'Asteroid City': el sublime arte de la marcianada
La nueva película de Wes Anderson encierra un universo atractivo y una estética reconocible, pero no consigue vertebrar su guion de forma satisfactoria
Pónganse cómodos y relájense. Este es un nuevo film de Wes Anderson. Cuando acaben de verlo, podrán caer presas de su hechizo o sentirse decepcionados. Pero una cosa es segura: tarde o temprano, le encontrarán un aire de familia con otras obras del realizador. Por decirlo de otro modo, si hablásemos de música, Asteroid City no sería un álbum original, sino un disco de grandes éxitos, remezclado y remasterizado.
Desde hace años, Anderson tiene una consideración altísima en el mundo de la crítica, y como veremos, hay razones para ello. Una de ellas, sin duda, es que cree en lo que hace, y además lo lleva hasta las últimas consecuencias. Asteroid City es precisamente eso: una reafirmación de su estilo. El realizador vuelve a navegar con la misma brújula, y aprovecha las ventajas de ser un creador autoconsciente (muy notable, por cierto) con una legión de fans que ya esperan su turno frente a la taquilla.
Ninguna película de Anderson nos hace intuir que, de joven, pasara las horas muertas en un cine de barrio, con los zapatos llenos de polvo. Al contrario. Forma parte, junto a Spike Jonze, Sofia Coppola y Michel Gondry, de la aristocracia hipster, educada en salas de arte y ensayo. Es importante tenerlo en cuenta porque, a pesar de que Asteroid City podría pasar por un film próximo a la serie B, notamos que Anderson mira por el retrovisor hacia un horizonte que él considera más noble y sofisticado.
Si usted es admirador de este director, no tiene demasiado mérito que le guste Asteroid City. Para empezar, reconocerá aquí su paleta de colores y su amor por los personajes estrafalarios. Además, esta vez, nos invita a una marcianada, en el doble sentido del término. Por un lado, es una celebración de lo insólito, y por otro, una historia con extraterrestre incluido.
¿Qué es Asteroid City? Un pueblo minúsculo, en un desierto del Lejano Oeste (recreado, por cierto, en la localidad madrileña de Chinchón). Cerca de allí, se realizan pruebas nucleares —estamos en 1955— y el equipo de un observatorio astronómico, encabezado por la doctora Hickenlooper (Tilda Swinton) vigila el espacio. Mientras el Ejército premia a cinco científicos adolescentes, sus familiares —entre ellos, el fotógrafo de guerra Augie Steenbeck (Jason Schwartzman), su suegro, Stanley Zak (Tom Hanks), y la actriz Midge Campbell (Scarlett Johansson)— deben convivir en un entorno pintoresco, aislado en cuarentena tras la visita de un platillo volante.
Solo un detalle más, sin caer en el spoiler: desde el primer momento, sabemos que Asteroid City, en el mundo real, solo es el escenario de una obra de teatro que se emite por televisión. La pieza ha sido concebida por el dramaturgo Conrad Earp (Edward Norton), el típico intelectual comprometido de los años 50.
En fin, todo se retroalimenta. Como nos dice el presentador de la emisión (Bryan Cranston): «Asteroid City no existe. Es un drama imaginario creado expresamente para un programa. Los personajes son inventados, el texto es una mera hipótesis, los acontecimientos una fabricación apócrifa, pero en su conjunto representan de forma fidedigna el funcionamiento interno de una producción teatral moderna».
La línea que separa al artista de sus seguidores se vuelve aquí un poco más fina. Quienes, al igual que Wes Anderson, adoren la narrativa posmoderna, con metaficción a raudales, tienen un menú a su medida. Como él mismo ha confesado durante la promoción del film, en Asteroid City hay referencias a la Guerra Fría y al teatro politizado del Group Theatre y el Actors Studio. Donde uno esperaría hallar algún humilde homenaje a La humanidad en peligro (1954) o a otros divertimentos de la vieja escuela, con monstruos o alienígenas, se encuentra con una cinefilia que apunta más alto. «Cuando llegamos a España –dice el director–, vimos El gran carnaval (1951), de Billy Wilder, para que comprendiéramos cómo un pueblo perdido en el desierto se convierte en una atracción turística».
Anderson también se fijó en Vidas rebeldes (1961), de John Huston, y acordó con el encargado del diseño de producción, Adam Stockhausen, que el pueblo se pareciese al que visita Spencer Tracy en Conspiración de silencio (1955), de John Sturges.
¿De qué manera Asteroid City consigue traducir toda esa información visual y cinéfila en una historia coherente? Desde luego, el alma de Anderson está encriptada en la película, pero a la hora de estructurar un relato, parece que aquí le falta fuerza para tomar el control. Todo lo que ocurre en la pantalla es mínimo y pasajero. En lugar de un sólido argumento coral, debemos conformarnos con muchas dosis homeopáticas de un sabor más o menos indiferente.
Quizá Wes Anderson haya pensado que, a la hora de satisfacer a su público, la forma está muy por encima del fondo. Al fin y al cabo, lo importante en su cine no es la emoción, sino la sintaxis. Su estilo tiene, por alguna razón, el potenciador imbatible de eso que llamamos «personalidad propia».
No nos engañemos: el espectador elige las películas de Anderson porque son la destilación de una estética. El guion es secundario, porque hay una forma definitiva, reconocible, inevitablemente andersoniana de crear imágenes. Esto obliga al cineasta a ser específico en sus rasgos de estilo. Nadie espera otra cosa. Por eso mismo, las leyes que operan detrás de Asteroid City son casi las mismas que rigen en obras superiores a esta, como Los Tenenbaums: Una familia de genios (2001), Viaje a Darjeeling (2007), Moonrise Kingdom (2012), El Gran Hotel Budapest (2014) o Isla de Perros (2018).
Cuando se enciende el proyector, sabemos lo que nos espera. Un diseño frontal y simétrico. Travellings laterales, a veces tan vertiginosos como si viéramos un dibujo animado de la Warner. La ocasional división entre secciones de la pantalla (Por ejemplo, cuando charlan dos personajes por teléfono). Y en todo momento, una «composición planimétrica» ‒ahora les aclararé el término‒, que convierte el mundo filmado en una lámina trazada con tiralíneas.
La dedicación de Anderson a este último recurso es incondicional. Es tentador imaginar que lo descubrió leyendo algún sesudo manual del crítico Heinrich Wölfflin. «Claro, ¿cómo no se me había ocurrido antes?», debió de decirse el realizador. Al analizar el modo en que los pintores del siglo XVI situaban a los personajes en el campo visual, Wölfflin distinguió una composición planimétrica de las formas, que posteriormente sería sustituida por una composición en profundidad. Si se fijan en la forma que tiene nuestro director de organizar el encuadre, verán que persigue ese mismo efecto: perspectivas frontales, planas, a veces con un único punto de fuga, quizá heredadas de Stanley Kubrick, Jacques Tati o Yasujiro Ozu.
Esa sensación de «yo ya he estado aquí» también nos sobreviene en Asteroid City gracias a otro resorte de Anderson maneja como nadie: la presencia de un narrador que rompe la cuarta pared y que habla con la seguridad de quien ya sabe lo que va a pasar. En este caso, se trata del presentador (Cranston), que a uno le recuerda, por su tono solemne, al bueno de Rod Serling en aquellas introducciones a cada capítulo de La Dimensión Desconocida (1959-1964).
Uno de los mejores directores de fotografía del pasado siglo, Néstor Almendros, indagó estéticamente en otro asunto que interesa a Anderson. Así lo explicaba el operador español en su libro Cinemanía (1992): «Los que trabajamos en las artes plásticas (y el cine, si quieren ustedes, lo es) tenemos que referirnos a aquellos grandes creadores de principios del siglo XX que nos enseñaron a mirar de otra manera. Cuando Duchamp se apropió de la escurridera de botellas de un bar y la presentó como obra suya en un salón de exposiciones, muchos se indignaron. No se daban cuenta de que no se trataba de un acto de simple insolencia y que Duchamp realmente lo que había hecho era enseñarnos a mirar. Un objeto utilitario, ni siquiera ejecutado por él, adquiría un valor gracias a la mirada con que nos obsequió».
Anderson cree en esa manera de transfigurar los objetos. Por eso ordena las cosas con pulcritud, como diseñara un catálogo. O aún mejor: como si fuera a introducir la realidad, después de pasarla por la tabla de planchar, en una maleta llena de compartimentos. Todo tiene un motivo. Al igual que sus otras películas, Asteroid City es muy ilustrativa para comprender cómo esos objetos ‒da igual si son máquinas expendedoras o los inventos de un concurso de ciencias‒ le son muy útiles para crear un artificio primoroso, tan metódico y colorista como un viejo álbum de cromos.