Aullidos: el hombre lobo a través de la historia
El autor Roger Bartra publica ‘El mito del hombre lobo’ y recorre la presencia del licántropo en nuestra cultura desde la Antigüedad hasta el presente
Cualquier aficionado español al cine de terror guarda un lugar en su corazoncito para Jacinto Molina, conocido en las pantallas como Paul Naschy y célebre por haber dado vida al licántropo polaco Valdemar Daninsky. Naschy, ex levantador de pesas apasionado por el género fantástico, era un actor más bien limitado, pero puso tanto entusiasmo en construir ese personaje que consiguió una legión de fans. Ninguna de las películas sobre Daninsky es una obra maestra; las más pasables son las dos primeras, La marca del hombre lobo de Enrique Eguiluz y La noche de Walpurgis de León Klimovsky, un odontólogo argentino que acabó siendo uno de los directores más prolíficos del cine de serie B español.
Si les hablo de Naschy, leyenda patria de lo que se llamó fantaterror en los últimos años del franquismo, es porque aparece mencionado en el capítulo final de El mito del hombre lobo de Roger Bartra, estupendo libro publicado por Anagrama que recorre la presencia del licántropo en nuestra cultura desde la Antigüedad hasta el presente.
El autor, Roger Bartra (Ciudad de México, 1942), es uno de los grandes intelectuales mexicanos en activo, descendiente de exiliados republicanos (su padre era el escritor catalán Agustí Bartra). Antropólogo y sociólogo, sigue escribiendo ya octogenario. Entre su abundante producción destacan obras como Cultura y melancolía y El mito del salvaje, este último centrado en la construcción cultural de la imagen del salvaje como el diferente y opuesto a nosotros. De ahí surge El mito del hombre lobo, ya que en sus orígenes este personaje viene a ser una variación del salvaje.
En el mundo grecolatino las apariciones de hombres lobo siguen esta pauta. Herodoto habla de la tribu de los neuros, formada por hechiceros que una vez al año se transforman en lobos durante unos días. Hay también referencias a supuestos licántropos en Platón, Pausanias Virgilio, Ovidio y el Satiricón de Petronio, en uno de cuyos episodios un hombre se transmuta en lobo una noche de luna llena. Atención, porque aparece aquí por primera vez un elemento que se convertirá en uno de los más identificables del mito, su vinculación con el ciclo lunar.
En los albores de la Edad Media se produce una mutación notable: el licántropo pasa a ser un alma bondadosa que vive atrapada en una bestia feroz. Es, por ejemplo, el noble caballero que aparece en uno de los lais de Marie de France y que, para desconcierto de su amada, algunos días desaparece sin decir nada. Al confluir con el cristianismo, la licantropía se tiñe también en esta época de satanismo y posesión demoniaca. A finales del siglo XV, el personaje del noble es sustituido por el rudo campesino que, poseído, mata y devora a sus víctimas, a menudo niños. Eran tiempos de inquisición y procesos contra la brujería y se conservan testimonios de juicios contra supuestos hombres lobo. Las leyendas parecen hacerse reales y hay acusados que confiesan bajo tortura y son condenados a muerte. Entre estos casos destaca el del alemán Peter Stubbe, que en el siglo XVI fue ajusticiado de forma muy cruel cerca de Colonia. Su licantropía era peculiar, porque la supuesta mutación en lobo se producía gracias a una faja mágica que le había entregado el diablo y que -obviamente- nunca se encontró.
Ya por aquel entonces había quien ponía en duda estas versiones, como el médico luterano Johann Wier, que en su obra De praestigiis daemonum sostenía que se trataba de casos de enfermedad mental. Sin embargo, durante los siglos XVI y XVII la demonología y la ciencia médica en general se reforzaban mutuamente en la persecución de la licantropía. Por toda Europa circulaban leyendas, pero había un lugar, Livonia (en el Mar Báltico, donde hoy están Estonia y Lituania) en que abundaban especialmente. Allí se dio una historia muy singular, la del anciano Thiess, que al ser juzgado defendió ser un licántropo bueno, «un sabueso de Dios» que luchaba contra el diablo. Esta historia fascinará al estudioso nazi Otto Höfler, que explora la idea de hordas feroces de hombres lobo protectores del pueblo, muy útil para el imaginario militarista de su ideología.
A finales del siglo XVII el mito del licántropo que devora seres humanos adquiere connotaciones claramente sexuales, tal como queda fijado en 1697 por Charles Perrault en Caperucita roja. Su origen está en leyendas campesinas de transmisión oral del sureste de Francia, en las que el protagonista es un hombre lobo. La versión de Perrault es brutal, porque la bestia devora a la niña después de engatusarla para que se meta desnuda en la cama con ella. En el siglo XIX los hermanos Grimm amortiguan la carga sexual y proveen a la fábula de un final feliz con la niña y la abuelita rescatadas de la panza de la bestia por el cazador que la abre en canal. Hay otro cambio significativo: ya no se trata de un hombre lobo, sino de un simple animal, que no tiene el poder de metamorfosearse de humano a bestia y viceversa, aunque está antropomorfizado y habla.
Esta versión de los Grimm fue profusamente analizada por un escuadrón de discípulos de Freud que, buscando su significado oculto, hablaron de simbolización de la menstruación y la esterilidad, del miedo al parto y al acto sexual. Hasta llegar a Bruno Bettelheim que en Psicoanálisis de los cuentos de hadas enarbola la tesis de que es una narración sobre la seducción masculina y el complejo de Edipo.
La reelaboración suavizada de los Grimm marca la decadencia durante el siglo XIX del mito del hombre lobo, sobre el que aún se escriben algunos ensayos como el del sacerdote anglicano británico Baring-Gould, convencido de que tras las leyendas existía una realidad de criaturas sedientas de sangre. El licántropo aparece también como personaje en algunos folletines como Le meneur de loups de Alexandre Dumas padre, pero no da lugar a una gran obra literaria de referencia, como sí le sucede al vampiro con el Drácula de Bram Stoker y al monstruo creado por el científico loco que juega a ser Dios con el Frankenstein de Mary Shelley.
Sin un referente literario de base, el renacimiento del del hombre lobo se producirá en el siglo XX a través del cine. Lon Chaney Jr. es el primer actor que interpreta en la pantalla a un licántropo inolvidable, un personaje llamado Larry Talbot, que aparece por primera vez en El hombre lobo de 1941 y protagonizará toda una saga de decreciente interés y hasta tendrá algún remake como el protagonizado por Benicio del Toro en 2010.
Es especialmente interesante Un hombre lobo americano en Londres de John Landis, que por primera vez mostraba de forma explícita, gracias a los efectos especiales, la transformación del protagonista en bestia. También En compañía de lobos de Neil Jordan, basada en un relato de Angela Carter que retuerce la fábula de Caperucita, y la canadiense Ginger Snaps, con una licántropa adolescente cuya mutación está conectada con la llegada de la menstruación. Ha habido también comedias, como la simpática Los lobos de Arga, con Carlos Areces, y entre las propuestas más tronadas -que Bartra conoce bien como buen mexicano- destacan las apariciones de licántropos en las cutrísimas y divertidísimas películas de luchadores enmascarados protagonizadas por personajes como El Santo o Blue Demon.
El mito del hombre lobo pone en escena la idea de la mutación entre dos opuestos: el ser civilizado y racional frente al salvaje, la bestia; lo racional y filtrado por la cultura frente a lo instintivo, primario y atávico. El Doctor Jekyll y Mister Hyde de Stevenson se puede entender como una variación no lupina por medio de una pócima.
Más allá de la metamorfosis reversible entre ser humano y animal, en la raíz del mito anida la idea de que el monstruo, el mal, late en nuestro interior y, en determinadas circunstancias, se desata, se libera y emerge. Sobre la relevancia de este mito apunta Bartra: «Tiene importancia porque estimuló procesos culturales de gran calado referidos a la relación de las personas con la naturaleza y con la afirmación de la identidad civilizada confrontada a las otredades bestiales. Creer que dentro de nosotros habita una bestia feroz que en ocasiones llega a desbocarse es algo que tuvo una gran importancia hasta tiempos recientes, cuando se pensaba en las personas como seres duales potencialmente peligrosos. Y sospecho que hasta hoy en día muchos siguen creyendo en esa bestia interior».