J.R.R. Tolkien, un filólogo en las fronteras de la Tierra Media
Tolkien regresa a las librerías con el ensayo ‘Los monstruos y los críticos’ (Minotauro), una obra indispensable para interpretar su universo literario
A sus 73 años, Tolkien era en 1965 el venerado autor de dos clásicos, El Hobbit y El Señor de los Anillos. También era un profesor jubilado que añoraba sus clases en Oxford. Escribir nuevas páginas de El Silmarillion le resultaba apasionante, pero la fama y los compromisos periodísticos le abrumaban. Aún había algo peor: recibir llamadas telefónicas día y noche, a todas horas. Pensándolo bien, tener millones de admiradores le obligaba a menudo, y muy a su pesar, a aislarse en una burbuja protectora. En julio, desde su casa en Headington, describió en una carta lo poco que le agradaba la modernidad: «Los habitantes de la zona hacen todo lo que esté de su mano para que la radio, la tele, los perros, los patines, las motocicletas y los coches de todos los tamaños, excepto los más pequeños, produzcan todo el ruido de que son capaces, desde temprano por la mañana hasta las dos de la madrugada. Además, a tres puertas de la mía vive el miembro de un grupo de jóvenes que evidentemente aspiran a convertirse en una banda tipo Beatles».
Para aplacar esta inquietud, el profesor Tolkien cargaba su pipa. No había mejor sedante que contemplar el sinuoso ascenso del humo. Este carácter evocador del tabaco le traía viejos recuerdos. En realidad, nada en la vida le había sido fácil. Su temple y su claridad mental se forjaron en el infortunio. Huérfano a los doce años, quedó al cuidado de un sacerdote hispanobritánico, el padre Francis Xavier Morgan. Al acabar la Gran Guerra, con frío en los huesos y deshecho de cansancio, salió de las trincheras rodeado de amigos muertos. Sin perder la esperanza, formó una familia con el amor de su vida, Edith Mary Bratt.
Consagrado al estudio de la lingüística comparativa, cultivó dos pasiones: el estudio de lenguas—llegó a dominar 20— y la creación de otras nuevas. Al idear una civilización a partir de estos idiomas inventados, dio con otra certeza, y es que los mitos tienen una substancia verdadera y amplían la experiencia del mundo real.
Eduardo Segura, profesor del Departamento de Filologías Inglesa y Alemana de la Universidad de Granada, y considerado uno de los mayores especialistas internacionales en la obra de Tolkien, lo explica así en su libro J.R.R. Tolkien: Historia, Leyenda, Mito (Sapere Aude, 2021): «Desde el principio de su quehacer literario, se observa en Tolkien una atención especial a las palabras, a sus parentescos, etimologías y cargas semánticas; pistas valiosas para reconstruir el mundo hacia atrás, diacrónicamente».
En el paisaje narrativo que componen El Hobbit (1937), El Señor de los Anillos (1954-1955) y El Silmarillion (editado póstumamente en 1977 por su hijo Christopher), Tolkien desarrolló una mitología para Inglaterra. Historias semejantes, dijo el escritor, «crecen como semillas en la oscuridad, alimentándose del humus de la mente». Con el fin de cribar ese legado, los estudiosos de la Tierra Media suelen desempolvar venerables textos medievales. Por ejemplo, el poema épico Beowulf, el Kalevala finlandés, la Saga de los volsungos, las Eddas islandesas, las gestas de los caballeros de la Tabla Redonda, el Libro de las invasiones irlandesas y el Mabinogion galés.
Muchos también sienten la tentación de establecer paralelismos religiosos —Tolkien era católico—, pero él mismo se encargó de desmentir cualquier asomo de alegoría en su libro más conocido: «No hay en la obra ninguna alegoría moral, política o contemporánea, en absoluto. Es un ‘cuento de hadas’. Pero un cuento de hadas escrito para adultos». Ya lo había aclarado en 1949: El Señor de los Anillos «está escrito con la sangre de mi vida, tal y como es, espesa o aguada, y no podría hacerlo de otra manera».
Para cartografiar los dominios de Tolkien, resulta muy recomendable la lectura de Los monstruos y los críticos (1983), una recopilación de ensayos lingüísticos y literarios que, en su momento, fue editada por Christopher Tolkien. El encargado de traducirla al español fue Eduardo Segura, con quien hablamos a propósito de la reedición de este libro.
«La dificultad mayor que se presenta a la hora de traducir a un autor del calibre de Tolkien tiene que ver sobre todo con su tendencia a las formas arcaicas, tanto en la elección de los términos como en la sintaxis», comenta Segura a THE OBJECTIVE. «De ahí que el traductor deba estar familiarizado no sólo con su obra (subcreativa y ensayística), sino también con la literatura inglesa desde una perspectiva diacrónica, en especial con la anterior a Chaucer. Por ejemplo, los dos ensayos sobre Beowulf requieren cierta connaturalidad con el texto en inglés antiguo, pero también con los hitos principales en la investigación académica sobre ese texto fundacional de la literatura del norte de Europa».
Los textos reunidos en Los monstruos y los críticos, en su mayoría conferencias, revelan, por un lado, la erudición de Tolkien, y por otro, la originalidad de su pensamiento. Sin embargo, ni la sabiduría del escritor ni su amor por las palabras son hoy apreciadas en el mundo académico. Pregunto a Eduardo Segura por este prejuicio. «En el ámbito académico actual —si bien esto viene sucediendo hace muchas décadas— Tolkien no tiene apenas sitio. Por un lado, se le mira con ojos displicentes, por considerársele de manera peyorativa un autor de ‘Fantasía’. Como toda forma de prejuicio, se trata de una opinión basada en el orgullo y la ignorancia. Por desgracia, tengo una abundante experiencia y una larga lista de vivencias y anécdotas que ilustran esta actitud tan esnob como ridícula. En una época prosaica es tristemente lógico que se considere a Tolkien un escritor de segunda o tercera, toda vez que la modernidad sólo ha canonizado las formas experimentales y temáticas que se yerguen sobre una antropología de lo problemático, de la existencia retorcida y vuelta sobre sí misma y, a menudo, perdida en un laberinto de crisis existenciales inmanentes. En un mundo sin esperanza no hay mucho sitio para la épica».
«Sin embargo», añade, «el mundo de los lectores —siempre más sencillo, más inocente— dice lo contrario. Y ése es un pensamiento alentador. Por otro lado, la Academia no considera que exista algo parecido a la verdad, no ya en el ámbito de lo trascendente, sino incluso en el simple nivel de la hermenéutica. En la Universidad no se enseña a buscar la verdad sobre los textos. Simplemente, se adoctrina a los estudiantes para que lean desde unas lentes elaboradas a partir, habitualmente, de prejuicios ideológicos —los que en cada momento estén de moda—. Esta actitud es la que, en expresión de Harold Bloom ya en los años 90, estaba vaciando los departamentos de Humanidades en las instituciones académicas estadounidenses. Si toda lectura de cualquier autor vale, o vale lo mismo, entonces ninguna vale nada. Hemos perdido la perspectiva que otorga esta obviedad: que leer a los grandes exige del lector una humildad basilar, y que comprender y valorar es siempre una recompensa que es entregada al que dedica esfuerzo, tiempo y estudio concienzudo a apreciar la belleza atesorada tras siglos de tradición y trabajo de personas más inteligentes y perceptivas que nosotros».
Segura formó parte del equipo de consultores de la trilogía cinematográfica dirigida por Peter Jackson, y supervisó la adaptación al castellano de la teleserie El Señor de los Anillos: los Anillos de Poder. Eso también le ha puesto en contacto con el mundo de los fans, no siempre inmunes al fundamentalismo. «He procurado que mi trabajo sobre la figura personal y artística de Tolkien esté en consonancia con lo que he señalado antes: leer los textos sin poner nada en ellos que no esté allí», nos dice. «Leo desde la tradición en la que se inserta el inventor de la Tierra Media, y me apoyo siempre en especialistas de altura de los que debo aprender. No me interesa en demasía la recepción de Tolkien, pues en el ámbito de la lectura personal cada uno es soberano, y yo cada vez tengo menos en cuenta el gusto personal».
Eduardo Segura ha señalado más de una vez que la Tierra Media, tal y como la concibe Tolkien, es un mundo verosímil, creíble, que arroja luz sobre el aquí y el ahora. Nada resulta arbitrario o suena a impostura. Aquí viene a cuento un misterioso término, la subcreación, que los lectores españoles relacionamos con Tolkien por primera vez gracias al libro Tolkien (Planeta, 1981), de Daniel Grotta. Cuando un territorio fantástico tiene coherencia con el mundo real, decía Grotta, el narrador o creador del mito «no es tanto un escritor que inventa como un descubridor de otros mundos». Esa facultad humana, entendida por el autor de El Señor de los Anillos a imagen de la creación divina, se resume en esta noción que plantea Eduardo Segura: «Subcrear un mundo significaba, para Tolkien, re-crear el pasado a través de la historia de un idioma».
«Lo que quiero saber —nos explica Segura— es qué aguas profundas dan razón de la idea de subcreación —que es teológica, y no sólo literaria o hermenéutica—, y de qué forma lo que Tolkien escribió pertenece a una tradición renovada de épica y mitología en un mundo que, desde la Gran Guerra, está hundido en las arenas movedizas del cinismo y la desesperanza. Tolkien ha sido capaz de construir un universo literario en el que tantas personas pueden descansar como en un fondeadero de alegría serena, abrazando el dolor y la nostalgia, pero contemplando un horizonte vital pleno de esperanza».