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La inundación como arma de guerra

La voladura de la presa de Nova Kajovka en Ucrania no es una perversidad inventada para este conflicto, la inundación es una histórica arma de guerra

La inundación como arma de guerra

En La rendición de Breda se distinguen perfectamente las inundaciones defensivas provocadas por los holandeses | Diego Velázquez

Velázquez hace en La rendición de Breda un retrato psicológico de la guerra insuperable. La congoja moral del vencido Justino de Nassau, gobernador holandés de Breda, contrasta con la expresión de clemencia  del vencedor, el general español Ambrosio de Spínola. Pero Velázquez matiza aún más, añadiendo un toque de melancolía –hoy hablaríamos de depresión o estrés postraumático- que según otro gran militar, el inglés Wellington, provocaba la victoria en una batalla.

Además de desnudar las almas de aquellos a los que retrata, Velázquez se preocupa también de hacer con sus pinceles una crónica fiel del acontecimiento bélico. El asedio y final rendición de la ciudad de Breda fue uno de los pasajes con más repercusión en la opinión europea de la Guerra de los Ochenta Años, que enfrentó a España con los rebeldes holandeses. Las labores de asedio eran de tal perfección que Breda se convirtió en una especie de parque temático que atraía al «turismo de guerra». El filósofo francés Descartes, el rey de Polonia, o la infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, acudían allí para ver con sus ojos el monumental asedio.

Pero para quienes no pudiesen viajar a Breda Velázquez hizo en su pintura un auténtico reportaje de guerra, que reflejaba con fidelidad los protagonistas, las armas, las formaciones y el paisaje. Así podemos ver, como retransmitida por un dron que sobrevolara el escenario, una «vista caballera» de las fortificaciones que rodeaban a Breda y, lo más importante para nuestra historia, las inundaciones que se extienden por los campos.

Porque una característica de aquella Guerra de los Ochenta Años es que los holandeses recurrieron a provocar inundaciones -cosa sencilla en un país que está bajo el nivel de mar- para contener a los ejércitos españoles, muy superiores en campo abierto.

Una decena de veces a lo largo del conflicto rompieron los diques los holandeses, inundando dos tercios de los campos de Flandes en una catástrofe ecológica que duraría más de 100 años. Porque cuando al cabo de un siglo pudieron desecarse las zonas inundadas, el agua marina había dejado un sedimento de sal que las inutilizaba para la agricultura.

No sería la última vez en la Historia que los holandeses provocasen una inundación defensiva. Todavía al estallar la Segunda Guerra Mundial recurrieron a la desesperada medida de sus antepasados. El reino de Holanda había pensado que, declarándose neutral, no sería atacado por la Alemania nazi, y vivió alegremente sin fabricar armamento ni preparar un ejército. Pero cuando el III Reich invadió Dinamarca y Noruega a principios de 1940, Holanda supo que sería la próxima víctima.

 Incapaz de movilizar un ejército, tuvo que encomendarse a la llamada «Línea de Agua», un sistema de inundaciones creado en el siglo XVII. En 1672 la Línea de Agua fue capaz de detener una invasión francesa, pero en 1940 los alemanes sólo tardaron una semana en conquistar Holanda.

La mayor destrucción de la guerra

En la noche del 16 de mayo de 1943 despegaron de Inglaterra 19 bombarderos Lancaster modificados. Pertenecían a una unidad secreta de la RAF (Real Fuerza Aérea), el Escuadrón X, e iban a desempeñar una misión aún más secreta e insólita, la Operation Chastise.

«Chastise» significa en inglés culto castigar severamente, y eso es lo que iban a hacerle a Alemania, provocando una gran inundación en el Valle del Ruhr, el corazón industrial de Europa, un complejo de minería e industria, sobre todo de armamento, el feudo de la familia Krupp, los famosos fabricantes de cañones, que tenían unos 200.000 obreros en sus nóminas, la mitad trabajadores esclavos. Ya desde antes de la guerra los estrategas británicos habían señalado esa zona como un objetivo prioritario de sus bombardeos.

La Operation Chastise pretendía anular la capacidad productiva del Ruhr de un solo golpe, provocando una gigantesca inundación mediante la ruptura de varias presas. El plan era casi «misión imposible», porque antes de que existieran los misiles era muy difícil destruir la barrera de un embalse desde el aire. No servía de nada bombardear desde arriba, había que alcanzar la presa de plano, horizontalmente. El medio idóneo sería lanzar al embalse un torpedo de los que usa la aviación naval para atacar a los grandes buques por debajo del nivel de flotación. Pero los alemanes no eran tontos, previeron esa posibilidad e instalaron redes subacuáticas que protegían las barreras de los pantanos.

La única forma de destruir una presa desde el aire era lanzar una bomba que fuera avanzando sobre la superficie del agua hasta la barrera, como cuando se tira un guijarro plano que va botando sobre el agua, y que al llegar a la barrera se hundiese, explotando lo más profundo posible. Parece un gag de dibujos animados, pero había que convertirlo en realidad. La gigantesca tarea recayó sobre un genio de la ingeniería aeronáutica, Barnes Wallis, que diseñó la «bomba saltarina». Al leer ese nombre un piensa en una pulga, pero en realidad era un mastodonte de cinco toneladas, un cilindro de acero, como un barril de metro y medio de alto, relleno con más de tres toneladas de explosivo Torpex.

«Así se formó el Escuadrón X, a cuyo mando se puso un oficial de sólo 24 años, el comandante Guy Penrose Gibson»

Para transportar una sola de esas bombas se adaptó el Lancaster, el bombardero más avanzado que tenía los británicos, y se buscaron tripulaciones escogidas, no sólo en la RAF, sino también en las fuerzas aéreas de Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Así se formó el Escuadrón X, a cuyo mando se puso un oficial de sólo 24 años, el comandante Guy Penrose Gibson. Pese a su juventud tenía ya seis años de veteranía y el jefe del mando de bombarderos le consideraba «el piloto de combate más completo» de la RAF.

 Comenzó un periodo de entrenamiento corto pero intensísimo, con simulacros sobre embalses británicos, porque la dificultad para los pilotos era enorme. Había que lanzar la bomba sobre el agua justo a 18 metros de altura y a una velocidad de 390 kilómetro por hora. Si no se hacía así, no salían las cuentas, la bomba no causaría su enorme efecto destructor.

La noche del 19 de mayo los Lancaster despegaron en tres oleadas, la primera de nueve aparatos, las otras dos de cinco cada una. Tenían que volar muy bajos para no ser detectados por el radar alemán, hasta el punto de que un aparato rozó con la panza la superficie del mar y perdió su bomba; otro se estrelló al enredarse con unos cables de la luz; el operador de radio de un tercero recordaría atravesar un bosque por un cortafuego, volando por debajo de la altura de las copas de los árboles.

Solamente 11 de los 19 aparatos alcanzaron sus objetivos, los embalses de Möhne, Eder y Sorpe, pero sólo tres de ellos lograron que funcionase bien la bomba saltarina, impactando contra las presas de Möhne y Eder. Puede parecer una proporción de éxito muy baja, pero fue suficiente. Solamente la presa de Möhne liberó 330 millones de toneladas de agua que arrasaron el Valle del Ruhr, llevándose por delante las dos grandes centrales eléctricas que alimentaban las industrias del Ruhr, 114 fábricas de armamento, 25 puentes y numerosas poblaciones. Se inundaron las minas, quedó destruida toda la red de comunicaciones, incluida la red fluvial, se hundió la producción de acero y de carbón, quedaron arruinadas la agricultura y la ganadería de la zona. Murieron 1.650 personas, de las que un millar eran trabajadores esclavos, incluidas 500 mujeres rusas, y para reconstruir los destrozos fue preciso retirar a los obreros que construían el Muro del Atlántico que debía impedir la invasión aliada.

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La presa alemana de Eder, destruida en la II Guerra Mundial por bombarderos británicos para inundar el Valle del Ruhr / Wikimedia Commons

Una sola acción provocó más destrucción que meses de bombardeo o que la bomba atómica de Hiroshima. Pero los héroes que la llevaron a cabo pagaron un alto precio. Murieron 53 aviadores del Escuadrón X, y dos más fallecieron en un campo alemán de prisioneros. El comandante Gibson sobrevivió y recibió la Cruz Victoria, la más alta condecoración británica, pero caería luego en otra misión de bombardeo.

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