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Cultura

Sam Mendes reivindica la magia de las salas de cine

El director de ‘American Beauty’ o ‘1917’ regresa con ‘El imperio de la luz’, un drama sobre el amor, la vida y las películas, protagonizado por la actriz Olivia Colman

Sam Mendes reivindica la magia de las salas de cine

Fotograma de la película

El veterano proyeccionista de un majestuoso y vetusto cine en una pequeña ciudad de la costa sur de Inglaterra le explica a un acomodador recién incorporado el funcionamiento del proyector: «No son más que fotogramas estáticos con oscuridad entre ellos, pero un defecto en nuestro nervio óptico hace que, si paso la película a veinticuatro fotogramas por segundo, no veas la oscuridad. Al pasar imágenes estáticas en sucesión rápida se crea la ilusión de movimiento, la ilusión de vida».

El ficticio cine que aparece en El imperio de la luz de Sam Mendes es una imponente construcción frente a la playa, que se mantiene en pie desafiante, como testimonio de pasados esplendores. Nos situamos a principios de la década de 1980 y el video doméstico le está asestando una primera puñalada a las salas (después llegarán el DVD y las plataformas de streaming). El edificio tiene ya varias zonas cerradas: en la planta superior había una cafetería que mantiene la elegancia de otros tiempos bajo el polvo. Vemos anunciados y proyectados títulos de la época: Los Blues Brothers, All That Jazz, Locos de remate, Bienvenido Mr. Chance… La sala incluso vive un fugaz momento de gloria cuando acoge el estreno regional, con presencia del alcalde y las fuerzas vivas de la ciudad, de Carros de fuego (si tiene usted una edad, seguro que se acuerda de este exitazo británico). Con estos mimbres, la crítica se ha apresurado a aplicar el manido eslogan de «carta de amor al cine» (y este año ya van tres de estas epístolas, porque hace unos meses nos llegaron Babylon y Los Fabelman). 

Cartel de la película

Y sí, El imperio de la luz es, en parte, un homenaje a esas salas de proyección que eran como palacios de los sueños y que ya apenas existen. Pero este es solo uno de los temas que aborda el director y guionista Sam Mendes, que tiene a sus espaldas una carrera impresionante, con títulos como American Beauty, Camino de perdición, Revolutionary Road, dos James BondSkyfall y Spectre, y 1917. Si concibió el tour de force de 1917 como un homenaje a su abuelo, que combatió en la Primera Guerra Mundial, aquí, en un tono mucho más intimista, rinde tributo a su madre a través de la protagonista interpretada por Olivia Colman. Un aspecto crucial del personaje está directamente inspirado en el deterioro de la salud mental de la progenitora del cineasta, que este vivió de manera directa en su juventud. 

De entrada, hay que celebrar que una actriz a punto de cumplir los cincuenta y que no luce un físico de supermodelo tenga el protagonismo absoluto, a una edad en que muchas compañeras de profesión se refugian en el teatro por falta de papeles en la pantalla. Pero es que además Colman lleva años demostrando que es un prodigio; basta verla en The Crown, La favorita, El padre o La hija oscura. Aquí interpreta a una mujer que lucha con sus problemas psiquiátricos y lo hace tirando de contención y sensibilidad, algo muy de agradecer, porque lo fácil en estos casos es dar rienda suelta al histrionismo.  

Ella es la encargada del cine, flanqueada por un reducido equipo de jóvenes sin muchos horizontes, un viejo proyeccionista que dejó pasar la vida y ahora se arrepiente (estupendo, como siempre, Toby Jones) y el propietario (al que Colin Firth da un aire de decrépita elegancia). Con este último, mantiene una relación amorosa tirando a patética y hasta sórdida, hasta que aparece un nuevo acomodador, un joven negro cuya presencia revitaliza a esta mujer solitaria. 

El personaje del chico negro (interpretado por Michael Ward) introduce el tema del racismo. Estamos, como ya hemos apuntado, a principios de los ochenta, los inicios del thatcherismo en Inglaterra, durante el que se vivió un crecimiento de las tribus urbanas: punks, skins, rude boys. Mendes aboceta muy bien este clima de creciente tensión racial, que culmina con un desfile de mods y skins. Lo acompaña de una banda sonora en la que suenan temas pop, punk y de ska, esa música inspirada en el reggae cuyos grupos –como The Specials– se caracterizaban por integrar a blancos y negros, frente a la hostilidad de algunos skins.  

La relación de la madura encargada y el joven negro es improbable, pero los actores logran hacerla creíble. La mayor pega está en la figura de él, demasiado juicioso y reflexivo para ser un veinteañero. Es un problema bastante generalizado en el cine actual, que no acaba de atreverse a construir personajes de minorías raciales con aristas y contradicciones, de carne y hueso. Sucedía lo mismo en la reciente Armageddon Time de James Gray: el niño negro amigo del protagonista es de una madurez inverosímil. Siento decir que este paternalismo buenista no es sino una soterrada y maquiavélica manifestación del racismo que estas películas pretenden denunciar, porque se acaban creando meros arquetipos sin alma, negándoles la posibilidad de ser complejos. En cambio, la soledad y los desequilibrios mentales contra los que lucha la mujer encarnada por Colman sirven para cincelar una figura poliédrica, llena de matices y dolorosamente humana. 

Olivia Colman en ‘El imperio de la luz’. Fotograma. | 20th Century Studios

El imperio de la luz es una propuesta de ritmo pausado, casi parsimonioso, ambientada en una ciudad de veraneo fuera de temporada. Esto le da un aire de melancolía que ayuda a plasmar la idea de la vida que pasa y se nos escapa entre los dedos. Sam Mendes sabe insuflar poesía a las vidas descarriladas de sus personajes, con la inestimable ayuda de la soberbia fotografía de Roger Deakins, uno de los maestros de la luz del cine contemporáneo. Es casi paradójico: estamos ante una película intimista, pero visualmente apabullante. 

La poesía no solo la ponen Mendes y Deakins. La protagonista recita a Tennyson y Auden, y al final le regala a su amor imposible un ejemplar de Ventanas altas del gran Philip Larkin, con una página marcada. En ella está Los árboles, un poema en el que compara cómo viven el tiempo los seres humanos y los árboles. Les reproduzco los dos últimos versos, que son de un tono inusualmente esperanzador para un escritor muy dado a la amargura. Hacen referencia a las ramas sin hojas en las que nacerán nuevos brotes: «Ha muerto un año, parece que dijeran; / comienza, comienza tú también de nuevo». Es un bellísimo broche final.

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