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Muere Carlos Saura, un director entre el humanismo y el cine de autor

Además de uno de los cineastas españoles más importantes de la historia, Saura fue un artista que nunca se puso límites

Muere Carlos Saura, un director entre el humanismo y el cine de autor

Carlos Saura.

Los jóvenes realizadores de hoy están acostumbrados a especializarse en determinados géneros o en ciertos estilos narrativos. Aunque siempre hay excepciones muy notables, el cine se ha convertido en un territorio en el que no es fácil demostrar la heterodoxia o el eclecticismo. Hijo de otra época, Carlos Saura, que ha fallecido este viernes a los 91 años en Madrid de una insuficiencia respiratoria, distribuyó sus pasiones y habilidades en frentes muy diversos. De ahí que su obra cinematográfica fuera refinándose para ser el vehículo de cuatro de esas inquietudes: la pintura, la escritura, la música y la fotografía. Acaso involuntariamente, la vida de este director es una demostración de que el compromiso con las humanidades también cabe en una filmografía como la suya.

En realidad, el propio Saura nunca se definió exclusivamente a través del celuloide. Antes de ser director, fue fotógrafo e incluso aspiró a diseñar motos y automóviles. Cuando le concedieron el Goya de Honor 2023, escribió una carta de agradecimiento en la que resumía esta filosofía: «He tenido suerte en la vida haciendo aquello que más me atraía: he dirigido cine, teatro, ópera y he dibujado, fotografiado y pintado toda mi vida, y espero seguir haciéndolo». El cineasta ha fallecido el día previo a recibir este galardón dedicado a su carrera en la gala que se celebra este sábado en Sevilla.

La fuerza de su legado reside en una originalidad incansable. No obstante, pese a que habitualmente suele identificarse a Saura con el cine de autor ‒o de arte y ensayo, como se decía en otro tiempo‒, ese encasillamiento es poco acertado. A decir verdad, su trayectoria es muy diversa y avanza por distintas direcciones. Antes de ponerse tras la cámara, se matriculó en Ingeniería Industrial, ejerció como fotógrafo e incluso dirigió una imprenta. Estos conocimientos le fueron útiles cuando pasó a estudiar en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), un centro pionero en el que prosperó toda una generación de cineastas españoles. 

A la hora de describir su estilo como realizador, hay que recordar tres influencias decisivas: la tendencia hacia la espontaneidad y la experimentación de la Nouvelle Vague francesa, la objetividad del cine neorrealista que descubrió en las sesiones que organizó el Instituto Italiano de Cultura y, en un sentido más amplio, el universo de Luis Buñuel, amigo, maestro y aragonés como él. 

Gracias a Buñuel, Saura entendió que la modernidad no estaba reñida con la tradición que representaban Goya, Calderón o Baltasar Gracián. En 1999, poco antes del estreno de su largometraje Goya en Burdeos, tuve ocasión de preguntarle a propósito de este poderoso legado. «Es cierto. Hay mucho de Luis Buñuel en esta película», me dijo. «Nos movíamos entre aragoneses, dado que, aparte de mí, lo eran Goya, Buñuel y Gracián, un escritor a quien siempre he admirado y que, además de inspirar numerosas imágenes a Goya, también me ha servido como estímulo en algunas de mis películas». 

Saura descubrió el cine surrealista de Buñuel a comienzos de los cincuenta, gracias a figuras como Ernesto Giménez Caballero, que proyectaba en la escuela de cine Un perro andaluz. Estos dos aragoneses universales se conocieron personalmente en 1960, durante el Festival de Cannes, donde Saura participaba con Los golfos, una cinta de corte urbano, rodada cámara en mano, donde se advierte la herencia neorrealista y también la rebeldía de la nueva ola francesa. 

Ese mismo año, Buñuel volvió a España y su relación con Saura se estrechó, hasta el punto de que intervino como actor en Llanto por un bandido, una producción que el joven realizador completó con infinitas dificultades, y cuya estética oscila entre el western ‒sus protagonistas son bandoleros andaluces‒ y la contención de las películas japonesas de Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa. «Todos sabemos que Buñuel es un extraordinario cineasta, pero además fue para mí un amigo entrañable, desgraciadamente perdido», me dijo en 1999. «Conversar con él era una experiencia maravillosa, dado que siempre tenía infinidad de ocurrencias. He hablado muchas veces con Luis de la obra literaria de Gracián, que también le influyó mucho», añadió. «Puestos a extender ese paralelismo entre Goya y Buñuel, pienso que, de haber vivido en nuestros días, el pintor podría haber sido también un cineasta. El cine es un medio idóneo para manejar la memoria y también para combinar la realidad cotidiana con otros estados que la deforman. Son cuestiones que, salvando las distancias, Goya puso en práctica de una forma muy lúcida. Él decía que sus grandes maestros eran Velázquez, Rembrandt y la naturaleza».

Esos paralelismos entre el cine, la literatura y la pintura pueden rastrearse en otras obras de Saura. Por ejemplo, en su película más conocida, La caza (1965), donde, bajo una apariencia cruda y austera, no es difícil encontrar una potente metáfora de la Guerra Civil. Sin duda, esa inquietud por el cainismo español y por las estructuras represoras de la sociedad de la época forman parte del imaginario del cineasta. 

De ahí en adelante, siempre en los márgenes de la industria y perseguido por la censura, el director completó un ciclo de películas muy personales, en las que reflejó las contradicciones y las miserias de la burguesía. Aunque sin duda tenían un significado más denso en la fecha de su estreno, Peppermint frappé (1967), El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972), La prima Angélica (1973), Cría cuervos (1975) o Elisa, vida mía (1976) siguen figurando entre lo más destacado del cine español. Este prestigio tiene una doble justificación: la fórmula narrativa de Saura ‒a quien no le gustaban los guiones cerrados, para así poder liberar su caligrafía visual‒, y el hecho de que contó con actores carismáticos, como Geraldine Chaplin o el gran José Luis López Vázquez. No olvidemos que, además, tenía el apoyo de un productor que entendió mejor que nadie sus necesidades creativas, Elías Querejeta.

Con Deprisa, deprisa (1981), el realizador abrió una nueva etapa en su carrera. Esta producción, que podemos encuadrar en lo que se llamó cine quinqui, coincide en el tiempo con la etapa en la que el cineasta colaboró con Antonio Gades. Fruto de esa asociación creativa son tres musicales que comparten como elemento diferencial la mitología flamenca: Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). En las décadas siguientes, Saura regresó al mismo territorio en compañía del director de fotografía Vittorio Storaro, con títulos tan personales y preciosistas como Flamenco (1995), Tango (1998), Flamenco, flamenco (2010) o El rey de todo el mundo (2021). Este nuevo ciclo se completa con Sevillanas (1992), Iberia (2005), Fados (2007), Zonda, folclore argentino (2015) y Jota de Saura (2016), en las que, con la ayuda de operadores como José Luis Alcaine, Paco Belda y José Luis López Linares, se aproximó al corazón y al alma de las principales tradiciones musicales del orbe luso e hispanohablante.

El resto de su obra, muy variada en sus temas, oscila entre la épica fallida de El Dorado (1988), una aproximación a Lope de Aguirre rodada con muchos medios pero sin acierto, el thriller a la italiana de ¡Dispara! (1993) y la intimidad grata y familiar de Pajarico (1997). Por el camino, quedan éxitos como ¡Ay, Carmela! (1990), versión de la obra teatral de de José Sanchis Sinisterra.

A poco que uno se asome a esta filmografía tan heterogénea, queda claro que Saura ha construido su vida entera alrededor del cine ‒»un arte total», como él mismo lo definió‒, cambiando de plano, pero sin traicionar nunca su sello personal y su inquebrantable independencia.

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