvard y presidente de la Ford, MacNamara estaba considerado el cerebro más privilegiado de América. Y lo era seguramente, pero se pasó de listo. Aplicando a la guerra parámetros científicos como el análisis estadístico, MacNamara deslumbraba a Johnson con su brillantez intelectual, y lo empujó en los que se llamó «la escalada». Cada vez hacían falta más tropas, siempre con la promesa de que un paso adelante más resolvería el conflicto, y cuando el propio MacNamara comprendió que se había equivocado a fondo, los soldados americanos en Vietnam habían pasado de 16.000 a medio millón.
Esa guerra lejana y ajena, en la que se utilizaba a reclutas porque todavía existía el servicio militar obligatorio, provocó la mayor protesta política que había conocido Estados Unidos. Miles de jóvenes desertaban, quemaban sus cartillas militares y banderas americanas, se enfrentaban a la policía que mataba estudiantes en los campus universitarios. Para 1968, el año electoral en que Johnson debía presentarse a la reelección, el presidente se había convertido en la bestia negra de la izquierda americana –y mundial-, mientras que la derecha le acusaba de «ser blando» e incapaz de resolver el conflicto.
Ante ese panorama, Lyndon B. Johnson hizo algo insólito en Estados Unidos. Renunció a presentarse a la reelección en 1968. Se retiraba derrotado y deprimido, y murió amargado en poco tiempo, el 22 de enero de 1973, hace justo medio siglo. Tenía solamente 64 años.