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Colditz: mitos y realidades de la más célebre prisión nazi

Ben MacIntyre publica ‘Los prisioneros de Colditz’, un libro que desvela unos detalles nunca contados sobre lo sucedido en ese castillo convertido en cárcel

Colditz: mitos y realidades de la más célebre prisión nazi

Castillo de Colditz | Wikimedia Commons

Durante la Segunda Guerra Mundial los nazis convirtieron el castillo gótico de Colditz, a orillas del río Mulde en el este de Alemania, en prisión para oficiales enemigos. Tras sus muros se vieron obligados a pasar hasta cuatro años de sus vidas unos setecientos hombres que lo primero que debían combatir era el tedio. Para hacer más llevadera la rutinaria vida de encierro forzado, los prisioneros organizaban representaciones teatrales en la biblioteca, partidos de bádminton en el patio, conciertos, pantomimas… y orquestaban planes de fuga. El lugar alcanzó un aura de leyenda porque ostenta el récord de tentativas de escape durante la guerra. 

Se han escrito sobre esta historia una setentena de libros y hay una película clásica –La fuga de Colditz (1955)- y un par de series de televisión, la más célebre de 1972 y otra posterior en 2005. Incluso existe un popular juego de mesa, ideado por cierto por Pat Reid, uno de los prisioneros que logró fugarse con éxito. Reid escribió también varios libros en los que contaba su hazaña y es uno de los principales responsables de la mitología romántica que envuelve las ingeniosas argucias de los oficiales aliados para huir del castillo alemán. Ahora llega a librerías Los prisioneros de Colditz de Ben MacIntyre –autor del célebre libro Un espía entre amigos–, publicado por Crítica, que relata esta historia aportando mucha información novedosa y, sobre todo, haciendo un esfuerzo por separar el mito de la realidad y desvelar detalles que nunca se contaron sobre lo sucedido tras los muros de esa prisión. 

Portada del libro

Las versiones sobre los héroes de Colditz siempre estuvieron muy centradas en los prisioneros británicos, convertidos en protagonistas principales. Estos eran, en efecto, muy numerosos, pero no los únicos. Había también franceses, holandeses, polacos, checos, algún norteamericano y un único indio. Algunos prisioneros acabaron allí después de intentos de fuga de otros centros de detención y había también unos cuantos que los alemanes consideraban «prominentes», porque estaban emparentados con personas importantes del otro bando, como un sobrino de Churchill o un hijo de Léon Blum. 

No es de extrañar que Colditz se convirtiera en un mito, porque los personajes allí reunidos y los sagaces o disparatados planes de fuga que urdieron darían para producir unas cuantas películas épicas, melodramáticas o de alta comedia. Las situaciones que se dieron fueron posibles por la peculiaridad de esta prisión, que no estaba bajo el mando de las temidas SS, sino de la Wehrmacht, y por tanto sí respetaba las normas de la Convención de Ginebra sobre el trato de prisioneros. Incluso alguno de los mandos que tuvo el campo era anglófilo y sentía respeto y hasta admiración por sus enemigos. Reinaba un cierto fair play, que permitió, por ejemplo, una tregua de Navidad en la que los prisioneros prometieron no intentar fugarse a cambio de que se suspendieran los continuos recuentos en el patio. 

Uno de los prisioneros más populares era Douglas Bader, comandante de la RAF y héroe de la Batalla de Inglaterra, que tenía las dos piernas amputadas y llevaba sendas prótesis. Por cierto, si me permiten contarles una anécdota: Bader fue capturado cuando los alemanes derribaron su avión y tuvo que lanzarse en paracaídas: al hacerlo perdió por el camino una de sus prótesis y, como ya era una leyenda de la aviación, los nazis dieron permiso a los británicos para que le lanzaran una de repuesto en otro paracaídas, de modo que llegó a Colditz provisto de sus piernas ortopédicas. Sin embargo, sus captores, hartos de sus reiteradas tentativas de fuga, se las acabaron confiscando hasta que prometiera no volver a intentarlo. 

También pasaron por allí otros personajes como Airey Neave, que llegó a ser después parlamentario conservador, tuvo un cargo en el gobierno Thatcher y fue asesinado por nacionalistas irlandeses; o Gilles Romilly, el sobrino de Churchill (estaba emparentado con la esposa del mandatario), que era comunista e impartía lecciones de marxismo a sus colegas de cautiverio ante la indignación de algunos oficiales. 

Entre los intentos de fuga más chiflados destaca la tentativa de construir un planeador con maderas, somieres y cables de teléfono que sería catapultado desde el tejado del castillo; también memorables fueron intentonas como la de un oficial escocés muy bajito que trató de escabullirse escondido en el interior de un colchón o la de un oficial francés calvo que, provisto de peluca y falda, lo intentó disfrazado de mujer alemana. Hubo planteamientos más clásicos, como descolgarse desde el tejado con sábanas anudadas, serrar barrotes o servirse de un túnel (cavaron varios, uno en el economato, otro detrás de un retrete…).

Castillo de Colditz | Wikimedia Commons

Los prisioneros desarrollaron verdadero talento para los disfraces: bigotes postizos hechos con cerdas de brocha de afeitar teñidas con acuarelas; uniformes alemanes confeccionados con sábanas; una cruz de hierro fabricada con zinc del tejado y moldeada con un cuchillo de cocina al rojo vivo; una cartuchera de cartón pintada con betún y provista de la culata de pistola hecha de madera… Las argucias incluían la fabricación de muñecos para eludir los recuentos en el patio y la introducción de material clandestino camuflado en los paquetes que enviaba la Cruz Roja: mapas escondidos en raquetas de bádminton, dinero alemán en discos de gramófono, documentos falsos en el interior de un tablero de ajedrez o una minúscula brújula camuflada en una cáscara de nuez. 

Sin embargo, la inventiva no solo se aplicaba a los planes de fuga. Uno de los prisioneros creó un «lascivoscopio» o telescopio casero para espiar a las chicas del pueblo, a ser posible desnudas, y los polacos montaron en sus dependencias una destilería clandestina para proveerse de alcohol. El ocio incluyó también la organización de unos «juegos olímpicos» de prisioneros con el beneplácito de las autoridades alemanas. 

Sin embargo, tal como explica MacIntyre, detrás de estas andanzas dignas de una película, había otras realidades menos resplandecientes que se fueron diluyendo y eliminando de las versiones épicas. La prisión era como una sociedad de la época en miniatura y la presencia de oficiales británicos entre los que había aristócratas reprodujo un sistema de clases muy similar al que regía en la madre patria. Los oficiales contaban con ordenanzas y el trato era tan prepotente que llegó a haber una sublevación de los sufridos soldados rasos que en la práctica ejercían de mayordomos. También se dieron abundantes relaciones homosexuales que la leyenda siempre obvió, y al clasismo se unió el racismo. 

Por un lado, el que ejercieron los oficiales ingleses sobre el único prisionero indio (un médico alistado en su ejército), al que quisieron prohibir sumarse a una de las fugas argumentado que su piel oscura lo delataría, pese a lo cual el indio fue uno de los que logró fugarse de allí con éxito. Tampoco fue ejemplar la actitud de algunos oficiales franceses; piénsese que entre ellos había partidarios de De Gaulle y la Francia Libre, pero también otros que simpatizaban con el gobierno de Vichy. Estos últimos pidieron que sus compañeros de armas judíos fueran segregados, cosa a la que los alemanes accedieron encantados, confinándolos en un hacinado altillo. Entre los oficiales judíos estaba el antes mencionado hijo del ex presidente Léon Blum. 

Con todo y pese al baño de realidad que da a la historia el libro de MacIntyre, las andanzas de los prisioneros de Colditz representan una idea de la guerra como un juego entre caballeros en el que el ingenio se acaba imponiendo a la barbarie. Sin embargo, la realidad más atroz se desarrollaba a pocos kilómetros del imponente castillo gótico. Las tropas norteamericanas que liberaron Colditz también descubrieron el campo de trabajo Steingutfabrik, en el que dejaron la vida cientos de judíos húngaros esclavizados como mano de obra por los nazis. 

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