Alvar González-Palacios o la fascinación de la elegancia
Uno de los historiadores de las artes decorativas de referencia dibuja en ‘Sólo sombras’ perfiles de moradores de la grandeza: desde los Médici a Hemingway
Un tipo fascinante en toda la extensión del adjetivo. A lo largo de su ya muy larga vida, Alvar González-Palacios (Santiago de Cuba, 1936) ha ido acumulando experiencias que los simples mortales solo podríamos soñar… o leer. Afortunadamente, a su perfil más conocido como uno de los más grandes historiadores de las artes decorativas en el mundo, añade un talento innato para la escritura.
Sólo sombras (Elba) es un buen ejemplo. Los personajes que por él desfilan tienen el denominador común de la elegancia, criterio fundamental para el autor: su mirada solo se posa sobre los dignos, los verdaderamente grandes, gente acostumbrada a rozarse con los objetos, lugares y experiencias que alcancen esa condición inefable.
Pero ¿qué es la elegancia? «Un modo de diferenciarse de los demás sin alejarse de ellos». Por su profesión, él la detecta en objetos especiales, pero también, por extensión, en «esa gente que no usa la propia calidad para darle en la cabeza a los demás, sino al contrario». Una distinción, una fortaleza frente al gran enemigo: «Detesto la vulgaridad».
Insistimos, infelices, en el misterio. Pero ¿en qué consiste esa calidad que marca la diferencia? «Algo que yo conozco», termina contestando con sonrisa enigmática ya bien entrada la conversación en un elegante (no podía ser de otra manera) piso de la Gran Vía madrileña, propiedad de una buena amiga, miembro de la legión de amantes de la belleza en la que milita Alvar González-Palacios.
Autor de numerosas publicaciones especializadas en el campo de las antigüedades y de las artes decorativas, así como de dos volúmenes de memorias, Sólo sombras es el segundo de sus dos libros de semblanzas de personajes que ha frecuentado, sea en la vida real o en el reino de la imaginación y la lectura.
Rendido a la grandeza, afila también el colmillo cuando es menester. No esconde su desilusión, por ejemplo, tras conocer en persona a los tan afamados Jorge Luis Borges o Ernest Hemingway. Tampoco su admiración por la ingeniosa maldad de su amigo Federico Zeri, historiador y crítico de arte, capaz de llamarle poco después de enterarse de que habían tenido que amputarle la pierna a un colega conocido por su atildamiento para decirle: «Hemos creado un comité del que espero forme parte usted: se ha decidido encargar un relicario de oro a Bulgari para la tibia de Brand». González-Palacios concluye la anécdota recordando que Zeri, «como Don Juan, nunca se arrepentía y no perdonaba jamás ofensas verdaderas o presuntas».
Personajes de esta o parecida condición se despliegan por una estructurado en áreas temáticas de lo más sugerente: ‘Almas ibéricas’, ‘Mecenas’, ‘Príncipe de la sangre’, ‘Mecenas’, ‘Mujeres en el poder’, ‘Arte de bien decir’, ‘Retratos de artistas’, ‘Testimonios’, ‘Historiadores y críticos de arte’, y la guinda de ‘Personajes en pose’.
No hay límites espacio-temporales. Solo grandeza. Desde la terrible de la muy nazi (hasta el final) Diana Mosley, a la bondadosa del buen rey Carlos III, pasando por la desgraciada de Lorca y Machado, o la espléndida (y cainita) de Fernando de Médici, para quien «las piedras bellas» nunca eran «caras».
Unas pocas páginas, no más de cinco o seis, bastan para fotografiar a ejemplares tan sugerentes como Victoria Eugenia de Battenberg (Ena), cuyas cartas («traducidas por un español de la Gran Vía», por cierto) «revelan el alma de una novela de Tolstói». O para describir la rocambolesca peripecia de Canova y su hermosa bailarina Razumovski.
Formidable fauna que brota de una memoria nutrida por las experiencias de una vida de novela y muchas lecturas bien reposadas en una madurez muy bien llevada: 86 años de vitalidad envidiablemente lúcida. «Con el paso de los años se vuelve uno más inclinado a releer que a leer», escribe en la introducción. El resultado es brillante.
La recapitulación oficial consigna destellos como la Legión de Honor en 1997 y la Encomienda de Isabel la Católica en 2019. También que acaba de publicar Il mobile a Roma. Dal Rinascimento al Barocco (Ugo Bozzi editore), por ejemplo. Pero no puede expresar «el dolor de estómago de algunas noches por el hambre» tras una infancia y adolescencia privilegiada. Una peripecia vital increíble.
Hijo de un ministro de Cultura de la Cuba de Batista –«Mi papá era contrario a su régimen, de hecho escribió un libro muy crítico contra él, pero quiso arreglar las cosas desde adentro»-, Alvar tuvo una educación esmerada, incluida una estancia en Canadá para aprender inglés.
Tras la muerte de su padre de un infarto, un Alvar que rondaba la mayoría de edad convenció a su madre para realizar el gran tour por Europa que todo joven elegante debía hacer en aquella época. «Con condiciones: ella también iba. No era lo que yo prefería, pero…» En el trasatlántico, su madre socializó con una familia florentina que terminaría cambiándole la vida a Alvar.
Tras un año y medio visitando lo mejor del Viejo Continente, madre e hijo regresaron a Cuba justo para ver como Fidel Castro y sus colegas barbudos se hacían con la isla y destruían todo su mundo. «Me quedaron dos opciones: irme a la sierra o fuera del país. Estados Unidos no me gustaba, así que elegí Europa, y mi madre me insistió en que me acogiera a la seguridad que a ella le daba aquella familia florentina que conocimos en el barco».
Ya asentado en Florencia, Alvar recibió la noticia de la desposesión definitiva de su familia. Siguió su exquisita educación, pero con unas limitaciones materiales que llegaron al extremo del hambre. Un profesor de literatura lamentable le colapsó el entusiasmo primero por la literatura y, por contra, el encuentro en las aulas con el gran Roberto Longhi, «el más grande historiador del arte del siglo XX» lo encaminó hacia la que sería su vocación definitiva.
Una tesis sobre el arte cortesano en Nápoles culminó su carrera académica, consolidándolo como uno de los grandes referentes de las artes decorativas de todo el mundo, pero antes vivió episodios increíbles, como el trabajo a las órdenes del mítico editor Giangiacomo Feltrinelli: él, miembro desposeído (y tirando a famélico) de una familia de rancio abolengo en Cuba, despachaba con un millonario… castrista. «Lo más irónico es que me daba lecciones de pobreza y me criticaba por ser demasiado aristocrático. Yo le respondía que se estaba confundiendo de perspectiva: ‘El rico es usted, yo soy un simple inmigrante, aquello que fui cuando nací se acabó hace mucho rato’».
Aquel episodio acabó con la muerte de Felitrinelli en una extraña explosión: «Algunos dicen que fue un asesinato, otros hablan de suicidio, yo diría que para poner bombas hay que saber…». Alvar-González siguió prosperando gracias a su instinto e inteligencia, además de su dominio de varios idiomas y ese saber estar, ese encanto que solo se puede valorar en su justa medida en el trato personal.
Las artes decorativas y la vida académica se convirtieron finalmente en su «sustento», pero nunca abandonó su vocación literaria, que desahoga en libros como Sólo sombras, por el que se filtra también su experiencia profesional y, sobre todo, ese gusto insobornable por la elegancia. «A mí no me gustan los ricos, sino la gente que tiene una forma de elegancia», ese «modo de diferenciarse de los demás».
A veces la diferencia puede ser terrorífica, como en el caso de la terrible Diana Mosley, pero nunca, jamás… vulgar. «Hay gente antipática pero que, por lo menos, tiene algo. El problema es la vulgaridad. Decía María Zambrano, a la que conocí personalmente de pequeño, que en Cuba se aguanta todo menos la pesadez».
Esa Cuba de su infancia sobrevive en su memoria pese a una distancia ya insalvable. «En realidad no conozco a nadie allí, no he vuelto y no creo que lo haga». El perfil de la Condesa de Merlin en Sólo sombras incluye una maravillosa anécdota sobre un libro con el aroma de la flor que en Cuba llaman mariposa. La mujer que le regaló el libro, allá por los años 80, lo acompañó con unas semillas que Alvar González-Palacios plantó en una «casa muy bonita con un poco de jardín que tengo en Puglia, al sur de Italia. Allí crecen como una maravilla. Entre agosto y septiembre está como si fuera Cuba».