Héroes del laboratorio: una historia épica de la medicina
Taurus publica «Sanar el mundo. La edad dorada de la medicina (1840-1914)», un extraordinario libro sobre el nacimiento de la medicina moderna
No se puede decir que los protagonistas de este ensayo se ocuparan de algo menor: luchaban contra el dolor y la muerte. Ronald D. Gerste, historiador, periodista y médico, demuestra en estas páginas por qué estos héroes de la ciencia cambiaron el destino de la humanidad. Acumulando nombres e historias asombrosas, Gerste hace un retrato de la segunda mitad del siglo XIX y del inicio del XX sin perder de vista a quienes convirtieron la medicina en un motor de la civilización.
Sanar el mundo nos lleva a encontrarnos con un periodo histórico cargado de novedades en el ámbito cultural y político. Se trata de una de esas etapas sensacionales en las que, como por milagro, coinciden en el tiempo una serie de personajes que liquidan lo antiguo y abren camino a lo nuevo. En este caso, Gerste se ocupa de investigadores y médicos como el microbiólogo Robert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis; el cirujano y obstetra Ignaz Semmelweis, padre de los métodos antisépticos; el odontólogo William Morton, pionero en el uso de la anestesia en cirugía; John Snow, precursor de la epidemiología; Sigmund Freud, creador del psicoanálisis; y Wilhelm Röntgen, el ingeniero y físico que descubrió los rayos X. Por supuesto, no falta en este relato una heroína, Florence Nightingale, la iniciadora de la enfermería profesional, e incluso interviene algún paciente famoso, como Joseph Merrick, el Hombre Elefante.
Por desgracia, si hay un escenario ideal para luchar contra el sufrimiento, ese lugar es el campo de batalla. De ahí que el autor nos traslade a conflictos como la Guerra de Crimea, donde Nightingale y su equipo de enfermeras se dedicaron a atender a los heridos. También conocemos las batallas de la Guerra Civil americana, donde los cirujanos operaban «con unas batas viejas, sucias de sangre y pus» y usaban «instrumental no desinfectado sacado de recipientes sin desinfectar». Se trata de una paradoja cruel pero fácilmente explicable. Estas bendiciones científicas surgen, a veces, en el corazón del infierno. Por ejemplo, si no hubiera conocido la brutalidad de la batalla de Solferino, Henri Dunant no hubiera promovido la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja.
«Muchos de los hábitos que nos parecen evidentes», por ejemplo, que el cirujano se lave las manos, escribe Gerste, «tuvieron un principio en algún lugar y en algún momento». Y añade: «La vida tal y como la conocemos, la que, en circunstancias normales, damos por sentada, se basa en experiencias y avances con respecto a épocas anteriores: progresos que a menudo requirieron una dura lucha y se cobraron víctimas».
«Hay similitudes sorprendentes entre ese periodo de fines del XIX y este comienzo del siglo XXI»
Ronald D. Gerste
Pregunto al autor de Sanar el mundo por los paralelismos que encuentra entre esa etapa en la que, pese a tanta incertidumbre, se alcanzaron logros como la anestesia o la antisepsia, y la época actual, también condicionada por retos que amenazan nuestra normalidad. «De hecho, hay similitudes sorprendentes entre ese periodo de fines del XIX y este comienzo del siglo XXI», dice a THE OBJECTIVE. «Al igual que nuestros antepasados, nos enfrentamos a una gran cantidad de desafíos, algunos de ellos de carácter médico y epidemiológico. El crecimiento de la población continúa, ha habido una pandemia y también nos pasan factura enfermedades relacionadas con nuestro estilo de vida. Piensa, por ejemplo, en la diabetes. Asimismo, sobre Europa cae ahora una maldición que la gente que aquella época conoció muy bien: la guerra».
«Sin embargo, por el lado positivo», añade, «la ciencia y los científicos, en aquel tiempo igual que ahora, pueden adaptarse rápidamente y afrontar estos desafíos. En la medicina actual existen numerosas terapias, así como herramientas de diagnóstico, con las que solo podíamos soñar con hace 20 o 30 años. Por ejemplo, en mi campo, la oftalmología, cuando se realiza la cirugía de cataratas, muchos pacientes no solo mejoran su visión con respecto a la que tenían antes de la operación. En muchos casos, incluso tienen mejor visión que nunca. Ahora hay medicamentos contra la esclerosis múltiple y el cáncer y, por supuesto, contra las infecciones. Nadie debería morir en estos días de cólera, la pandemia clásica del siglo XIX. Y aunque en algunos aspectos sean imperfectas, piensa en lo rápido que se han desarrollado las vacunas contra la covid-19. Lo mismo podemos decir sobre el VIH, que suponía una condena muerte hace unas décadas y ahora es tratable, aunque no curable. Además, la ciencia también contribuirá a nuestra lucha contra el cambio climático».
No todos los pioneros que aparecen en el libro fueron personas intachables. Algunos se dejaron llevar por la mala conducta científica. También hay biografías trágicas, sobre las que cae un telón de sombras. Al preguntarle sobre ello, Gerste menciona dos casos. El más conmovedor es el de Ignaz Semmelweis. A pesar de descubrir que lavarse las manos con hipoclorito cálcico a la hora de atender a las parturientas reducía las muertes por fiebre puerperal, fue despreciado por los demás médicos. Acabó en una sórdida institución mental, donde murió víctima de una paliza que le propinaron los guardias. El otro ejemplo es el de Louis Pasteur. Su pedestal se agrietó en 1995, después de que Gerald L. Geison, de la Universidad de Princeton, descubriera que el sabio había mentido y robado ideas de un competidor, Jean-Joseph Toussaint, al desarrollar la vacuna contra el ántrax. «Tienes razón», señala Gerste. «Todos estos grandes triunfadores tenían sus debilidades. Semmelweis casi se vuelve loco en su cruzada por las madres (una locura a la que contribuyeron la envidia y el odio de algunos de sus colegas). Y Pasteur hoy sería puesto en entredicho debido a su plagio. Pero todos compartían la creencia de que podían mejorar la condición humana. No se dejaron desanimar por los obstáculos. Había una llama ardiendo en su interior. Una llama que impulsaba a John Snow a entrar, sin temer por su seguridad y su salud, en casas donde las víctimas del cólera agonizaban en medio de la inmundicia. Ninguno de ellos cejó en el empeño hasta encontrar una solución, una respuesta. En definitiva: una cura«.
A pesar de que narra bastantes desventuras, el libro de Gerste se lee con un optimismo creciente, como si fuera un relato épico en el que un puñado de héroes arrincona y vence a un enemigo letal. Si no conociéramos su desenlace ‒la carnicería de la Primera Guerra Mundial y aquella epidemia feroz a la que llamaron gripe española‒, Sanar el mundo sería la demostración de que nuestro mundo, pese a los horrores que salpican determinados periodos, siempre tiende a mejorar.
Tras leer este libro amenísimo, uno siente que el ejemplo de Gerste, con su sincero elogio a los logros de la medicina germana, debería cundir entre los divulgadores españoles. Aún no se ha dicho todo sobre personajes que deberían ser omnipresentes en nuestra cultura. Pienso en Francisco Javier Balmis, el cirujano y médico militar que lideró la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna; en su principal colaboradora, Isabel Zendal, primera enfermera de la historia en misión internacional; en Fidel Pagés, inventor de la anestesia epidural; o en Santiago Ramón y Cajal, padre de la neurociencia. La historia de todos ellos, como sucede con la de Koch o la de Morton, resulta inspiradora y nos invita a apreciar, aún más si cabe, ese anhelo de conocimiento y de ayuda al prójimo que recorre el pasado y el presente.