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Historias de la historia

El asesinato del cardenal Soldevila

Hace un siglo fue asesinado el cardenal-arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila. El atentado fue uno de los desencadenantes de la dictadura de Primo de Rivera

El asesinato del cardenal Soldevila

El cardenal-arzobispo de Zaragoza Juan Soldevila. | Alma Mater Museum

El cardenal Soldevila, para su desgracia, se había convertido en un símbolo de todo lo más odioso para el movimiento revolucionario que agitó España en el primer tercio del siglo XX.

En primer lugar era un alto dignatario eclesiástico, arzobispo de Zaragoza y cardenal. La Iglesia española constituía la principal fuerza del conservadurismo en nuestro país, muy lejos todavía de los «curas obreros» que aparecerían al final del franquismo. Sin embargo, consciente de la evolución de los tiempos, la Iglesia había comenzado a preocuparse de los temas sociales, y Juan Soldevila fue un pionero de lo que se llamó «sindicalismo católico». Constituía por tanto una competencia que no estaba dispuesto a admitir el sindicalismo obrero revolucionario, liderado por los anarquistas.

Además Soldevila era un clérigo que se metía directamente en política. Tenía una vinculación estrecha con la monarquía, porque cuando en 1878 falleció María de las Mercedes, primera esposa de Alfonso XII, pronunció una sentida oración fúnebre por la joven reina -tenía 18 años recién cumplidos-. En esa época Juan Soldevila era un simple canónigo, pero el rey le nombró Predicador de Su Majestad y le otorgó la Orden de Isabel la Católica.

Según la Constitución elaborada por Cánovas en 1876, base de un sistema parlamentario que dio paz y estabilidad al país durante cuatro décadas, los arzobispos eran senadores por derecho propio, pero Monseñor Soldevila se tomó en serio su presencia en el legislativo, y tuvo bastante actividad parlamentaria, tanto en cuestiones agrarias, pues fue un activo defensor de los regadíos aragoneses, como sociales, siendo impulsor del descanso dominical de los obreros.

Además de estas circunstancias reales, que lo convertían en enemigo de la izquierda revolucionaria, corrían numerosos rumores denigratorios sobre él, una tasa que tienen que pagar los personajes notorios. Se murmuraba que era inmensamente rico, que mantenía relaciones sexuales con una monja, que regentaba casas de juego, que falseaba como quería las elecciones, o que movía los hilos del llamado «terrorismo blanco», es decir, los asesinatos de sindicalistas a manos de pistoleros de la patronal, que mantenían una guerra abierta en Cataluña extendida a Aragón.

De todas estas habladurías solamente las dos primeras, la buena posición económica y la amante monja, parecen creíbles, y serán precisamente las que propicien su muerte. Soldevila poseía, en efecto, una finca en las afueras de Zaragoza, en el camino de Teruel, llamada el Terminillo. Pero a esta propiedad particular le había dado un fin social, creando en 1914 una Escuela Asilo para niños pobres, que regentaban las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Casi todas las tardes, después de comer, el automóvil del cardenal lo llevaba al Terminillo, donde pasaba un par de horas. Esta costumbre era la que daba pábulo al rumor picaresco de que Monseñor pasaba la siesta en la cama de una «vicentina», como se llama familiarmente a estas monjas. El asunto era vox pópuli y proporcionaba esa circunstancia que buscan siempre los terroristas, una rutina fija cumplida por la víctima que propicie el atentado.

Trece balazos

El 10 de marzo de 1923 es asesinado en Barcelona Salvador Seguí, secretario general de la CNT en Cataluña. Lo hacen pistoleros de la patronal en represalia por el anterior asesinato de un dirigente del Sindicato Libre. Paradójicamente, Seguí era contrario a la fiebre terrorista que había prendido en el anarquismo, pretendía cambiar las bombas por la acción política y sindical, y sin embargo le toca pagar por la espiral de violencia implantada en Barcelona.

Poco después, en un mitin anarquista que se celebra en la plaza de toros de Zaragoza, el exaltado orador, un sindicalista llamado Parera, acusa de haber maquinado el atentado contra Seguí a «un prelado, un exministro y un general». No hace falta decir nombres, el general es Martínez Anido, gobernador civil de Barcelona, el exministro es el conde de Bugallal, que como ministro de Gobernación en 1920-21 ha impulsado la guerra sucia contra el terrorismo anarquista, y el prelado es el cardenal-arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila.

En realidad, antes de ser señalados en público como culpables, ya se ha dictado una sentencia de muerte contra ellos. Una célula anarquista de las más violentas, Los Solidarios, capitaneada por Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, proyecta atentar contra su vida y la de otras cuantas autoridades. Lo intentan en San Sebastián contra Martínez Anido, pero fracasan, aunque matan en cambio al exgobernador de Bilbao, Regueral, que estaba en la lista. El siguiente será el cardenal Soldevila.

Durruti es detenido en Madrid antes del atentado de Zaragoza, de modo que les toca realizar la acción terrorista a Ascaso y a un pastelero llamado Rafael Torres Escartin. Ambos tienen 22 años. La tarde del 4 de junio, vistiendo impermeables y con boina y gorra caladas hasta las cejas pese al calor, los dos jóvenes se apostan junto a la entrada de la finca el Terminillo.

Puntualmente llega el vehículo del cardenal, un magnífico automóvil inglés marca Sunbeam, matrícula de Zaragoza número 135. Es imposible equivocarse, los anarquistas empuñan sus pistolas Star y realizan 13 disparos por la ventanilla y la trasera del coche. Las pistolas fallan al final, pero el crimen esta consumado. Al cardenal le alcanza una bala, pero le da en el corazón y es mortal. El conductor y el familiar, es decir, el sacerdote asistente del prelado, resultan seriamente heridos. Los terroristas huyen a la carrera, tirando los impermeables y las armas en una acequia.

España queda estremecida, ni siquiera en lo que pronto será la Guerra Civil sería asesinado un cardenal. El entierro de Monseñor Soldevila es una manifestación a la que acude toda Zaragoza. En Barcelona, el capitán-general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, encuentra un justificante para el plan que está forjando, el golpe de estado de 13 de septiembre, que acabará con la democracia parlamentaria española e impondrá una dictadura militar.

Pero eso es ya otra historia.

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